martes, 4 de mayo de 2010

Exequias y evocación del cardenal Mayer





Ayer, lunes 3 de mayo, según fue anunciado oportunamente, se oficiaron, en el altar de la cátedra de la Basílica de San Pedro de Roma, las exequias del cardenal Paul Augustin Mayer (de cuyo fallecimiento dábamos cuenta en este mismo sitio). L’Osservatore Romano publica en su edición del 3-4 de mayo una breve crónica del sagrado acto, así como la oración fúnebre pronunciada por el Santo Padre Benedicto XVI, que quiso presidir el responso final y la despedida de los restos del ilustre príncipe de la Iglesia, que han sido repatriados a su Alemania natal para darles sepultura en la abadía de Sankt Michael de Metten, donde se formó y de la que fue abad. También publica el vocero oficioso de la Santa Sede una interesante entrevista de hace diez años, a través de la cual el cardenal Mayer muestra su gran talla de hombre de Iglesia. Publicamos nuestra traducción castellana tanto del panegírico papal como de la entrevista.


Panegírico del Pontífice en las exequias
del cardenal Paul Augustin Mayer



El benedictino que no antepuso
nada al amor de Cristo



El cardenal Angelo Sodano, decano del Colegio cardenalicio, ha celebrado en la mañana del lunes 3 de mayo, en el altar de la cátedra de la basílica de San Pedro, las exequias del cardenal benedictino Paul Augustin Mayer, muerto el viernes 30 de abril en Roma. Noventa y nueve años, prefecto emérito de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos y primer presidente de la Pontificia comisión Ecclesia Dei, el purpurado alemán, que ostentaba el título cardenalicio de San Anselmo en el Aventino, será sepultado en el cementerio de la abadía de Metten en Baviera, donde en el lejano 1931 emitió la profesión monástica. Al término de la misa, el papa Benedicto XVI dirigió la palabra a los presentes y presidió el responso final y el rito de despedida. Con el cardenal decano concelebraron 24 purpurados, entre los cuales estaban: el secretario de Estado Bertone y el arzobispo de Colonia Meisner. Participaron en la misa el cardenal Daoud, prelados y dignatarios de la Curia Romana y representantes de la familia benedictina, entre los cuales figuraban: el abad primado de los benedictinos confederados, Dom Wolf, los abades de Montecassino, Dom Vittorelli, y de Subiaco, Dom Meacci. Con el Cuerpo Diplomático acreditado ante la Santa Sede estaban los arzobispos Filoni, substituto de la Secretaría de Estado, y Mamberti, secretario para las Relaciones con los Estados; los monseñores Wells, asesor, Ballestrero, sub-secretario para las Relaciones para los Estados, y Nwachukwu, jefe del Protocolo. Junto con el Papa bajaron a basílica: los arzobispos Harvey, prefecto de la Casa Pontificia, y del Blanco Prieto, limosnero; el obispo De Nicolò, regente de la Prefectura; los monseñores Gänswein, secretario particular de Beneecito XVI, y Xuereb, de la secretaría particular. Publicamos las palabras pronunciadas por el Pontífice.


Venerables Hermanos, ilustres Señores y Señoras, queridos hermanos y hermanas:

También para nuestro amado hermano el cardenal Paul Augustin Mayer ha llegado la hora de partir de este mundo. Había nacido, hace casi un siglo, en mi misma tierra, precisamente en Altötting, donde surge el célebre Santuario mariano al que tantos afectos y recuerdos están vinculados para nosotros los bávaros. Así es el destino y la existencia humana: brota de la tierra –en un punto preciso del mundo– y es llamada al Cielo, a la patria de la que misteriosamente proviene. "Desiderat anima mea ad te, Deus" (Sal. 41/42, 2). En este verbo "desiderat" está todo el hombre, su ser carne y espíritu, tierra y cielo. Es el misterio original de la imagen de Dios en el hombre. El joven Paul –que después, como monje, se llamará Augustin Mayer– estudió este tema en los escritos de san Clemente de Alejandría para su doctorado en teología. Es el misterio de la vida eterna, depuesto en nosotros como una semilla desde el Bautismo, y que pide ser acogido a lo largo del viaje de nuestra vida, hasta el día en el que devolvemos el espíritu a Dios Padre. "Pater, in manus tuas commendo spiritum meum" (Luc. 23, 46). Las últimas palabras de Jesús sobre la cruz nos guían en la oración y en la meditación, mientras nos recogemos alrededor del altar para dal el último adiós a nuestro llorado hermano. Cada una de nuestras celebraciones exequiales se coloca bajo el signo de la esperanza: en el último suspiro de Jesús sobre la cruz (cfr. Luc. 23, 46; Ioan. 19, 30), Dios se ha dado enteramente a la humanidad, colmando el vacío abierto por el pecado y restableciendo la victoria de la vida sobre la muerte. Por esto, cada hombre que muere en el Señor participa por la fe en este acto de amor infinito, en cierto modo pone al espíritu junto a Cristo, en la segura esperanza de que la mano del Padre lo resucitará de entre los muertos y lo introducirá en el Reino de la Vida.

"La la esperanza no falla, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado" (Rom. 5, 5). La grande e indefectibile esperanza, fundada sobre la sólida roca del amor de Dios, nos asegura que la vida de los que mueren en Cristo “no termina, se transforma"; e que "al deshacerse nuestra morada terrenal adquirimos una mansión eterna en el cielo" (Prefacio de Difuntos I). En una época como la nuestra, en la cual el miedo a la muerte arroja a muchas personas a la desesperación y a la búsqueda de consolaciones ilusorias, el cristiano se distingue por el hecho de que pone su seguridad en Dios, en un Amor tan grande capaz de renovar el mundo entero. “He aquí que hago nuevas todas las cosas” (Ap 21, 5), declara –hacia el final del Libro del Apocalipsis– Aquel que se sienta sobre el trono. La visión de la Nueva Jerusalén expresa la realización del deseo más profundo de la humanidad: el de vivir juntos en la paz, ya sin la amenaza de la muerte, gozando de la plena comunión con Dios y entre nosotros. La Iglesia y, en especial, la comunidad monástica, constituyen una prefiguración sobre la tierra de esta meta final. Es una anticipación imperfecta, marcada por limitaciones y pecados, y, por lo tanto, necesitada siempre de conversión y purificación; y, sin embargo, en la comunidad eucarística se pregusta la victoria del amor de Cristo sobre lo que divide y mortifica. "Congregavit nos in unum Christi amor" ("El amor de Cristo nos ha congregado en la unidad”): éste es el lema episcopal de nuestro venerable hermano que nos ha dejado. Como hijo de San Benito, experimentó la promesa del Señor: “El vencedor heredará estos bienes; Yo seré su Dios y él será mi hijo” (Apoc. 21, 7).

Formado en la escuela de los Padres Benedictinos de la Abadía de Sankt Michael en Metten, en 1931 emitió la profesión monástica. Durante toda su existencia buscó hacer realidad lo que San Benito dice en la Regla: "Que nada se anteponga al amor de Cristo”. Después de sus estudios en Salzburgo y Roma, emprendió una larga y apreciada actividad de enseñanza en el Pontificio Ateneo de San Anselmo, de donde fue nombrado rector en 1949, desempeñando el cargo durante 17 años. Precisamente en ese período fue fundado el Pontificio Instituto Litúrgico, que se convirtió con el tiempo en un punto de referencia fundamental para la preparación de los formadores en el campo de la Liturgia. Elegido, después del Concilio, abad de su amado monasterio de Metten, al cabo de cinco años de ejemplar gobierno fue llamado a Roma por el siervo de Dios Pablo VI, quien lo nombró secretario de la Congregación para los Religiosos y los Institutos Seculares y quiso consagrarlo personalmente obispo el 13 de febrero de 1972.

Durante sus años de servicio en este dicasterio, promovió la progresiva actuación de las disposiciones del Concilio Vaticano II en las familias religiosas. En este especial ámbito, en su calidad de religioso, tuvo ocasión de demostrar una sensibilidad eclesial y humana fuera de lo común. En 1984 el venerable Juan Pablo II le confió el cargo de prefecto de la Congregación para el Culto Divino y la disciplina de los Sacramentos, creándolo seguidamente cardenal en el consistorio del 25 de mayo de 1985 y asignándole la diaconía de San Anselmo en el Aventino. Más tarde, lo nombró primer presidente de la Pontificia Comisión Ecclesia Dei; y también en esta nueva y delicada responsabilidad el cardenal Mayer se ratificó como un celoso y fiel servidor, procurando aplicar el contenido de su lema: "El amor de Cristo nos ha congregado en la unidad".

Queridos hermanos: nuestra vida está en cada instante en las manos del Señor, sobre todo en el momento de la muerte. Por eso, con la confiada invocación de Jesús sobre la cruz: "Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”, queremos acompañar a nuestro hermano Paul Augustin, mientras realiza su paso de este mundo al Padre. En este momento mi pensamiento no pude no dirigirse al Santuario de la Madre de las Gracias de Altötting. Espiritualmente vueltos hacia aquel lugar de peregrinación, confiamos a la Santísima Virgen nuestra plegaria de sufragio por el llorado cardenal Mayer. Él nació cerca de aquel santuario, conformó su vida a Cristo según la Regla benedictina y ha muerto a la sombra de esta Basílica Vaticana. Que la Virgen, San Pedro y San Benito acompañen a este fiel discípulo del Señor a su Reino de luz y de paz. Amén.



El cardenal Mayer en 1998, entrando en Santo Spirito in Sassia
junto con Mons. Perl en ocasión del X aniversario de Ecclesia Dei




Un destino cambiado por un viaje


por Andrea Monda


Visité al cardenal Mayer hace diez años, el 11 de septiembre del 2000, y recuerdo muy bien todavía hoy la austeridad de su figura, que transmitía físicamente una fuerte sensación de hieratismo, de espiritualidad. Su misma constitución delgada, estilizada, elegante, que se alzaba por encima del metro noventa, y un rostro emaciado con dos ojos celestes y severos, acababan inevitablemente por inspirar un profundo sentimiento de respeto y pío temor. En realidad era un hombre dulce y muy disponible, que recibía a sus visitantes con una gentileza y una cortesía de otros tiempos. Y de otros tiempos eran también sus primeros recuerdos...

Comencemos por sus recuerdos

De 1913 a 1915 vivimos en Salzburgo. Una de las primeras cosas que recuerdo es la agitación que reinaba en casa el día de mi tercer onomástico, el 29 de junio de 1914: el día anterior había sido asesinado el archiduque Francisco Fernando en Sarajevo. En los momentos difíciles de la guerra, algunas veces mi madre nos decía a mis hermanos y a mí: “¡Pobre niños! ¡No tendréis nunca lo que nosotros hemos tenido!”. Se refería a la paz y a la prosperidad que nosotros, crecidos bajo la guerra, no habíamos podido conocer. Cuando yo era pequeño, en Baviera todavía estaba el Rey. Recuerdo aún la casa de mis padres y cuando en verano íbamos al Konigsee, el "Lago del Rey", la "perla de Baviera”, un bellísimo lago en el límite con Austria. En esa época existía un gran sentido de la familia, del respeto por los mayores. Había un gran sentido de la gratitud. Y se vivían intensamente las festividades litúrgicas. El mundo era diferente, poquísimos tenían automóvil y la bicicleta era el medio de transporte más extendido. Recuerdo paseos bellísimos por los Alpes y, más tarde, cuando estaba en el colegio de la abadía de Metten, por los bosques bávaros en la frontera con la entonces Checoeslovaquia. Los domingos por la tarde íbamos a nadar en el Danubio. Había una isla en medio del río, a la cual llegábamos en canoa para hacer solemnes meriendas. Mi padre, oficial del ejército bávaro, habría querido un hijo oficial, pero ni mi hermano ni yo lo escuchamos (aunque mi padre no nos lo pidió nunca directamente). Más bien, cuando murió en enero de 1927 (tenía yo 15 años y ya le había dado a entender mis intenciones: sólo estaba indeciso entre los benedictinos y los jesuitas), me dijo en su lecho de muerte: “Entra en los benedictinos”.

Usted vivió su juventud en la Alemania de entreguerras, ¿cómo recuerda aquel período?

Al comienzo de los años Veinte la inflación llegó a niveles altísimos: recuerdo que franqueé una carta con un sello de 20 millones de marcos. El valor del dinero se había pulverizado, el Estado pagaba su deuda emitiendo títulos y bonos que no podía respaldar. Recuerdo que mis padres vendieron la plata y los cubiertos de mayor precio, pues con la pensión de mi padre no se llegaba ni a la mitad del mes. A mediados de los años Veinte pareció producirse una cierta recuperación económica, pero fue pornto destruida por la crisis financiera del viernes negro de la bolsa de Nueva York en octubre de 1929. La vida era mucho más pobre que ahora. También la desocupación era una plaga, pero peor que hoy: en diciembre de 1932, a pocos meses de la llegada de Hitler al poder, en Alemania, respecto a casi 60 millones de habitantes, había seis millones de parados y no existían entonces los amortiguadores sociales que existen hoy. Durante la guerra de 1914-1918 y también en la primera postguerra, víveres y artículos de primera necesidad se adquirían con las cartillas de racionamiento. La leche se podía comprar directamente en los establos, pero ya los huevos debían ser entregados por los campesinos a las oficinas de racionamiento. Recuerdo, a propósito, que de pequeño una vez conseguí obtener huevos de los campesinos, pero, para no dejarme descubrir por un policía que me encontré por el camino de regreso, ¡tuve que esconderlos en la leche!

Volvamos a su vocación...

En mayo de 1931 hice mi primera profesión en la abadía de Metten. En diciembre de 1929 había ya venido a Roma por primera vez para el cincuentenario de la ordenación sacerdotal de Pío XI. El papa Ratti fue un gran Papa: culto, intrépido y decidido, muy misionero. Recuerdo que hablaba también alemán, aunque no tan bien como Pacelli. A propósito de esta primera visita a Roma hay un episodio que me ha quedado impreso nítidamente en la memoria. Era el 3 de enero de 1930. Éramos cuatro jóvenes estudiantes del colegio de Metten: Goessl, Kneissl, Engelmann y yo. Con nuestro último dinero alquilamos un taxi que nos llevó desde Roma a Montecassino. ¡Y los caminos de la época no eran los mismos de hoy! El trayecto fue largo, lleno de etapas muy accidentadas. Llegamos a la abadía y rezamos ante la tumba de San Benito. ¡Qué bella era la abadía antes de su destrucción! De regreso en Roma, tomamos un tren nocturno y volvimos a Baviera, al colegio de Metten. Fue una bravata de muchachos, pero quizás cambió nuestro destino: los cuatro nos hicimos benedictinos, los clérigos (por orden) Plácido, Corbiniano, Egberto y Agustín.

En el rostro impasible del abad Paul Augustin aparece una pequeña (y contagiosa) señal de emoción

En Roma estudié Teología en el Pontificio Ateneo de San Anselmo en el Aventino. En aquella época Roma era espléndida, más pequeña, sin las grandes periferias de ahora. La campiña estaba mucho más cerca del centro respecto de hoy. Recuerdo que el 30 de enero de 1933, volviendo a San Anselmo de una excursión campestre, al entrar en la ciudad vimos octavillas que anunciaban: "¡Hitler Canciller!": nuestra alegría se apagó de golpe. El ateneo era algo así como un oasis dentro de la ciudad. Recuerdo en especial el clima teológico fuertemente impregnado del recurso continuo a la Sagrada Escritura y a la teología de los Padres de la Iglesia, y del uso de la liturgia como lugar teológico y fuente de la vida de la Iglesia. La teología de Santo Tomás mantenía su importancia pero enriquecida por las dimensiones ahora recordadas. Conocimos entonces a Jacques Maritain, Erik Peterson, Agostino Bea, Carlo Balic, Réginald Garrigou-Lagrange, Agostino Gemelli, Yves Congar, Hans Urs von Balthasar, Henri de Lubac, Jean Daniélou y otros.

¿Conoció personalmente a estos teólogos?

Sí, en medida y en modo muy variados. Recuerdo en especial la fineza del P. Garrigou-Lagrange, su modo de hablar italiano y latín con ese fuerte acento francés. Recuerdo también un encuentro, insólito a decir verdad, con Erik Peterson. Era el 11 de septiembre de 1943, la ciudad de Roma había sido ocupada por las tropas alemanas durante la noche. Reinaba una gran tensión obviamente. Esa mañana bajé desde San Anselmo por el barrio del Testaccio en dirección de via Galvani, donde estaba el instituto de las Hermanas para las que decía la misa durante las vacaciones de verano. Recuerdo a un paracaidista alemán que pretendía controlar la calle. Más tarde, siguiendo la marea de gente, entré en los Mercados Generales, desorganizados por el conflicto armado. Junto a un montón de patatas carbonizadas vi a una persona que rebuscaba para encontrar patatas que fueran todavía comestibles: reconocí al profesor Peterson, que, en medio del hambre de aquel período, quería llevar un poco de alivio a su familia.

¿Participó Usted activamente en el concilio Vaticano II?

Sí, trabajé como secretario de la comisión preparatoria y de las comisiones conciliar y postconciliar. El nombramiento me llegó como un trueno en medio del cielo sereno en julio de 1960 a través de una llamada telefónica del cardenal Giuseppe Pizzardo, entonces prefecto de la Sagrada Congregación para los Seminarios y Universidades. La recentísima beatificación del “Papa bueno” ha reavivado el recuerdo de quien con gran coraje anunció la convocatoria del concilio ecuménico el 25 de enero de 1959 en San Pablo Extramuros. Él seguía los trabajos preparatorios con gran interés y estímulo. Inolvidable es para mí su intervención personal en una sesión de nuestra comisión preparatoria, en la que se trataba sobre la vocación sacerdotal. El Papa subrayó que su vocación había sido una decisión personal suya, sin que nadie le hubiera influenciado; pero, por otra parte, era tan transparente que todos lo llamaban "Giovannino il pretino" (“Juanito el curita” en español, n. del t.). "Pero no penséis por ello –añadió sonriendo–que no haya experimentado también yo dificultades contra esta elección. La sotana que debíamos llevar ya en el seminario menor implicaba manipular treinta botones por la mañana y treinta por la tarde. ¡Qué tarea!”. Con bastante optimismo, el Papa había pensado que el programa del Concilio se podía despachar en una única sesión entre el 11 de octubre y el 8 de diciembre de 1962. El abandono de esta esperanza en el verano de 1962 era como el "fiat" con el que dejó a su sucesor la continuación y conclusión de la gran obra por él iniciada.

El cardenal se entretiene sobre la cuestión de la llamada “hermenéutica del concilio”

Se ha hablado a menudo del Concilio como si significase una división neta entre un período obscuro (al anterior) y el reflorecimiento sucesivo. Pero es un esquema que no corresponde a hechos históricos. En realidad, no es que antes el panorama fuera “negro”. También se ha subrayado frecuentemente la presencia de grandes conflictos en el seno de la asamblea conciliar. Es verdad que hubo tensiones. Había diversidad de opiniones, pero se buscaba siempre encontrar una síntesis válida entre los tesoros más precisoos de la vida eclesiástica pasada y los estímulos fundados en una apertura no ciega sino razonada a los signos de los tiempos. El documento Optatam totius fue aprobado por los Padres conciliares a la primera lectura del esquema con una mayoría superior a los dos tercios. Su aprobación definitiva plebiscitaria fue para mí y para toda la Comisión una grandísima alegría y recuerdo que, encontrándome cerca de la Plaza de San Pedro con un obispo miembro de ella, nos abrazamos y ¡paramos el tráfico! Nuestra un tanto ingenua euforia nos había hecho olvidar que la suerte de un texto conciliar depende grandemente de la seriedad con la que es leído,a similado y puesto en práctica.

¿Y qué recuerdo tiene de Pablo VI?

Era un hombre profundamente espiritual, dotado de un espíritu de oración impresionante. Estaba enteramente consagrado, sin ninguna reserva, a su misión propia. Vivió y gobernó la Iglesia en años difíciles. Desde el punto de vista eclesial, Montini era muy abierto a todos los desarrollos teológicos, ecuménicos y políticos; a los que eran prometedores y a los que eran amenazadores. Él, que había felizmente concluido el Concilio y lo consideraba un “gran don”, tuvo relativamente que sufrir mucho por su fallida asimilación en el interior de la Iglesia. Comenzaba entonces el período de apelación al llamado “espíritu del Concilio”, en fuerza del cual se impedía el verdadero conocimiento, interpretación y actuación de los principios conciliares. Pablo VI, con “el corazón lleno de amargura”, debió constatar que después del Concilio, en lugar de la esperada jornada de sol, había sobrevenido una de nubes y de tempestad; hecho tanto más doloroso cuanto que los males que afligen a la Iglesia, en gran parte, no, provienen de fuera sino desde dentro.

El cardenal se interrumpe a sí mismo: la televisión transmite en este momento en directo la visita de Juan Pablo II a Fátima. Disculpándose, Su Eminencia se acomoda delante del televisor y se queda allí, absorto, escuchando las palabras del Papa. A su lado se sientan las dos monjas norteamericanas, que se han materializado tan silenciosamente como habían desaparecido un par de horas atrás. Las tres figuras parecen no tanto mirar la pantalla cuanto rezar juntas al Papa. Me doy cuenta que nuestra charla ha acabado aquí y, susurrando un tímido "Buenas tardes”, abandono la austera vivienda del cardenal Paul Augustin Mayer. Mientras me marcho me viene a la mente una frase que algunos días antes me había dicho mi primo Maurizio: "Hoy la cosa más transgresiva del mundo es recitar una oración”.



(©L'Osservatore Romano - 3-4 maggio 2010)


Euge serve bone et fidelis, intra in gaudium Domini tui!
(foto:
Orbis Catholicus secundis)

1 comentario:

  1. El domingo pasado, con mis fieles rogue por los Cardenales difuntos y en especial por el nunca olvidado Cardenal Mayer.

    Pedro Rodrìguez Ocampo.
    Ppedro1@yahoo.com

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