sábado, 30 de enero de 2010

Evocaciones romanas en la festividad de Santa Martina



Pietro da Cortona: Santa Martina


Santa Martina es como una de esas flores de rareza y precio grandes que se suelen cultivar en lo íntimo de los invernaderos. Al igual que la violeta, ama la soledad y la penumbra. No obstante pertenecer a la rutilante pléyade de mujeres santas que produjo el cristianismo de los primeros siglos, parece como si pasara discretamente al lado de Prisca, Tecla, Pudenciana, Anastasia, Felicidad, Perpetua, Domitila, Práxedes, Susana, Lucía, Ágata, Sabina, Inés, Cecilia, Bibiana, Sinforosa… Su culto en Roma es tardío, remontándose al siglo VII, cuando el papa Honorio I mandó erigir una iglesia a ella dedicada sobre el lugar en el que se suponía habían sido trasladados sus restos por orden del papa Ántero (235-236), al pie del Foro, junto a la Cárcel Mamertina. Su festividad entró en el calendario de la Iglesia de Roma sólo en el siglo VIII. Otras mártires gozaban desde hacía largo tiempo de una mayor influencia en el culto, constando su nombre incluso en el canon de la misa (Felicidad, Perpetua, Ágata, Lucía, Inés, Cecilia y Anastasia) o en las Letanías de los Santos (Ágata, Lucía, Inés, Cecilia, Catalina y Anastasia).


Iacopus Filippus Bergamanus: De claris mulieribus



La vida de la romana Martina está envuelta en brumas de leyenda, al no existir un acta auténtica de su martirio, sino sólo relatos a cada cual más fantasioso, lo que hizo que Baronio los considerara todos apócrifos. Los datos que de ella ha recogido la tradición provienen de una Passio legendaria (una interesante versión está recogida en el curioso libro De claris mulieribus -foto arriba- escrito por el agustino bergamasco Giacomo Filippo Foresti y por él dedicado a Beatriz de Aragón, reina de Hungría y Bohemia como esposa de Matías Corvino). De acuerdo con dicha Passio, Martina era hija de un cónsul (¿Publio Marcio Sergio Saturnino?), que la dejó huérfana a edad temprana, habiendo perdido también a su madre. Ferviente cristiana, repartió sus bienes entre los pobres y se consagró al servicio de la Iglesia, ejerciendo como diaconisa, lo que no quiere decir que estuviera investida del orden sagrado o asumiera funciones litúrgicas como el diácono, sino sólo que servía de intermediaria entre las mujeres y los clérigos varones (por ejemplo, ungiéndolas con el óleo bendecido en el bautismo e instruyéndolas en la doctrina después de recibido éste).

Pietro da Cortona: La Virgen y el Niño con Santa Martina


Cierto día, durante una redada de cristianos, fue descubierta en una iglesia por tres oficiales al servicio del emperador Alejandro Severo, que la conminaron a seguirlos hasta el templo de Apolo. Ella asintió pidiendo que la dejaran acabar de rezar y pedir permiso a su obispo (el papa Urbano I). Llevada ante el César, fue objeto de halagüeñas promesas si abandonaba la fe cristiana y sacrificaba a los dioses. Martina replicó que ella no sacrificaría más que a su Dios y no a ídolos fabricados por mano de hombre. Fue entonces condenada al suplicio de desgarramiento con garfios de hierro, pero una potente luz cegó a sus verdugos, que se alzaron convertidos. Fue entonces conducida a prisión.


Martirio de Santa Martina

Al siguiente día, se la llevó nuevamente ante el Emperador, siendo atada a un poste y cruelmente azotada para doblegar su voluntad, aunque inútilmente, ya que no se logró convencerla. Pasó otro día y fue esta vez trasladada hasta el templo de Diana, ante cuya estatua se la instó que ofreciera el sacrificio que la libraría de sus suplicios. La intrépida virgen oró al Señor y bajó fuego del cielo que abatió el ídolo y lo consumió. Después de torturarla de diferentes modos, fue finalmente decapitada. Corría el año 228. Su cuerpo fue recogido por el obispo Ritorius y algunos sacerdotes romanos, siendo llevado hasta la sexta región de Roma (Alta Semita), donde fue enterrado el 1º de enero, día originalmente dedicado a venerar la memoria de la mártir. Más tarde se perdería el recuerdo de su sepultura y no será sino hasta muchos siglos después cuando se hallen e identifiquen sus reliquias.

Fue durante el pontificado de Urbano VIII, en el año 1634, cuando, efectuando reparaciones en la pequeña iglesia dedicada a Santa Martina, se descubrió entre los cimientos un sarcófago de terracota conteniendo el cuerpo de una joven mujer, cuya cabeza, separada del tronco, se hallaba en una caja aparte. Naturalmente se relacionaron estos restos con los de la titular de la capilla. El hallazgo fue saludado con gran exultación en toda Roma y entusiasmó al Papa, que se convirtió en gran devoto de Santa Martina, en honor de la cual compuso varios himnos. Dos de ellos entraron a formar parte de su oficio en el Breviario. No nos resistimos a copiarlos.

Urbano VIII por Pietro da Cortona


AD MATVTINVM

Martinae celebri plaudite nomini
Cives Romulei, plaudite gloriae;
Insignem meritis dicite virginem,
Christi dicite martyrum.

Haec dum conspicuis orta parentibus
Inter delicias, inter amabiles
Luxus illecebras, ditibus affluit
Faustae muneribus domus,

Vita despiciens commoda, dedicat
Se rerum Domino, et munifica manu
Christi pauperibus distribuens opes
Quaerit praemia coelitum.

Non illam crucians ungula, non ferae,
Non virgae horribili vulnere commovent;
Hinc lapsi e Superum sedibus Angeli
Coelesti dape recreant.

Quin et deposita saevitie leo
Se rictu placido proicit ad pedes;
Te, Martina, tamen dans gladius neci
Coeli coetibus inserit.

Ter, thuris redolens ara vaporibus,
Quae fumat, precibus iugiter invocate,
Et falsum perimens auspicium, tui
Delet nominis omine.

A nobis abigas lubrica gaudia,
Tu, qui Martyribus dexter ades, Deus
Une et Trine: tuis da famulis iubar,
Quo clemens animos beas. Amen.


AD LAVDES

Tu natale solum protege, tu bonæ
Da pacis requiem Christiadum plagis;
Armorum strepitus, et fera prœlia
In fines age Thracios.

Et regum socians agmina sub crucis
Vexillo, Solymas nexibus exime,
Vindexque innocui sanguinis hosticum
Robur funditus erue.

Tu nostrum columen, tu decus inclitum,
Nostrarum obsequium respice mentium;
Romæ vota libens excipe, quæ pio
Te ritu canit, et colit.

A nobis abigas lubrica gaudia,
Tu, qui Martyribus dexter ades, Deus
Une et Trine: tuis da famulis iubar,
Quo clemens animos beas. Amen.

El cardenal nepote Francesco Barberini (ilustración), con la bendición de su augusto tío Urbano VIII, emprendió la reconstrucción de la iglesia, que había asignado a la Academia de San Lucas, asociación de los artistas de Roma fundada por Federico Zuccari en 1593 y puesta bajo el patrocinio del evangelista a principios del Seiscientos. De ahí que tomara el nombre de iglesia de San Lucas y Santa Martina. Los trabajos fueron encargados a uno de los grandes arquitectos de la época y, junto con Bernini y Borromini, de los favoritos del papa Barberini: Pietro da Cortona (1596-1669). Fue éste uno de aquellos a quienes impactó la noticia del descubrimiento de las reliquias de Santa Martina, volviéndose gran devoto suyo. La capilla a ella dedicada en la nueva iglesia la sufragó de su propio peculio y, al morir, dejó su fortuna para su manutención. Como, además de arquitecto, era pintor, dedicó a la santa varios cuadros, entre ellos el que adorna el altar de su capilla.

La iglesia de San Lucas y Santa Martina en el Foro Romano está también especialmente vinculada a la vida litúrgica tradicional, ya que a principios de la década de los Noventa del siglo pasado, comenzó a celebrarse en ella la Santa Misa según el rito romano clásico, en virtud del indulto otorgado por el Venerable Juan Pablo II mediante el motu proprio Ecclesia Dei adflicta de 1988. Encargada de este culto fue durante unos años la Fraternidad Sacerdotal de San Pedro hasta que, por complicaciones ajenas a ella y debidas a intrigas que nunca faltan, cesó aquél con gran disgusto de quienes veíamos en esta iglesia, vecina del Foro Romano (justo enfrente del Arco de Septimio Severo) y de la Cárcel Mamertina (donde estuvieron presos los Príncipes de los Apóstoles), el punto físico de esa conjunción de la Roma de los Césares con la Roma de los Papas, que creó nuestra Civilización Occidental, basada en la sabiduría de los Antiguos purgada del paganismo, que repudiaron los mártires como Santa Martina, e iluminada por el Evangelio de Cristo, por el que éstos dieron su sangre.


Iglesia de San Lucas y Santa Martina en el Foro Romano


jueves, 21 de enero de 2010

La bendición de los corderos en el día de Santa Inés



S.S. Benedicto XVI bendiciendo los corderos


Una de las más hermosas tradiciones de la Roma católica es, sin duda, la bendición de los corderos en la festividad de Santa Inés. Cada 21 de enero son presentados al Papa dos corderos criados por los monjes de la abadía trapense de Tre Fontane (en las afueras de la Urbe, lugar donde fue martirizado el apóstol San Pablo). A la Capilla de Urbano VIII del Palacio Apostólico son llevados los animalitos en sendas cestas aderezadas primorosamente con cintas y guirnaldas de flores. El Romano Pontífice pronuncia sobre ellos la bendición ritual en medio de una ceremonia breve, al cabo de la cual, los corderos son entregados a las monjas de Santa Cecilia. Son ellas las encargadas de tejer con la lana trasquilada a estos corderos benditos los palios que el Santo Padre consigna a los arzobispos metropolitanos el día de San Pedro y San Pablo como signo de comunión con Roma.

Todos estos detalles están llenos de simbolismo. Para empezar, consideremos la circunstancia de la bendición, que tiene lugar en relación con la festividad de Santa Inés, a la cual, por cierto, se suele representar con un cordero. Y es que el nombre de Inés en latín, Agnes, es una variante de “agnus”, que significa “cordero”. Este animal es considerado símbolo de pureza e inocencia por su aspecto y por su lana cándida. Y Santa Inés fue pura e inocente y pereció por seguir siéndolo.

Santa Inés, cordera de Cristo


Cuenta la tradición de su martirio que, siendo apenas una adolescente, el hijo del prefecto de Roma se enamoró de ella y la pidió en matrimonio, a lo que Inés respondió con una negativa por aspirar a un Esposo más excelente. El desaire hizo desencadenar la ira del pretendiente, el cual la acusó como cristiana a su padre. Éste hizo encerrarla en el Templo de las Vestales para volverla pagana en el lugar donde se custodiaba el fuego sagrado de la Ciudad. Como Inés perseveraba en su fe, fue llevada a un prostíbulo para corromperla, pero ninguno de sus frecuentadores osó tocarla salvo uno, que fue cegado por un ángel blanco. La joven virgen, compadecida del hombre, le obtuvo de Dios la devolución de la vista. Acusada entonces de magia, fue condenada a morir en la hoguera, siendo conducida al Circo Agonal o Estadio de Domiciano para la ejecución de la sentencia. Envuelta en llamas, éstas no le hacían daño, por lo cual se le dio muerte degollándola a la manera de los corderos. Mansamente, como ellos, entregó Inés su alma al Creador.

El fuego, como hemos visto, es elemento con una importante presencia en la historia de Santa Inés. De hecho, además de su significación latina, el nombre proviene del griego ‘αγνεία (ágnia), término que se refiere a lo que ha sido purificado por el fuego del sacrificio y probablemente está en relación con el culto hinduista del dios Agni (del sánscrito: fuego), cuya influencia en la religión romana se puede rastrear en el nombre de Júpiter (procedente de Diaus Pítar, el padre de Agni en la cosmogonía védica). Como sabemos por el historiador francés Fustel de Coulanges, la civilización antigua está basada en el culto familiar, que consiste primordialmente en el mantenimiento del fuego sagrado. Santa Inés puede así ser considerada como la víctima del Amor Divino, que la purifica con el fuego inextinguible del Espíritu Santo, infinitamente superior al fuego de las Vestales y al fuego natural, que no tienen poder sobre la joven virgen porque ella representa el nuevo culto que sobrepuja y substituye al antiguo.

Siguiendo con el simbolismo de la bendición de hoy, consideremos ahora su objeto: el cordero. Este animal aparece vinculado de manera especial a los sacrificios antiguos como víctima desde los comienzos mismos de la humanidad, como sugiere la referencia del Génesis al hablar de las ofrendas de Abel, que eran aceptas a Dios. También en los sacrificios de la antigua Alianza está presente. Abraham ofrece un carnero (ovis aries) al Señor en substitución de su hijo Isaac, prefiguración del sacrificio de Jesucristo, el Cordero inmaculado, ofrecido en substitución y para la redención de toda la humanidad. San Juan Bautista anuncia al Mesías como “el Cordero de Dios que quita los pecados del mundo”. Dado que Jesucristo en su primera venida debía mostrarse bajo la humildad y sumisión para ir al sacrificio, convenía que fuese figurado por el cordero, animal manso y pacífico, símbolo de virtudes propiamente cristianas (“Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón”).

El Pastor Angelicus bendice los corderos
en el día de Santa Inés

Pero hay otra significación del cordero. Aquí hemos de remitirnos al episodio evangélico de la triple confesión de Pedro después de la Resurrección de Cristo, contrapartida de su triple negación durante su Pasión. Como se sabe, el Señor le pregunta por tres veces: “Simón, hijo de Juan, me amas más que éstos?”, a lo que el interpelado contesta afirmativamente. A las dos primeras respuestas de Pedro, Jesús le dice: “Apacienta mis corderos” (Pasce agnos meos); a la tercera, en cambio: “Apacienta mis ovejas” (Pasce oves meas). San Ambrosio explica que, al investir a Pedro de la misión de apacentar en su Iglesia, el Señor le confió a los fieles (corderos) y a sus pastores (las ovejas, que son madres de los corderos), de modo que el Príncipe de los Apóstoles es, por así decirlo, no sólo el “pastor fidelium” sino también el “pastor pastorum”. Los demás pastores apacientan el rebaño en comunión con el pastor principal que es el Vicario de Cristo en la tierra. Esto es lo que pone de manifiesto la consigna de los palios hecha por el Papa a los arzobispos metropolitanos el día en que se conmemora el Primado de Pedro (29 de junio).

El palio es una insignia litúrgica de jurisdicción (ilustración) que consiste en una banda estrecha de lana blanca que, en el rito latino, circunda las espaldas y el pecho del arzobispo y de la cual caen dos tiras cortas, una por delante y otra por detrás. Está adornado con seis cruces de seda negra: una a la altura del pecho, otra al centro de la espalda, una en cada uno de los hombros, una al extremo de la tira de delante y otra al extremo de la tira de atrás. El simbolismo de estas cruces consiste en la oveja perdida, buscada, hallada y puesta sobre los hombros por el buen pastor. El estar tejido con la lana de los corderos bendecidos el día de Santa Inés alude a este simbolismo. El palio fue originalmente privativo del Romano Pontífice, que comenzó a concederlo como signo de comunión con él (para recalcar lo cual los palios que se consignan cada vez son puestos previamente junto a la Confesión de San Pedro). Benedicto XVI usó al principio de su pontificado un palio inspirado en el del rito griego (el omophorion), pero acabó por adoptar el palio tradicional latino, con la diferencia que las cruces de las que está adornado son de seda roja en lugar de seda negra para indicar el primado (como se sabe, el rojo es el color propio del Papa).


Consigna del palio por el Papa el 29 de junio

Como colofón de estas líneas consignaremos unos datos interesantes sobre el culto a Santa Inés en Roma. Su martirio es narrado en la Depositio Sanctorum del año 354 y en los Epigrammata del papa San Dámaso (que gobernó la Iglesia entre 366 y 384). Fue Constantina, hija de Constantino el Grande, quien mandó erigir hacia 340 un mausoleo cerca del lugar donde la familia de Inés conmemoraba el aniversario de su muerte, en la vía Nomentana. A mitad del siglo VII, el papa Honorio I hizo edificar la basílica actual, que se conoce con el nombre de Sant’Agnese fuori le Mura (Santa Inés Extramuros). Fue en ella donde un joven patricio romano llamado Eugenio Pacelli recibió la primera inspiración de la vocación sacerdotal, convirtiéndose con el tiempo en el papa Pío XII (foto más arriba), hoy venerable y camino de los altares.

El otro santuario romano vinculado a la memoria de Santa Inés es el que se yergue soberbiamente en el lugar de su martirio: el Circo Agonal, actual Plaza Navona, donde se le rendía culto ya en el siglo VIII. La iglesia de Sant’Agnese in Agone (Santa Inés en el Agonal) fue mandada construir por el papa Inocencio X, propietario del predio. El proyecto fue comenzado por Girolamo Rainaldi, proseguido por Francesco Borromini y terminado por Carlo Rainaldi, hijo del primero, en 1672. Constituye uno de los más bellos ejemplos del barroco romano. En ella se conservan dos bellísimas estatuas (la Santa Inés en las llamas de Ferrata y el San Sebastián de Campi). Hoy sigue siendo propiedad de la familia papal de los Doria-Pamphilij (parientes de Inocencio X).

Un dato conmovedor que complementa la historia de Santa Inés es el del martirio de Santa Emerenciana, su hermana de leche y mejor amiga, que, orando ante sus despojos, increpó a los romanos por haberle dado muerte, recibiéndola a su vez de los mismos verdugos. Ejemplo conmovedor de santa amistad y fidelidad hasta la muerte, inmortalizado por la Iglesia en su liturgia al conmemorar la fiesta de Santa Emerenciana el 23 de enero (la ilustración representa el estudio de Ercole Ferrata para el relieve de altar que representa el martirio de Santa Emerenciana).





sábado, 16 de enero de 2010

Interesante alegato a favor del retorno del tabernáculo al altar

Publicamos a continuación un interesante artículo aparecido en la edición de hoy de L’Osservatore Romano. En él su autor, profesor de Historia de Arte Cristiano en la Pontificia Universidad de la Santa Cruz de Roma, hace una glosa sobre la centralidad del tabernáculo a propósito de una colaboración que, sobre arquitectura sagrada, publicó en octubre pasado, en el periódico oficioso de la Santa Sede, el prominente arquitecto Paolo Portoghesi (Roma, 1931). La traducción española del texto de referencia de Portoghesi va al final del artículo del Prof. Dolz.



Arquitectura y arte sacro

El tabernáculo no es un estorbo

Por: Michele Dolz

Pontificia Università della Santa Croce


Es de esperar que la piedra lanzada en el estanque por el arquitecto Paolo Portoghesi produzca una amplia onda de reflexión entre la gente del oficio. El punto puesto en relieve es claro: la revalorización conciliar de la dimensión comunitaria, esencial para la fe cristiana, ha llevado en su fase de aplicación a una desacralización que nada tiene que ver con las enseñanzas del Vaticano II.

No faltan las razones teológicas y escriturísticas; es más, una visión de la Iglesia como depositaria de la sacralidad, o más bien de la santidad. Jesús aclaró a la Samaritana: “Llega la hora en la que ni sobre este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre (…). Llega la hora –y es ésta– en la que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad: pues así quiere el Padre que sean aquellos que lo adoran” (Juan, IV, 21-23).

En el Cristianismo no hay, propiamente hablando, lugares sagrados. Dios está en todas partes y especialmente en el hombre en estado de gracia, el que Orígenes proponía con orgullo como la imagen más exacta de Dios: “No hay parangón entre el Zeus Olímpico esculpido por Fidias y el hombre esculpido a imagen de Dios Creador” (Contra Celsum, VIII, 18). Santo es el hombre (o puede serlo) y santa es la Iglesia. Y “donde dos o tres se hallan reunidos en mi nombre, ahí estoy yo en medio de ellos” (Mateo, XVIII, 20).

Sobre esta base, verdadera fe antigua de la Iglesia, se ha dado una enfatización, una hipertrofia que llega a veces hasta a negar la validez de la acción religiosa individual. Así, la iglesia edificio es mirada como el centro de reunión de la asamblea o comunidad, que es sagrado sólo mientras se desarrolla en él una acción sagrada y en ausencia de ésta se vuelve un cascarón vacío, no previéndose, por tanto, un uso personal, individual, “privado” del lugar. Pero la iglesia transformada en una sala de reuniones no tiene necesidad de imágenes; éstas incluso son un estorbo. Piénsese en una sala de conferencias o congresos: cuanto más sucinta mejor cumplen con su cometido, ayudando a concentrar la atención sobre los ponentes. Las iglesias para la asamblea no quieren imágenes porque no sirven, porque molestan. Y en el fondo la cosa encaja bien con el gusto minimalista y purista de muchos arquitectos, sean creativos o imitadores (foto abajo).

Iglesia según la visión asambléista y minimalista


Las iglesias sobrias y más o menos desnudas no son, por supuesto, una novedad del siglo XX y también han contribuido a su modo al encuentro con Dios en Jesucristo. Pero no se puede apelar al Vaticano II para justificar la ausencia de imágenes, ni mucho menos la invalidez de la oración personal en el interior de la iglesia. En la Sacrosanctum Concilium leemos que la finalidad del arte sacro es la de “colaborar lo más posible con sus obras para orientar santamente los hombres hacia Dios”; también que "la Iglesia se consideró siempre, con razón, como árbitro de las mismas, discerniendo, entre las obras de los artistas, aquellas que estaban de acuerdo con la fe, la piedad y las leyes religiosas tradicionales y que eran consideradas aptas para el uso sagrado" (122). Y seguidamente declara: "Manténgase firmemente la práctica de exponer imágenes sagradas a la veneración de los fieles" (125), recomendando al mismo tiempo moderación para evitar las exageraciones, siempre posibles en esta materia.

Consecuencia extrema y más clara de la posición asambleísta es la pérdida de importancia de la Eucaristía entendida como presencia real de Cristo en la hostia después de la Misa. Si no se piensa en la adoración personal –y no siendo, de hecho, practicada la adoración comunitaria– el tabernáculo se convierte en un estorbo y se vuelve difícil su colocación más allá de los dos polos litúrgicos mayormente tomados en consideración: el altar y el ambón. Así, en muchas iglesias ha ido siendo objeto de una progresiva marginación hasta llegarse a su total ocultación, a la que no es extraña una falta de fe en la presencia real por parte de algunos sectores.


Sin embargo, la historia del tabernáculo refleja el creciente desarrollo del culto eucarístico, según aquel “progreso de la fe” ya delimitado por Vicente de Lerins en su Commonitorium (434) y que en este caso ha conocido dos momentos fuertes: el siglo XIII y las iniciativas de la reforma católica en torno al Concilio de Trento. En torno porque, por ejemplo, fue el obispo de Verona (foto), Matteo Giberti (+1543), el primero que colocó el tabernáculo sobre la mensa del altar, acción que pronto imitaron muchos. Come escribía Juan Pablo II en 2003: "Las formas de los altares y tabernáculos se han desarrollado dentro de los espacios de las sedes litúrgicas siguiendo en cada caso, no sólo motivos de inspiración estética, sino también las exigencias de una apropiada comprensión del Misterio" (Ecclesia de Eucharistia, 49). El asambleísmo, en cambio, ve la custodia eucarística de manera subsidiaria y no dimanante de la unión del fiel con Cristo más allá de la comunión.

La exhortación de Benedicto XVI Sacramentum caritatis de 2007 recoge las reflexiones y las propuestas del Sínodo de los Obispos sobre la Eucaristía, por lo cual no se la ha de ver como la expresión de una u otra corriente teológica. Pues bien, en ella leemos: "Mientras la reforma daba sus primeros pasos, a veces no se percibió de manera suficientemente clara la relación intrínseca entre la santa Misa y la adoración del Santísimo Sacramento. Una objeción difundida entonces se basaba, por ejemplo, en la observación de que el Pan eucarístico no habría sido dado para ser contemplado, sino para ser comido. En realidad, a la luz de la experiencia de oración de la Iglesia, dicha contraposición se mostró carente de todo fundamento. Ya decía san Agustín: «nemo autem illam carnem manducat, nisi prius adoraverit; [...] peccemus non adorando – Nadie come de esta carne sin antes adorarla [...], pecaríamos si no la adoráramos». En efecto, en la Eucaristía el Hijo de Dios viene a nuestro encuentro y desea unirse a nosotros; la adoración eucarística no es sino la continuación obvia de la celebración eucarística, la cual es en sí misma el acto más grande de adoración de la Iglesia. Recibir la Eucaristía significa adorar al que recibimos. Precisamente así, y sólo así, nos hacemos una sola cosa con Él y, en cierto modo, pregustamos anticipadamente la belleza de la liturgia celestial. La adoración fuera de la santa Misa prolonga e intensifica lo acontecido en la misma celebración litúrgica" (66).

La consecuencia, en términos de diseño de iglesias, evidenciada en el mismo documento postsinodal es simple: "En las iglesias nuevas conviene prever que la capilla del Santísimo esté cerca del presbiterio; si esto no fuera posible, es preferible poner el sagrario en el presbiterio, suficientemente alto, en el centro del ábside, o bien en otro punto donde resulte bien visible. Todos estos detalles ayudan a dar dignidad al sagrario, cuyo aspecto artístico también debe cuidarse" (69).

En último análisis la visibilización del tabernáculo y la exposición de imágenes sagradas están en la misma línea de la plegaria personal que, como se ha visto, no quita nada a la celebración comunitaria. De ello se sigue que tampoco las imágenes sagradas son sólo un adorno: “el arte sagrado –escribía Juan Pablo II– ha de distinguirse por su capacidad de expresar adecuadamente el Misterio, tomado en la plenitud de la fe de la Iglesia” (Ecclesia de Eucharistia, 50). A lo que hace eco el Sínodo a través de las palabras de Benedicto XVI cuando recuerda que “la iconografía religiosa se ha de orientar a la mistagogía sacramental. Un conocimiento profundo de las formas que el arte sacro ha producido a lo largo de los siglos puede ser de gran ayuda para los que tienen la responsabilidad de encomendar a arquitectos y artistas obras relacionadas con la acción litúrgica" (41).

Hay, pues, materia de reflexión, no para invocar una restauración, sino para admitir con nobleza de ánimo los errores cometidos y para posibilitar nuevas líneas de desarrollo del arte sacro. La siguiente cuestión consistirá necesariamente en saber cómo hacer para que el poliédrico arte sacro contemporáneo manifieste adecuadamente el misterio de la Fe de la Iglesia. Ya que es del arte contemporáneo del cual vendrá la solución y no de reconstrucciones tan imposibles cuanto nostálgicas. En todo caso, nos encontramos ante una cuestión teológica y espiritual antes que estética.


(© L'Osservatore Romano - 17 de enero de 2010)

Traducción española de RVR



¿Volverá pronto a su centralidad?




Arte sacro y cultura arquitectónica
a medio siglo del concilio Vaticano II

El esfuerzo de volver visible la fe


El artista verdaderamente libre sabe mirar al pasado

por: Paolo Portoghesi



Cincuenta años nos separan del día en el cual Juan XXIII decidió convocar el concilio Vaticano II y se impone una reflexión, en el mundo de la cultura arquitectónica, sobre el resultado de aquel largo proceso de innovación en el campo de la arquitectura religiosa católica que surgió a partir de la reforma litúrgica y se ha concretado en los miles de iglesias católicas construidas desde entonces en todo el mundo. Quien esto escribe, habiendo participado desde el principio y con diferentes experiencias de proyectos y realizaciones en busca de un nuevo modelo eclesial, atribuye a esta reflexión un valor autocrítico y propositivo.

La primera de las cuatro constituciones conciliares, la promulgada el 4 de diciembre de 1963, advertía: “Para conservar la sana tradición y abrir, con todo, el camino a un progreso legítimo (...) no se introduzcan innovaciones si no lo exige una utilidad verdadera y cierta de la Iglesia, y sólo después de haber tenido la precaución de que las nuevas formas se desarrollen, por decirlo así, orgánicamente a partir de las ya existentes” (SC, 23). Palabras relativas a la renovación litúrgica que podían, sin embargo, extenderse razonablemente también a la innovación de las formas y de las tipologías arquitectónicas.

El clima cultural de los años Sesenta del siglo pasado, influenciado aún por la confianza ilimitada en las revoluciones, favoreció, por parte de los arquitectos, una interpretación radical del “legítimo progreso” y una soberana indiferencia por la “sana tradición”, vista como obstáculo a una drástica palingenesia basada en hacer tabla rasa de todo lo anterior.

Ante todo, fue puesta en tela de juicio la sacralidad del edificio religioso a partir del tema de la diferencia entre Iglesia espiritual e iglesia edificio, contraponiendo nociones cuya complementariedad era, sin embargo, afirmada por la Tradición, como por ejemplo: la Domus Ecclesiae y la Domus Dei, la Iglesia como Cuerpo místico de Cristo y la Iglesia como Pueblo de Dios, la Iglesia de Dios y la Iglesia de los hombres.

Se comenzó a discutir la colocación de los puntos litúrgicos tradicionales –altar, ambón, tabernáculo, baptisterio– y las relaciones de cada uno de ellos con la comunidad de los fieles, a quienes el Concilio exhortaba a una participación activa. Para ciertos problemas, como el de establecer un equilibrio entre el altar y el ambón, se llegaron a proponer soluciones paradójicas, como la de dividir a los fieles en dos filas contrapuestas, colocando el altar y el ambón en los extremos del corredor formado entre las dos filas separadas. Los elementos arquitectónicos que se habían mantenido invariables durante siglos (el ábside, la nave, la estructura cruciforme, el tibutio o la cúpula como fuente de luz) fueron por lo general rechazados como inútiles a efectos de la configuración de un nuevo espacio comunitario centrado caracterizado por la orientación del sacerdote hacia los fieles.

La palabra “iglesia”, como es sabido, deriva del latín ecclesìa, que, como escribe san Cirilo de Jerusalén, proviene a su vez del griego ekkaleìsthai, o sea “llamar a reunión”. La Iglesia, pues, como realidad espiritual, es etimológicamente la asamblea de los que son llamados por el Señor, mientras la iglesia como edificio, al derivar probablemente del griego kyriakòn, significa simplemente “lo que es propio del Señor”. El significado que el término “asamblea” había adquirido en los años del Concilio, como lugar de encendidas e interminables discusiones, así como la noción de “participación” como sinónimo de democracia directa, dieron un valor simbólico propio a la asamblea de los fieles, llamados a participar activamente no en una discusión, sino en la acción litúrgica en cuanto sujetos del “sacerdocio real”. Nacieron así la iglesia-teatro, con platea a gradas, y la iglesia cuadrada, privada de orientación, como una arena de boxeo. En tiempos recientes la moda del llamado minimalismo volvió a poner en auge una suerte de iconoclastia, hasta el punto de excluir la cruz y las imágenes sagradas y de despojar la apariencia externa de las iglesias modernas de todo residuo de semejanza con las tradicionales. .

Bajo el aspecto urbanístico, el tomar nota de la pérdida de centralidad del edificio religioso, condicionado por la lógica de la zonificación que le asigna un lote a menudo residual en los planes territoriales, condujo muchas veces a los arquitectos a la vana tentativa de imponer la presencia de la iglesia, en medio de las moles dominantes de las ciudades-dormitorio de las periferias, a través de una gestualidad escultórica alterada.

Al lado de los excesos no han faltado ciertamente, en los últimos cincuenta años, ejemplos de notable valor artístico y religioso, pero no es fácil, en la pluralidad y diversidad de las experiencias, identificar una convergencia de direcciones que pueda preparar una renovación no contradictoria sino substancial, inaugurando nuevas tipologías compartidas, tales que puedan finalmente llevar a cumplimiento la indicación conciliar que, a propósito de la renovación litúrgica, auguraba “nuevas formas” que se desarrollaran, “por decirlo así, orgánicamente a partir de las ya existentes”.

La alta y profunda consideración que Joseph Ratzinger ha dedicado a estos temas en una serie de libros –de Popolo e casa di Dio in sant'Agostino (Milano, Jaca Book, 1978) a La festa delle fede (Milano, Jaca Book, 1984), de Cantate al Signore un canto nuovo (Milano, Jaca Book, 1996)a Introduzione allo spirito della liturgia (Cinisello Balsamo, San Paolo, 2001)– invita a un oportuno balance que haga posible una honda reflexión y una orientación compartida. Es fundamental su aporte a la comparación entre Iglesia espiritual e iglesia edificio: “Para la religión pagana –escribe el hoy Papa– el rito visible constituye todo el culto e incluso la divinidad a la que éste se dirige no es concebida como una grandeza del más allá que sea figurada o representada en formas visibles sólo como referencia. Estos datos visibles son el numen al que se dirige la veneración y que se muestra, de esta manera, inmediatamente asequible. En una palabra, en el culto pagano (tal como Agustín aprendió a conocerlo y lo entendió) no existen símbolos, sólo realidades. El culto cristiano, al contrario, en cuanto rito, es un culto extresamente simbólico” (Popolo e casa di Dio in Sant'Agostino, p. 249).

La Iglesia es construcción espiritual hecha, como escribe San Pedro, de piedras vivas que son los mismos fieles, en conexión con la piedra angular rechazada por los constructores; “es la imagen de Aquél que ha tomado sobre sí el sufrimiento mortal del amor radical y de esta manera se ha convertido en espacio para todos nosotros, piedra angular, que hace de la humanidad lacerada una morada viviente, una nueva familia” (Cantate al Signore un canto nuovo, p. 199).

Admitido el abismo insondable entre Iglesia e iglesia, ¿sería justo, se pregunta Benedicto XVI, despreciar la iglesia como un caparazón hueco? “¿No debemos quizás –escribe en ocasión de la celebración del primer milenario de la catedral de Maguncia (2009)– en lugar de festejar todavía un edificio de piedra, encaminarnos audaz y decisivamente lejos del pasado petrificado y construir la nueva comunidad que adora a Dios preocupándose radicalmente por los hombres?". "¿No ha indicado acaso el camino a tomar aquel autor que ha intitulado un texto escolar de religión La casa de los hombres con la intención de alejar a los estudiantes de las casas de Dios y conducirlos a la casa de los hombres, construir la cual sería el auténtico modo de seguir a Jesús?” (Cantate al Signore un canto nuovo, p. 106). La respuesta a esta interrogante pone fin al intento de despreciar la envoltura externa al contraponer Iglesia viva a iglesia construida: “A través de la pasión de los suyos, Dios se construye una casa viva y justamente así es como toma a su servicio también la piedra” (ibid., p. 109). La carne de Jesús es el templo, la tienda la Shekinah: la carne de Jesús es para Juan, paradójicamente, la verdad y el Espíritu que toman el lugar de las antiguas construcciones. Pero es en el Cristianismo en el que cobra vida la idea de que precisamente la Encarnación de Dios es su entrada en la materia, el inicio del gran movimiento por el cual toda la materia debe convertirse en vaso que contenga al Verbo. La Palabra debe, por consiguiente, decirse en la materia, entregarse a ésta, para poderla transformar. Por esto surge entonces el placer de hacer visible la fe y de erigir sus signos en el mundo de la materia.

A esto se vincula el segundo motivo: la idea de la glorificación; la intención de hacer de la Tierra una alabanza, hasta de sus piedras, y anticipar así la venida del mundo futuro: “Las construcciones en las cuales se expresa la fe son, por así decirlo, esperanza hecha presente y afirmación confiada de lo que ella puede llegar a ser ya ahora, en el hoy” (ibid., p. 110).

A la luz de estas enseñanzas, ¿es todavía posible atribuir a la iglesia edificio únicamente un valor de envoltura neutral? Agustín define el edificio eclesial como “Mater Ecclesia”, en cuanto representa al Pueblo de Dios, expresa su identidad, y, como lugar de la acción litúrgica, es un llamado a los cristianos a hacer que ocurra en sus conciencias lo que ven y escuchan en el espacio sagrado. “El templo es ante todo el lugar donde habita Dios, el espacio de su presencia en el mundo. Es por ello el sitio de reunión, el espacio en el que el pacto de alianza tiene siempre lugar cada vez. Es el lugar del encuentro de Dios y su pueblo, el cual se encuentra, de esta manera, a sí mismo. Es el lugar del que emana la palabra de Dios, la sede visible a la cual está orientado el modelo de su instrucción” (ibid., p. 200).

Si las consideraciones aquí consignadas animan a quien deba proyectar una iglesia a comprometerse en profundidad a dar forma al espacio eclesial, puede y acaso debe reflejar el sentido y la vida de la Iglesia espiritual y reforzar en los fieles la cohesión y la esperanza, “ya que las construcciones de los hombres tienden a la durabilidad, a la tranquilidad, a la familiaridad, a la libertad. Son una declaración de guerra contra la muerte, contra la soledad, contra el miedo. Por eso, la voluntad de construir de los hombres se colma en la construcción del templo, en esa construcción en la que se invita a entrar a Dios” (ibid., p. 100).

Otras consideraciones aún más específicas del actual Papa pueden aclarar cuanto de insatisfactorio se ha dado en los últimos decenios, señalando como carencias objetivas ciertas orientaciones que han prevalecido sea en las indicaciones de los liturgistas que en los proyectos concretos de los arquitectos. Tres son, en particular, estas carencias: la pérdida de la dimensión cósmica de la liturgia, la pérdida de su carácter dinámico y la falta de aceptación del desafío impuesto por las circunstancias de la época.

La dimensión cósmica era la razón profunda que sugería la plegaria vuelta hacia Oriente, punto de origen de la Luz y símbolo de Cristo que viene. La orientación del sacerdote hacia los fieles y viceversa, no prescrita por el Concilio pero adoptada después como regla, si ha favorecido la deseada actuosa partecipatio y la comprensión del acontecimiento litúrgico, ha ensombrecido el principio de que “el verdadero espacio y el auténtico marco de la celebración eucarística es todo el cosmos” (La festa della fede, p. 112).

La nueva posición de los fieles frente al altar y al ambón pone a sacerdote y comunidad en una relación dialógica que exalta la dimensión comunitaria referida a la interpretación de la Eucaristía como evocación de la última cena. Pero de esto se ha derivado una consecuencia negativa: el haber obnubilado el aspecto sacrifical del sacramento. "Es demasiado poco –escribe Ratzinger en La festa della fede (p. 120) – definir la eucaristía como banquete de la comunidad. Ella ha costado la muerte del Señor y sólo por esto puede haber el don de la Resurrección”. Sabiamente no indica como remedio a estas carencias una ulterior revolución litúrgica, sino una más consciente interpretación de las directivas del Concilio, al cual el Papa reconoce el mérito de haber liberado a la Liturgia “de los velos en los que la había envuelto la Historia” de modo que “se nos ha presentado nuevamente en su simplicidad y grandeza”. La sugerencia sencilla y esencial es que en el momento de la consagración el sacerdote adopte, volviéndose a Oriente, la misma dirección de los fieles.

Principalmente dirigida a los arquitectos parece estar la segunda carencia antes señalada: la de la pérdida del valor dinámico de la liturgia, que claramente se expresaba en la relación entre nave y ábside como ruta del Pueblo de Dios en camino hacia la salvación y al encuentro con Cristo que viene. Indudablemente, al rechazar no solamente la planta longitudinal sino también el dinamismo del espacio procesional a favor de una planta equilibrada y cerrada, los arquitectos de gran parte de las iglesias construidas después del Concilio han reducido el edificio eclesial al nivel de lugar de entretenimiento, olvidando dos constantes del desarrollo tipológico que se extendió desde la era paleocristiana hasta el gótico, el renacimiento y el barroco: la profundidad de la perspectiva, que expresaba un recorrido infinito, el éxodo “desde nuestros pobres agrupamientos para entrar en la grande comunidad que abraza cielo y tierra” (Cantate al Signore un canto nuovo, p. 208), y la vertiginosidad hacia lo alto, que en las cúpulas y tiburios manifestaba en modo muy elocuente el hecho que, al igual que la Iglesia espiritual, la iglesia construida puede expresar “la fuerza de gravedad que atrae hacia lo alto y que se ejemplifica en el fuego”.

“Las casas de los hombres –leemos en Popolo e casa di Dio in sant'Agostino–, cuyas piedras son atraídas hacia lo bajo por un impulso interno, tienen necesidad de un fundamento que esté en lo bajo y desde lo bajo las sostenga si no se quiere que todo vacile y se precipite en el abismo. Pero, ¿qué sucede en la Casa de Dios, en la iglesia? Su empuje por fuerza del peso se dirige hacia lo alto. En efecto, allí está el lugar de sus piedras, los hombres creyentes. Así pues, no tiene su fundamento bajo ella, sino encima de sí y, por lo tanto, su fundamento es también su cabeza” (p. 255).

La última y más radical de las críticas está dirigida a los artistas creyentes. "La furia iconoclasta, cuyos primeros signos en Alemania se remontan a los años Veinte, ha llevado a acantonar mucho kitsch y muchas obras indignas, pero, en definitiva, ha dejado tras de sí un vacío cuya miseria no acertamos a percibir con claridad. ¿Cómo se saldrá adelante? Actualmente experimentamos no sólo una crisis del arte sacro, sino una crisis del arte en cuanto tal y con una intensidad hasta hoy desconocida. La crisis del arte es otro síntoma de la crisis de la Humanidad, la cual precisamente en la extrema exasperación del dominio material del mundo se ha precipitado en la ceguera frente a las grandes cuestiones del Hombre, frente a esas preguntas sobre su destino último, que van más allá de la dimensión material. Esta situación puede ser ciertamente definida como una ceguera del espíritu. A la pregunta de cómo debemos vivir, de cómo debemos afrontar la muerte, si nuestra existencia tiene una finalidad y cuál es, a todos estos interrogantes no hay ya respuestas comunes. El positivismo, formulado en nombre de la seriedad científica, restringe el horizonte a aquello que es demostrable, a lo que puede ser verificado experimentalmente; pero vuelve al mundo opaco. Todavía comprende la matemática, pero el Logos, que es el presupuesto de la matemática y de su aplicabilidad, ya no aparece. Entonces nuestro mundo de imágenes ya no supera la apariencia sensible y el discurrir de las imágenes que nos rodean significa, al mismo tiempo, incluso el final de la imagen: más allá de lo que puede ser fotografiado no hay nada que ver. Llegados a este punto no sólo es imposible el arte de los iconos, el arte sacro, que se funda sobre una mirada que se abre en profundidad: el arte mismo, que en un primer momento había experimentado en el impresionismo y en el expresionismo las posibilidades extremas de la visión sensible, queda literalmente privado de objeto. El arte se convierte en experimentación con mundos que se crea él mismo, en una vacía ‘creatividad’, que ya no percibe al Espíritu Creador, pero pretende tomar su lugar sin lograr hacer otra cosa que producir arbitrariedad y vacío y hacer que el hombre sea consciente del absurdo de su pretensión creadora” (Introduzione allo spirito della liturgia, pp. 126-127).

Con estas palabras duras y precisas pedimos a los artistas creyentes que se comprometan en el desafío a esa “vacía creatividad que ya no percibe al Espíritu Creador”. "La Iglesia –se lee en la Constitución conciliar sobre Liturgia– no ha considerado nunca como propio ningún particular estilo artístico, sinoq ue según la índole y las condiciones de los pueblos y las exigencias de los diferentes ritos, ha admitido las formas artísticas de cada época”. ¿Es justo, en base a esta consideración irreprochable, contentarse con corear al “espíritu del tiempo”? ¿De un tiempo que celebra la “muerte de Dios” anunciada por Nietzsche como destino universal al cual no nos podemos substraer? En el alba del Cristianismo, ¿cuál era el espíritu del tiempo? ¿El de los mártires y el de los Apóstoles o el del hedonismo de la Roma imperial?

El compromiso por un arte sacro de nuestro tiempo tiene precedentes de extraordinaria calidad y rigor: de Rouault a Manzù, de Gaudí a Aalto, de Shwarz a Michelucci. Para quien acepte el reto hay un camino maestro sobre el cual avanzar. "También hoy –se lee en la Introduzione allo spirito della liturgiala alegría en Dios y el encuentro con su presencia en la liturgia son una fuerza inagotable de inspiración. Los artistas que se someten a esta tarea no deben en verdad sentirse como la retaguardia de la cultura. La libertad vacía de la que salen se convertirá para ellos en motivo de disgusto. La humilde sumisión a lo que les precede es el origen de la libertad real y los conduce a la verdaera alteza de nuestra vocación de hombres”.

sábado, 9 de enero de 2010

Ha muerto Mossèn Mariné, sacerdote ejemplar, que mantuvo la misa tridentina en Barcelona




R.P. José Mariné Jorba, pbro.
(1919-2010)
R.I.P.


Ha muerto a las 8:20 horas de estas mañana, a los 90 años un benemérito sacerdote del clero de Barcelona: mossèn José Mariné Jorba. Este nombre suscita sentimientos de admiración, de afecto y de gratitud. La larga vida de mossèn Mariné ha sido un constante ejemplo de regularidad, de autodisciplina, de caridad silenciosa, de celo por las almas, de devoción a la Iglesia y de amor a Dios. En todas las iglesias por las que pasó en su vida activa como cura párroco (que lo fue por oposición, conservando el título de párroco emérito en su retiro) dejó una profunda huella, siendo aún recordado por sus feligreses (desde Santa Coloma de Gramenet hasta San Félix Africano) con cariño y nostalgia. Dígalo especialmente la comunidad gitana, que halló siempre en él a un defensor y un solícito padre, muy por encima de los prejuicios de raza y las mezquindades de corazones estrechos.

Nació José Mariné Jorba el 12 de octubre de 1919, año de efervescencia social en Barcelona (recuérdese la famosa vaga de la Canadenca, que provocó la caída del gobierno Romanones), en el seno de una familia relativamente acomodada. Desde pequeño sintió la vocación sacerdotal, ingresando en el seminario menor diocesano, donde en seguida destacó por su inteligencia, su facilidad para los estudios y por su visión práctica de las cosas. A los quince años tuvo una experiencia que lo marcó profundamente: su encuentro con el entonces cardenal Eugenio Pacelli. Fue durante la breve visita que el legado papal y secretario de Estado de Pío XI hizo a la Ciudad Condal a su regreso del XXXII Congreso Eucarístico Internacional de Buenos Aires, por invitación del general Batet, gobernador militar de Barcelona. El obispo, monseñor Manuel Irurita y Almandoz (martirizado más tarde durante la Guerra de España), decidió llevar a sus seminaristas para saludar al cardenal Pacelli a su llegada, el 1º de noviembre de 1934. Dejemos que sea el propio interesado quien nos lo cuente:

“Corría el año 1934, cuando el papa Pío XI envió en representación suya al Cardenal secretario de Estado, Eugenio Pacelli, a presidir en su nombre el Congreso Eucarístico de Buenos Aires en Argentina. En su travesía de regreso desde la Argentina el barco en el que viaja el Cardenal hizo una escala en la estación marítima del puerto de Barcelona. Éramos muchos los que fuimos a saludarle: estaban presentes las autoridades civiles y multitud de gente. El seminario en pleno fue a la estación marítima. El Cardenal bajó del barco y fue saludado por todos. Pudimos comprobar el gran prelado que era y su gran dignidad como persona. A mí personalmente me quedó grabado para siempre este maravilloso momento. Yo era tan sólo un adolescente y estaba en el seminario menor. Este acontecimiento marcó mi vida y reafirmó mi vocación sacerdotal. Pasaron los años y ya ordenado sacerdote, durante una peregrinación a Roma, pasando el Papa delante de mí en la silla gestatoria, logré alcanzar su mano. Grande era el gozo y el entusiasmo de la gente pero para mí fue una experiencia única”.

En 1936, con el estallido de la guerra, el Seminario Conciliar fue saqueado y convertido en sede de las llamadas “Juventudes Libertarias”, funcionando también como albergue de refugiados de guerra, hospital y campo de prisioneros. Los seminaristas se dispersaron, lo mismo que sus profesores, aunque varios de ellos, encabezados por el rector, mossèn Josep Maria Peris (hoy beato), sufrirían martirio. El clérigo Mariné se salvó por su juventud y porque sabía conducir, siendo destinado a tareas de transporte. Al llegar la paz en 1939, se reintegró a la vida eclesiástica y reanudó sus estudios, siendo ordenado sacerdote en 1944 por el Dr. Gregorio Modrego Casaus, obispo de Barcelona. Siempre ha conservado un grato recuerdo y una profunda admiración por este prelado, que fue el que restauró la vida católica en la capital catalana y la llevó a su apogeo. Mossèn Mariné recordaría siempre el gran impacto que produjo el XXXV Congreso Eucarístico Internacional de Barcelona de 1952, en el curso del cual sería ordenado el que iba a convertirse años más tarde en amigo y compañero de ruta: mossèn Pedro Muñoz Iranzo (fundador del Oasis de Jesús Sacerdote).

La vida pastoral del que era llamado con afecto el Padre Mariné fue fecunda. Como ya se dijo, fue párroco por oposiciones, lo que da la medida de su mérito y de su ciencia. Se preocupaba no sólo de la salud de las almas, sino también del bienestar material de sus ovejas, a las que muchas veces ayudaba confiando en la Providencia (que nunca le defraudó). Se preocupó especialmente por las vocaciones sacerdotales, que fomentó mediante la creación de becas que sufragaba de su peculio. Ha sido siempre un gran apóstol del sacerdocio católico. Lo fue especialmente en los difíciles tiempos postconciliares, en los que se dio el triste fenómeno de la pérdida de identidad sacerdotal en muchos miembros del clero. Para contrarrestarlo se fundó en julio de 1969 la Hermandad Sacerdotal Española, en la que tomó parte muy activa mossèn Mariné junto al Dr. Ramón Serinanell (autor de un libro con el elocuente título de No podemos claudicar).

La defensa del sacerdocio católico supone naturalmente la de la misa, ya que el sacerdocio es por y para la misa. Por eso, no es de extrañar que el Padre Mariné se constituyera también en defensor del venerable rito de la Tradición, en el cual había sido ordenado. Fue de los pocos en comprender y sostener que Pablo VI, al promulgar su Novus Ordo, no prohibió la misa llamada tridentina (lo que declararía Benedicto XVI cuatro décadas más tarde) y actuó en consecuencia. No dejó de celebrar ésta, pero tampoco se negó a celebrar aquél. En su parroquia de San Félix Africano siempre convivieron los dos ritos: el clásico y el moderno. Por supuesto, el segundo se llevó a cabo siempre con gran dignidad y perfecto respeto de las rúbricas, en lo que hoy llamaríamos “hermenéutica de la continuidad”. A pesar de ser repetidamente denunciado por otros sacerdotes, nunca le fue impedido a mossèn Mariné seguir celebrando de acuerdo con el Misal tradicional, ni bajo el cardenal Jubany (que le apreciaba sinceramente a pesar de sus discrepancias de línea de pensamiento) ni bajo el cardenal Carles (que no le hizo justicia, a pesar de ser más afín a su mentalidad).

Estuvo en contacto con los principales movimientos a favor del mantenimiento de la Tradición Católica, particularmente el encabezado por monseñor Marcel Lefebvre, a quien conoció y trató. Patrocinó algunas vocaciones españolas en el seminario de la Fraternidad Sacerdotal de San Pío X en Ecône (Suiza), pero ello no le impedía hacerlo con otras vocaciones en seminarios que ofrecían, a su juicio, garantías de ortodoxia, como el de Toledo o el de Orihuela. Una gran virtud que ha de reconocérsele es la de no haberse dejado cegar nunca por las instituciones, manteniendo una línea invariable de fidelidad a la Iglesia y al Papa, piedra de toque, para él, del verdadero catolicismo. Ello no le ha impedido proceder con una sana independencia y una exquisita caridad para con todos, incluso cuando ha juzgado que estaban equivocados. Ha sido siempre reprensor del pecado y comprensivo con el pecador.

En la Pascua de 1995, cumplidos los setenta y cinco años de edad, pasó al retiro al aceptársele la carta de dimisión que había enviado por fórmula, en acatamiento del Derecho Canónico, al cardenal Carles, arzobispo de Barcelona. Fue para el Padre Mariné un revés inesperado en su larga carrera, ya que no comprendía cómo, habiendo escasez de sacerdotes y sintiéndose con fuerzas para continuar su apostolado como párroco, se le jubilaba tan rápidamente. No contentándose con una vida vacía de actividades pastorales, se dedicó a atender la Capilla de la Adoración de la Santa Faz en la calle Junqueras de Barcelona, en la que decía la misa diariamente. También se desempeñó –hasta tiempo reciente– como capellán en el Tanatorio de Sancho de Ávila, llevando el consuelo a los deudos de los difuntos mediante misas o responsos en los que brillaba por lo conmovedor y humano de sus homilías, que nunca fueron pretenciosas ni dadas a las florituras oratorias, sino más bien llanas, cercanas y que llegaban al alma. Incluso personas alejadas de la religión han declarado haberse sentido tocadas por el verbo del Padre Mariné.

En 1998 dejó de servir la Capilla de la Santa Faz y pasó a ser rector de la Capilla de Nuestra Señora de la Merced y de San Pedro Apóstol (calle Laforja), oratorio de propiedad privada, al que el entonces obispo auxiliar de Barcelona, monseñor Joan Carrera, concedió –a petición de la Asociación Cultural Roma Aeterna– el indulto previsto por el motu proprio Ecclesia Dei de Juan Pablo II, para que se pudiera decir sin problemas la misa según el Misal Romano tradicional de 1962. Las relaciones con la parroquia de Santa Teresita del Niño Jesús, en cuya circunscripción se alza la Capilla de la Merced, fueron siempre cordiales. Barcelona pudo gozar, pues, una de las dos únicas concesiones que se hicieron en España de la celebración del rito romano clásico (la otra fue a favor del Instituto de Cristo Rey en Madrid) durante años, antes de que fuera éste liberalizado por Benedicto XVI en 2007. Gran parte del mérito fue, por supuesto, de mossèn Mariné, quien aseguró el culto diario en la capilla de la calle Laforja hasta que su delicado estado de salud se lo impidió temporalmente hace pocos meses.

Pero su celo sacerdotal no se limitó, en todo este tiempo de su “retiro”, a la misa y a la celebración de exequias. Su dedicación a las confesiones es bien conocida: nunca despachó a nadie con prisas y siempre oyó pacientemente a sus penitentes, incluso a costa de su descanso. Otro rasgo ejemplar de su labor sacerdotal es la disponibilidad para el auxilio espiritual de enfermos y moribundos. Sea la hora que sea, siempre estuvo dispuesto a acudir al pie del lecho del dolor para musitar unas palabras de reconforto a los oídos dolientes y ayudar a preparar el último y decisivo viaje a los agonizantes. De ello pueden dar fe muchos que recurrieron al Padre Mariné, incluso en horas intempestivas, y nunca recibieron un “no” por respuesta, quedando edificados de la diligencia de un anciano octogenario en atender sus ruegos a favor de sus enfermos. De más está decir que este apostolado de la Buena Muerte produjo varias conversiones.

Recientemente, la salud del Padre Mariné se vio afectada por una dolencia cardíaca que arrastraba desde hace años, pero resistió varias recaídas hasta que su frágil constitución ya no pudo más. Antes de morir tuvo el gran consuelo de recibir la visita de los sacerdotes que más cerca de él estuvieron (Mn. Barco, Mn. Espinar, el P. Apeles). Hasta casi lo último celebraba –aunque con gran esfuerzo– la santa misa, que fue siempre el centro de su vida sacerdotal. Ha expirado en medio de los abnegados cuidados de ls piadosa Sra. Amparo, hija espiritual suya, a quien todos debemos agradecer sus desvelos. Honremos la memoria de este venerable sacerdote barcelonés, un gran servidor de Dios y de la Iglesia y un insigne defensor de la misa clásica.

Como recuerdo personal, nos viene a propósito a la memoria la imagen del Padre Mariné “plantando su pica en Flandes”, cuando, en el curso de la peregrinación a Roma con motivo del Jubileo del 2000 (de la que formamos parte y que el presidía), celebró la misa (en memoria de Pío XII) según el rito tridentino en el altar de la Madonna Salus Populi Romani (Capilla Paulina) de la basílica de Santa María la Mayor. Y eso que faltaba aún tiempo para el motu proprio Summorum Pontificum. Pero nadie se atrevió a interrumpirlo: con su serenidad y su decisión habituales dijo su misa, que atrajo a multitud de peregrinos de varios países, que sintieron la fascinación de un rito que sabe Dios desde cuándo no se celebraba en la Basílica Liberiana. Que Dios premie al Padre Mariné una vida sacerdotal plena, llevada con gran dignidad y sentido sobrenatural, y que ella redunde en beneficio de nuestras almas. ¡Que santa gloria haya!

Los restos de Mossèn Mariné serán velados a partir de mañana a mediodía hasta el lunes en el Tanatorio de Sancho de Ávila de Barcelona, donde él sirvió durante tanto tiempo. La Santa Misa exequial está prevista en su amada parroquia de San Félix Africano, el próximo día lunes 11 de enero, a las 15:15 horas.

domingo, 3 de enero de 2010

En la festividad de San José María Tomasi, cardenal y príncipe de liturgistas

En la festividad de san José María Tomasi queremos honrar a un santo no por poco conocido exento de importancia y digno de ser honrado con especial culto y devoción. Este eximio cardenal de la Santa Iglesia Romana puede ser considerado con justicia como uno de los grandes liturgistas romanos, si no el príncipe de todos ellos. Sin embargo, curiosamente, su obra es hoy apenas conocida, a pesar de podérsela considerar como una verdadera anticipación del movimiento litúrgico tal como fue concebido por Dom Guéranger y cuya doctrina fue plasmada magistralmente por el Venerable Pío XII en su encíclica Mediator Dei, fundamental para el conocimiento y la comprensión de la liturgia católica.

San José María Tomasi nació el 12 de septiembre de 1649 en Alicata (hoy Licata), frente al Canal de Sicilia (que separa esta isla de la costa tunecina, siendo la puerta natural que comunica Europa con África). Su familia, de antigua prosapia, pertenecía al patriciado romano y a la Grandeza de España y poseía uno de los señoríos más importantes de la Sicilia occidental, que comprendía, entre otros feudos: el principado de Lampedusa, el ducado de Palma y la baronía de Montechiaro. El blasón gentilicio (véase arriba) era de azur con un leopardo leonado de oro sostenido por un monte de sinople de tres cimas y el lema “Spes mea in Deo est”. Este distintivo nobiliario inspiraría siglos después el nombre de la novela que hizo famoso al penúltimo descendiente de la casa, el príncipe Giuseppe Tomasi di Lampedusa (1896-1957): Il Gattopardo (El Guepardo).

Don Giulio Tomasi, il "Duca Santo"

El padre de nuestro santo, Don Giulio, era un hombre de acendrada virtud, cumplidor exacto de sus deberes de estado, benigno y paternal para con sus servidores y subordinados. Su fama de cristiano ejemplar le había granjeado la admiración del pueblo que hablaba de él como “el Duque Santo”. Había heredado los títulos y feudos familiares por renuncia de su hermano mayor Carlo, el cual había entrado en religión y profesado en la orden de Clérigos Regulares llamados Teatinos, fundada por san Cayetano de Thiene en 1524 y que se hallaba por entonces muy extendida gracias a las misiones papales.

Don Giulio Tomasi se unió en matrimonio a Donna Rosalia Traina, de noble estirpe napolitana y emparentada, entre otras ilustres familias, con los príncipes del Drago y los Falconieri de Florencia. De esta unión nacieron seis hijos: Francesca (1643), Isabella (1645), Antonia (1648), nuestro biografiado Giuseppe Maria (1649), Ferdinando (1651) y Alipia (1653). Recibieron una educación esmerada y cristiana y, viendo, el ejemplo vivo de lo que se les predicaba en sus progenitores, no es de extrañar que, salvo el hijo que iba a perpetuar la estirpe, todos siguieran la vida religiosa. Isabella, convertida en sor Maria Crocifissa (foto abajo), mantendrá toda su vida un fuerte nexo religioso-afectivo con su hermano mayor.

Siendo Giuseppe Maria el varón primogénito, su padre había concebido especiales planes para él en vista del futuro al que el nacimiento lo destinaba. Lo hizo, pues, instruir especialmente en las materias humanísticas y en las artes caballerescas, aunque ya se podía barruntar que la vocación del joven príncipe no era la de la vida en el mundo, sino una más alta. En efecto, desde pequeño le atraía naturalmente todo los que tenía que ver con las cosas de Dios y de la Iglesia. Le gustaba, por ejemplo, jugar a predicar y decir misa y lo hacía con tal aplicación y precisión que aquí se puede ya rastrear el amor a la liturgia que lo iba a distinguir siempre.

Don Giulio decidió enviar a su hijo mayor a la corte de Madrid como paje del rey Felipe IV (no se olvide que el reino de Sicilia, como el de Nápoles, formaba parte por entonces de la Corona de las Españas). A este propósito, Giuseppe Maria comenzó a aprender la lengua española, que pronto dominó, llegando a hablarla sin acento extranjero. El proyecto del Duque Santo, sin embargo, chocó contra la decisión de Giuseppe Maria de entrar en religión (como habían hecho ya tres de sus hermanas en el monasterio de Palma di Montechiaro, fundado por su propio padre). El deseo secreto de dedicar su vida a Dios se había ido alimentando gracias a los coloquios espirituales que mantuvo con el venerable P. Bonaventura Murchio, fundador de la congregación de Clérigos Menores del Santísimo Sacramento; con su tío el teatino P. Carlo Tomasi, de paso por Palma, y, sobre todo, con el P. Francesco Maria Maggio, su director espiritual. Los tres lo guiaron a la orden de los Teatinos.

Vencida la resistencia de su padre, y a semejanza de su tío Carlo, hermano mayor de aquél, hizo el heredero de los Tomasi renuncia de sus derechos de primogenitura a favor de su hermano Ferdinando. No puede dejarse de pensar, al considerar este episodio, en el joven san Luis Gonzaga, el cual, como Giuseppe Maria, estaba destinado a la corte española y renunció a la sucesión del marquesado de Castiglione a favor de su hermano menor Rodolfo para hacerse jesuita. El príncipe lampedusiano abandonó la casa solariega a los quince años de edad, el 11 de noviembre –festividad de san Martín de Tours– de 1664, para ingresar como postulante en el convento teatino de San José en Palermo. El 24 de marzo de 1665 fue admitido por sus superiores al año de probación y puesto bajo la dirección del P. Maggio.

El novicio Tomasi fue tratado como todos los demás, sin miramiento a su condición nobiliaria. La orden fundada por san Cayetano (imagen) era austera, habiendo nacido del espíritu de reforma que se difundió a todo lo largo del siglo XVI y que inspiró e impulsó al Concilio de Trento. Giuseppe Maria descolló en los estudios, manifestándose en él la clara inclinación a las disciplinas litúrgicas que, como vimos, ya se había insinuado en su infancia. Se distinguió, como dicen sus biógrafos, en la (en la aplicación a las ceremonias eclesiásticas, de los sagrados ritos y de las rúbricas). Por otra parte, su vida espiritual se acrisoló gracias a un genuino espíritu de penitencia,“applicazione delle ecclesiastiche cerimonie dei sacri Riti e delle Rubriche” que le impulsaba a practicar la mortificación. El 25 de marzo de 1666, hizo la profesión religiosa de los tres votos de pobreza, castidad y obediencia en presencia de la nobleza sícula. Su padre, llegado de Palma, estaba entre los asistentes y vio con satisfacción que su hijo estaba bien encaminado.

Después de una indisposición que lo obligó a volver a la casa paterna para reposarse con permiso de sus superiores, continuó los estudios de preparación para el sacerdocio. Fue, pues, a Messina para hacer la Filosofía bajo la dirección del P. Scoppa. Allí aprendió a “disputar” (como entonces se decía) y lo hacía con elevación de conceptos, elegancia de lenguaje y suavidad en las maneras, sin irritarse ni faltar a la caridad. Ése fue su estilo toda la vida, como atestigua el obispo de Mazara del Vasto, que conoció a Giuseppe Maria. De Messina fue enviado a Ferrara para completar los estudios filosóficos, pero ni aquí ni en Bolonia pudo quedarse a causa del clima severo, que afectaba a su feble constitución física. Fue en Módena donde los concluyó brillantemente.

Llamado a Roma para el curso teológico, residió primeramente en la iglesia de Sant’Andrea della Valle. Ordenado de subdiácono el 20 de diciembre de 1670, al año siguiente tuvo la gran dicha de asistir a los fastos de la canonización de san Cayetano, que tuvo lugar el 12 de abril de 1671. Poco después, recibió el diaconado. El ritmo tranquilo de su vida sufrió una brusca interrupción en enero de 1672, al ser reclamado por su familia para asistir a Ferdinando, gravemente enfermo. Por mandato de sus superiores viajó a Palma, llegando a tiempo para recibir el último suspiro de su hermano, que murió entre sus brazos. Giuseppe Maria convenció a su madre –que, en el ínterin se había enclaustrado con su cuarta hija en el monasterio donde vivían las otras tres– de abandonar su retiro para ayudar a su padre el duque a criar al hijo pequeño del difunto y heredero de los Tomasi, su sobrino Giulio Maria. Antes de partir se entretuvo en diálogos espirituales con su hermana predilecta Isabella, en religión sor Maria Crocifissa, a la que la unía un tierno afecto, como el que se profesaron san Benito y santa Escolástica. Fue ésta la última vez que vería a los suyos en esta tierra.

En Palermo obtuvo los grados de maestro y de lector y volvió a Roma, donde el P. Giovanni Battista Rivani, maestro de novicios lo asoció a su tarea de guiar las vocaciones de los jóvenes teatinos, tal era la alta idea de la madurez religiosa que se tenía del diácono Tomasi. Fue ordenado de presbítero el 23 de diciembre de 1673 en la Basílica de San Juan de Letrán por el arzobispo de Urbino, Mons. Giacomo de Angelis. Celebró las tres misas de todo nuevo sacerdote en la iglesia teatina de San Silvestro di Montecavallo (hoy San Silvestro al Quirinale, en la foto), sede en ese tiempo de la casa generalicia de la orden. Desde la primera vez que subió al altar para ofrecer el santo sacrificio experimentó una poderosa unión mística con Dios, al punto que se podía decir que celebraba en estado de éxtasis, como atestiguarán todos aquellos que se disputaban el honor de servirle la misa. Diríase que en esto, como en otros aspectos, seguía los pasos del gran santo teatino Andrés Avelino, al que profesaba gran devoción. Tomó la costumbre de abstenerse de celebrar por humildad una vez por semana y ese día lo dedicaba a un profundo examen de conciencia. Fue esta compenetración con la misa cotidiana la que consolidó su vocación de liturgo, haciéndole amar los ritos y ceremonias de la Iglesia.

Antes de emprender la actividad científica a la que se sentía atraido, el padre Tomasi fue en peregrinación a la Santa Casa de Loreto en noviembre de 1676, para pedir luces a la Santísima Virgen, bajo cuya advocación de Sedes Sapientiae, puso sus esfuerzos intelectuales, que no tuvieron otro fin que conocer la verdad y darla a conocer. A su regreso comenzó por perfeccionar su conocimiento del griego y se aplicó al aprendizaje del etiópico, el árabe, el siríaco, el caldeo y el hebreo, siendo su maestro en esta lengua al rabino judío Mosé Cave, a quien consideraba su amigo y padre en la fe y al que llegó a convertir al catolicismo. Su gran habilidad idiomática le permitiría profundizar en los escritos de los Santos Padres, de los que bebía como de una fuente de sabiduría y de piedad. También le sirvió para adentrarse con paso firme en las bibliotecas de Roma (especialmente en la Apostólica Vaticana y en la Vallicelliana), en las que encontró no pocos tesoros que dio a la luz, especialmente antiguos códices que arrojaban una nueva y magnífica luz sobre los venerables libros litúrgicos de la Iglesia Romana.

Es importante señalar, sin embargo, que aunque importante, la filología no era la única clave de las investigaciones del P. Tomasi. Quería captar el sentido y el espíritu encerrados en las ceremonias de la liturgia católica que podían ser rastreados en los antiguos y sugestivos ritos de la Iglesia. Y para ello se necesitaba una fe viva y un gran amor a todo lo divino. Se diría que el suyo era el lema de los grandes humanistas cristianos, que sirvió también a la Compañía de Jesús: eruditio cum pietate. No era el suyo un afán arqueologista (que mucho tiempo después sería condenado por el Venerable Pío XII), es decir, no pretendía hacer tabla rasa de la tradición viva de la liturgia (la tradición implica, en efecto, una continuidad y una cuidadosa selección de lo que se transmite, una evolución homogénea, sin saltos, sin invenciones ex novo, pero dinámica, de ningún modo inmovilista). Sacar a la luz las obras litúrgicas del pasado ayudaba a comprender mejor el culto del presente y sus riquezas. Fue por ello por lo que empezó a publicarlos en cuidadas ediciones críticas.

El sabio y piadoso Padre Tomasi

La primera –que cimentó para siempre su fama– fue la de los Codices sacramentorum nongentis annis antiquiores (Códices de sacramentarios con más de novecientos años de antigüedad), obra para la que utilizó el precioso material al que tuvo acceso gracias a la reina Cristina Alejandra de Suecia (cuya biblioteca era riquísima) y que despertó la admiración del erudito e historiador benedictino francés Jean Mabillon así como la de otros estudiosos y academias católicos y protestantes. La reina quiso constituirse en su benefactora, pero el P. Tomasi declinó su munificencia y empleó los generosos donativos que le venían de su familia. Otra obra importante fue la edición del Psalterium (Salterio) en sus dos versiones: la romana y la galicana (1683). En ella reintrodujo el uso de los signos de división por períodos (obeli y asterisci), de los que Orígenes se había servido para hacer más inteligible el texto de la Septuaginta. Y es que el P. Tomasi atribuía una gran importancia a las oraciones de la Biblia (el Magníficat era para él el modelo de la plegaria). Comprender mejor la riqueza encerrada en los Salmos de David que recitaban los sacerdotes y los religiosos en el Breviario era para él importantísimo.

En 1683 publicó los Responsalia et Antiphonaria Romanae. Ecclesiae" (Responsoriales y antifonarios de la Iglesia Romana). Más tarde, en 1691, dio a conocer el Liber Comes o Antifonario del papa Gregorio I (en realidad compilado por Alcuino por indicación de Carlomagno en 782) y otros leccionarios bajo el título de Antiqui libri Missarum Romanae Ecclesiae (Misales antiguos de la Iglesia Romana). En fin, en 1695 dio a la prensa el Officium Dominicae Passionis feria sexta Parasceve secundum ritum Graecorum (Oficio de la Pasión del Señor en el Viernes Santo según el rito de los griegos), traducido por él al latín, con lo que puso las bases para la mejor inteligencia de la liturgia mediante el método comparativo. Aparte de sus trabajos propiamente litúrgicos, publicó multitud de opúsculos de carácter espiritual: Speculum (El Espejo) en 1679; Exercitium Fidei, Spei et Caritatis (Ejercitación en la Fe, la Esperanza y la Caridad), un compendio ascético de inspiración agustiniana con pasajes de la regla de San Basilio Magno y versículos de los salmos, en 1683; Vera norma di glorificar Dio (La norma verdadera para dar gloria a Dios), escrito especialmente para uso de las monjas del monasterio de Palma, en 1687.

A la Patrística dedicó los últimos años de su vida, haciendo editar su Indiculus institutionum theologicarum veterum Patrum (Pequeño catálogo de los Padres Antiguos) en tres volúmenes (publicados sucesivamente en 1709, 1710 y 1712. También tradujo los Moralia (Comentarios Morales) de San Gregorio Magno. No por ello desatendió su actividad litúrgica y ascética. En 1697 vio la luz su Psalterium cum canticis (Salterio con cantos), en el cual proponía un modo devoto y fructuoso de recitar los Salmos. En 1710, por mandato del Papa a instancias del Gran Duque de Toscana, compuso una Missa pro bene moriendi (La Misa de la Buena Muerte), a fin de confortar a las víctimas de una terrible peste que se había desatado en Florencia. Sus últimas publicaciones fueron: Breve Istruzione del modo di assistere al santo Sacrificio della Messa, secondo lo spirito e l’intentione della Chiesa per le persone che non intendono la lingua latina (Breve Instrucción sobre el modo de asistir al santo sacrificio de la Misa, según el espíritu y la intención de la Iglesia, para las personas que no entienden latín), magnífico manual que serviría perfectamente hoy, si alguien lo reeditase, a los fieles en estos tiempos del motu proprio Summorum Pontificum, y L’esercizio quotidiano (El ejercicio diario), devocionario para uso de su corte y domésticos.

La fama de sabiduría y piedad del P. Tomasi, así como la de su celo por la Iglesia, le granjearon la confianza de los Papas. Inocencio XII lo nombró examinador de obispos. Clemente XI lo hizo consultor de los Teatinos, teólogo de la Sagrada Congregación para la disciplina de los Regulares y de otras congregaciones romanas, consultor de las Sagradas Congregaciones de Ritos e Indulgencias y Reliquias y calificador de la Sagrada Congregación de la Santa Romana y Universal Inquisición. Este mismo pontífice quiso crearlo cardenal por lo menos en cinco ocasiones, pero el humilde teatino declinó el rojo capelo cada vez. Finalmente, Clemente XI le ordenó bajo santa obediencia aceptar la púrpura, a lo que se resignó el P. Tomasi, que fue creado en el consistorio del 18 de mayo de 1712, confiriéndosele el título de San Martino ai Monti el 11 de julio siguiente. Curiosa circunstancia si se recuerda que la partida de Giuseppe Maria de su casa paterna para cumplir con su vocación fue precisamente en un día de San Martín. Sin embrago, no se acaba aquí la relación con el santo obispo de Tours: como él, el nuevo cardenal era un héroe de la caridad.

El que había sido heredero de una de las familias y fortunas más ilustres de Sicilia había vivido siempre en la mayor austeridad. El cardenalato no lo apartó de este estilo de vida, aunque le obligó a llevar el tren adecuado a un príncipe de la Iglesia, según el principio de aquella época de vivir conforme al propio estado. Pero hasta de esto sacó ventajas para los pobres substrayendo a su mensa personal los medios de aliviar las miserias de aquéllos. Fue un religioso fiel a sus tres votos hasta el final. El cardenal Tomasi se escogió a San Carlos Borromeo como su ideal de purpurado: humilde, obediente al Papa y atento a salvaguardar la doctrina y la disciplina de la Iglesia. De haber vivido más, seguro que habría sido un gran impulsor del célebre Sínodo Romano de 1725 convocado por Benedicto XIII (Orsini), tal como el Borromeo lo fue del Concilio Tridentino. Pero el cardenalato le duró sólo siete meses, como él había presentido.

El 21 de diciembre de 1712, festividad del apóstol Santo Tomás, quiso visitar solemnemente su iglesia titular revestido de roquete, manteleta y capa magna. Con los frailes que la cuidaban cantó las completas y se detuvo un momento en el anterrefectorio. Fue como una premonición: de ahí a pocos días iban a embalsamarlo en aquel lugar. En la noche del 23 al 24 de diciembre, se sintió mal, aquejado de una fuerte inflamación pulmonar, al punto que hizo llamar al P. Chiesa, su confesor. Así y todo, aún asistió a los oficios papales de Navidad que tuvieron lugar en la Basílica de San Pedro. El 25 celebró la misa en su capilla del Palazzo Passarini (a donde se había trasladado tras su creación como cardenal) y también el 26, por San Esteban. La de este día fue su última misa. El 31 de diciembre se sintió ya próximo a la muerte y recomendó a sus familiares y criados a la caridad de su sobrino el duque Giulio Maria. Pidió a todos perdón y recibió los últimos sacramentos con gran edificación de los presentes. Como aumentase la fiebre, caía en momentos de delirio, pero en los lúcidos se acordaba de sus pobres y mandó darles todo lo que se encontrara de su peculio personal. Murió pobre en la madrugada del 1º de enero de 1713.

Sus exequias y enterramiento tuvieron lugar en la iglesia de su título y convocaron a toda Roma, desde los más distinguidos a los más humildes. El Papa se hallaba indispuesto, pero envió a Monseñor Carlo Collicola para que oficiase en su nombre. La Congregación de Propaganda Fide fue la heredera del cardenal Tomasi y los Padres Teatinos los legatarios de sus libros. A su confesor el P. Chiesa le dejó un reloj para que se regulase con él conforme a la regla de San Cayetano. Su fama de santidad, que ya corría en vida, fue tal que en 1723 ya se había publicado el decreto sobre sus escritos y el llamado super non cultu, introduciéndose la causa de beatificación en 1724. Al año siguiente se celebró el proceso apostólico, siendo Mons. Prospero Lambertini (futuro papa Benedicto XIV) el promotor de la Fe. El 1º de enero de 1761, Clemente XIII firmó el decreto de heroicidad de virtudes, que franqueaba el camino hacia la beatificación, la cual pronunció Pío VII el 29 de septiembre de 1803. Fue canonizado por el Venerable Juan Pablo II el 12 de octubre de 1986. Hoy sus restos reposan y son venerados en la primera capilla de la nave de la Epístola de la iglesia romana de Sant’Andrea della Valle.

El nombre de San José María Tomasi figura inscrito en el Martirologio Romano el 1º de enero, aniversario de su muerte, pero su fiesta suele celebrarse el día 3 y a este día nos atenemos para poder honrar como se merece sin interferir en el día de la Octava de Navidad y Circuncisión de Nuestro Señor, al santo que por muchos conceptos debe ser conocido y venerado por todos los que nos ocupamos en la difusión del rito romano clásico, del cual fue celoso divulgador y que quería que se convirtiera en el principal y más importante sostén de la vida espiritual. Sus escritos anticiparon, como ya dijimos, la obra del movimiento litúrgico, pero no en un sentido de ruptura con la Tradición sino de continuidad. La reforma litúrgica planteada por el santo cardenal no consistía sino en restaurarla a la luz de la venerable Antigüedad (ad pristinam, quantum fas erit, formam reuocare). Desde luego habría aplaudido a Pío XII y habría rechazado el espíritu rupturista del Consilium. Será por ello que, no obstante su gran importancia como “príncipe de los liturgistas romanos”, los innovadores de la escuela de Bugnini ni lo mencionan…