miércoles, 24 de febrero de 2010

Más sobre las importantes precisiones de la Pontifica Comisión Ecclesia Dei


El Palazzo del Sant'Uffizio, sede de la
PontificiaComisión Ecclesia Dei

Ofrecemos nuestra traducción española de un artículo aparecido hace algunos días en el sitio Rorate coeli, en el que se hacen algunas interesantes observaciones sobre la Carta de la Pontificia Comisión Ecclesia Dei de 20 de enero de 2010, que comentamos la semana pasada. A continuación irá el comentario de ROMA AETERNA y se incluirán unos apéndices ilustrativos sobre la cuestión.


Sobre las recientes clarificaciones de la
Pontificia comisión Ecclesia Dei

Como anunció hace poco el sitio del New Liturgical Movement, la Pontificia Comisión Ecclesia Dei, en carta fechada el 20 de enero de 2010 (Protocolo 13/2007), ha hecho las siguientes clarificaciones:

1. Si no hay otra posibilidad a causa, por ejemplo, de que en todas las iglesias de una diócesis las liturgias del Triduo Sacro se han venido celebrando en la forma ordinaria, esas mismas liturgias pueden celebrarse adicionalmente en la forma extraordinaria en la misma iglesia donde ya se celebra en la forma ordinaria si el ordinario local lo permite.

2. Una misa en la forma extraordinaria ya establecida regularmente en el horario de una iglesia puede ser reemplazada por la misa celebrada según el usus antiquior. La medida se da en el contexto de que en muchas iglesias las misas de los domingos se hallan ya programadas en horario continuado, dejando libres sólo espacios de tiempo muy inconvenientes en las primeras horas posmeridianas. Esto no es, empero, sino meramente circunstancial, dado el carácter general de la respuesta, que déja la cuestión al prudente juicio del párroco y enfatiza el derecho que tiene un grupo estable de fieles de asistir a la Misa en la forma extraordinaria.

3. El párroco puede programar una Misa pública celebrada en la forma extraordinaria por propia iniciativa (o sea, sin que medie petición de un grupo de fieles) para beneficio de su feligresía, incluyendo la parte de ella no familiarizada con el usus antiquior. Aquí la respuesta de la PCED es idéntica al n. 2.

4. El calendario, las lecturas o los prefacios del Misal de 1970 no pueden substituir a los del Misal de 1962 en las misas celebradas en la forma extraordinaria.

5. Al tiempo que las lecturas litúrgicas (Epístola y Evangelio) tienen que ser leídas por el sacerdote (o el diácono/subdiácono) como está previsto en las rúbricas, la traducción vernácula de las mismas puede también ser leída a continuación por un laico.

Mientras otros comentaristas se han centrado en la importancia de los nros. 2 y 3 de esta clarificación, parece que no ha habido mucho debate acerca de la importancia del n. 4. A decir verdad esta particular disposición tiene probablemente más relevancia que las demás ya que limita rigurosamente la importación de elementos del Misal de Pablo VI al Misal del beato Juan XXIII.

Para ser precisos, la cuarta precisión tiene los siguientes efectos:

1) Revoca terminantemente varias disposiciones anteriores de la Pontificia Comisión Ecclesia Dei, en particular:

a) La decisión del cardinal Paul Augustin Cardinal Mayer OSB, primer presidente de la PCED, de permitir el uso del Leccionario Paulino en lengua vernácula, en lugar de las lecturas del Misal de 1962 en la celebración con éste. Este permiso se encuentra el Protocolo 500/90 de la PCED, mejor conocido como Carta del cardenal Mayer a los Obispos de Estados Unidos [apéndice I]. Aunque esta medida nunca fue popular, se puso efectivamente en práctica en unos cuantos sitios a instancias de los obispos locales (hay que decir, no obstante, que la carta del cardenal Mayer menciona este permiso solo de pasada y, considerada en su integridad, fue uno de los más importantes documentos para la “relegitimación” del rito romano tradicional en el período 1984-2007).

b) La decisión del cardinal Angelo Felici contenida en el Protocolo 40/97 (26 de marzo de 1997) [apéndice II] de permitir el uso de los prefacios del Misal de 1970 para las misas “correspondientes” celebradas de acuerdo con el Misal de 1962 (no sé si alguno hizo uso de este permiso; sin embargo, una popular guía del Ordo Missae conforme al Misal de 1962 [apéndice III] contiene una selección de prefacios tomados del Misal de 1970, por lo cual deduzco que algunos sacerdotes y comunidades se acogieron a esta medida).

c) Sería asimismo interesante saber si la reciente clarificación de la PCED constituye una revocación del protocolo 107/97 (20 de octubre de 2008) [apéndice IV], por el cual se concedía el permiso de que las misas de los días de precepto celebradas conforme al Misal de 1962 se trasladaran al domingo al cual las mismas fiestas habían sido trasladadas en los calendarios locales que siguen el Misal de Pablo VI. Al igual que las dos innovaciones antes mencionadas, este permiso –que concede solemnidad externa a fiestas que, bajo la práctica histórica tridentina (incluyendo el propio Misal de 1962), nunca la tuvieron en realidad (vienen a la mente la Epifanía y la Ascensión) – ha sido adoptada solo por pocas comunidades al tiempo que ha causado una gran controversia y reavivado los temores de una ulterior hibridación del Misal de 1962.

(Alguno me ha manifestado su opinión de que la reciente carta de la PCED, estando firmada por un monseñor, posiblemente no afecta a permisos que han sido firmados por cardenales. Quizás alguno de nuestros lectores pueda tener la amabilidad de responder a este argumento).

2) Delinea más claramente –por el momento– los límites del “mutuo enriquecimiento” entre los Misales de 1962 y 1970 y parece indicar que no habrá más “modernizaciones” en el futuro más próximo.

Me gustaría también añadir, por lo que toca a las misas rezadas, que la disposición n. 5 –que permite a un laico leer la Epístola y el Evangelio en lengua vernácula después que han sido proclamadas según las rúbricas por el sacerdote (o diácono/subdiácono)– no es nueva, sino que meramente reitera lo que ya estaba permitido en la Instrucción De música sacra et sacra liturgia de la Sagrada Congregación de Ritos (3 de septiembre de 1958) [apéndice V]. Sin embargo, no puede decirse lo mismo para las misas cantadas y solemnes.

La nueva disposición estipula que el laico debe leer la traducción de la Epístola y del Evangelio después de que éstos han sido proclamados por el sacerdote, a diferencia de la práctica autorizada antes del Vaticano II para algunos lugares, en los que el lector laico recitaba la Epístola y el Evangelio en lengua vernácula simultáneamente con el sacerdote, que las decía en voz baja.

Carlos Antonio Palad


Nuestro comentario

Este artículo plantea interesantes cuestiones que conviene clarificar, pues la ya famosa carta de la PCED a la que se refiere (y que ya hemos comentado en este mismo blog) está siendo objeto de las más encendidas discusiones. Hay, sobre todo, un sector que pugna por la que hemos llamado commixtio rituum o commixtio ritus formarum, que no consiste en una combinación de las dos formas del rito romano de la Misa, sino en la adopción por la forma extraordinaria de algunas partes de la forma ordinaria, con lo cual el “mutuo enriquecimiento” auspiciado por el papa Benedicto XVI se daría de momento en un solo sentido.

Las observaciones hechas por el articulista son muy pertinentes. Es cierto que el n. 4 del Protocolo 13/2007 de la PCED reviste una especial importancia, dado que de forma clara seautoriza una serie de prácticas en la celebración de la Santa Misa en la forma extraordinaria, basadas en anteriores concesiones del mismo dicasterio y que, hoy por hoy, deben considerarse abusivas. También se da un frenazo al afán de adaptar a toda costa el rito romano extraordinario a la mentalidad de innovación que presidió la reforma litúrgica postconciliar, bajo pretexto del mutuo enriquecimiento de los misales. ¿Hay, pues, contradicción entre la recentísima carta de la PCED y sus disposiciones anteriores citadas en el artículo?

Existe, es verdad, un contraste si se consideran los documentos como sin solución de continuidad, es decir como si fueran una serie coherente y homogénea. Pero no se olvide que está de por medio el motu proprio Summorum Pontificum, que cambió por completo la situación que había previamente a su entrada en vigor. Hasta entonces el empleo de los libros litúrgicos anteriores a las reformas postconciliares era considerado un privilegio, un indulto, es decir, una exención de la obligación general de seguir la nueva liturgia. Dicha obligación se basaba en la suposición de que, al entrar en vigor esta liturgia, la antigua liturgia había quedado abrogada. De hecho, la Curia Romana y los obispados del mundo entero (a excepción del de Campos en Brasil) actuaban como si efectivamente se hubiera dado tal abrogación.

La verdad es que el tema de la obligatoriedad de los ritos litúrgicos postconciliares con exclusión de los tradicionales, especialmente por lo que toca a la misa, suscitó controversia. No se veía clara en la promulgación del Misal Romano de Pablo VI la voluntad del Papa de substituir por él la misa romana clásica, aunque en alocuciones públicas lo hubiera dado a entender (pero una alocución pública no es un texto legal o interpretativo de la ley). Aun asumiendo la abrogación había quienes apelaban al indulto perpetuo de San Pío V (contenido en su bula Quo primum), a la fuerza de la costumbre anterior a la codificación tridentina, incluso a la negación de la legitimidad de la reforma litúrgica postconciliar.

La renuencia y la abierta negativa de amplios sectores tradicionalistas del catolicismo a abandonar la liturgia antigua y la dureza con la que en muchos casos fueron éstos tratados, llevaron a un estado de crispación que ponía en peligro la unidad de la Iglesia. El venerable Juan Pablo II quiso contribuir a la distensión mediante gestos y medidas favorables a la sensibilidad de los católicos vinculados a las formas litúrgicas precedentes. En 1984, aprobó la carta Quattuor abhinc annos de la Congregación para el Culto Divino de 3-15 de octubre (“decreto de las dos Teresas”), mediante el cual se concedía la celebración de la misa según el Misal Romano de 1962 (última edición típica antes de la reforma). Sin embargo, se imponían condiciones tan restrictivas que lo hacían prácticamente inoperante y, por ello nombró el Papa una comisión cardenalicia para que estudiara la posibilidad de dar mayor libertad a la liturgia tradicional. El dictamen fue positivo, pero no se publicó. En 1988, ante el acto extremo cumplido por Mons. Lefebvre, dio el papa Wojtyla su motu proprio Ecclesia Dei adflicta, por el cual se fundaba la Pontificia Comisión Ecclesia Dei para facilitar la plena comunión eclesial de los católicos tradicionalistas. También se indicaba el deber de respetar su sensibilidad “mediante una amplia y generosa aplicación” de la carta Quattuor abhinc annos.

Desde su establecimiento el nuevo dicasterio no sólo condujo por cauces canónicos las diferentes iniciativas de esos católicos (mediante la aprobación de nuevos institutos de vida consagrada y sociedades de vida apostólica con la liturgia romana clásica como rito proprio), sino que asimismo, entendiendo realizar esa amplia y generosa aplicación del indulto a favor de la misa tradicional y demás formas litúrgicas anteriores a la reforma postconciliar, emanó algunas disposiciones por las que se permitían ciertas adaptaciones del Misal Romano de 1962. Conviene decir, sin embargo, que tales modificaciones del rito no eran deseadas por los fieles tanto como requeridas por los obispos y por ciertos círculos que pretendían una cierta modernización y acercamiento a la liturgia reformada. El autor del artículo que comentamos las ha reseñado ya.

Es por lo menos curioso comprobar cómo las adaptaciones de las que hablamos seguían más o menos fielmente el camino emprendido por los reformistas litúrgicos tras la promulgación de la constitución Sacrosanctum Concilium en 1963 y que llevó a la mutilación del Ordinario de la Misa (Ordo de 1965) y su transformación (Ordo de 1967) hasta su total descarte y reemplazo por el rito fabricado por el Consilium de Liturgia del cardenal Lercaro y el P. Bugnini (más tarde arzobispo). Esto hizo pensar a algunos en una estrategia para hacer aceptar a la postre a los partidarios del Misal Romano de 1962 los principios de la reforma litúrgica postconciliar. No obstante, hay que decir que todas las decisiones de la Comisión no pasaron de ser concesiones, sin ningún efecto vinculatorio universal, aunque contribuyeron a un cierto disenso entre los directamente interesados.

La celebración de la misa y de los demás sacramentos conforme a los libros litúrgicos anteriores a la reforma litúrgica postconciliar era, en este estado de cosas, algo de alcance limitado, de carácter excepcional, reservado tan sólo a las personas, comunidades, institutos y grupos vinculados a las formas precedentes del rito romano. No se consideraba ni por asomo que pudiera estar a disposición de cualquier católico, sacerdote o seglar que fuera, ni mucho menos de la de aquellos que no la habían vivido en el pasado. No era de ningún modo un tesoro para toda la Iglesia, sino patrimonio –vergonzante– de unos pocos. En realidad, aunque el colectivo conocido como “los de Ecclesia Dei” era cada vez más numeroso y entusiasta y se nutría de gente joven (como quedó demostrado en el X aniversario del motu proprio de 1988 celebrado en Roma), su condición era poco menos que la de un gueto. Se lo toleraba, se lo miraba con conmiseración cuando no con antipatía mal disimulada.

Todo esto cambió radicalmente cuando el 14 de septiembre de 2007 entró en vigor el motu proprio Summorum Pontificum del Santo Padre Benedicto XVI, publicado el 7 de julio anterior. En este documento trascendental en la historia de la liturgia, el Papa habla inequívocamente de la que él llama forma extraordinaria del rito romano como “numquam abrogatam” (“que no se ha abrogado nunca”) [Art. 1]. A mayor abundamiento, en la Carta a los Obispos que acompaña el motu proprio, dice del Misal Romano de 1962: “este Misal no ha sido nunca jurídicamente abrogado y, por consiguiente, en principio, ha quedado siempre permitido”. Así, después de casi cuarenta años de controversia, quedaba zanjada la cuestión de la legalidad de la misa tradicional: el papa Pablo VI, al promulgar su Misal en 1969 (mediante la constitución Missale Romanum), no reemplazó con él al anterior, sino que simplemente lo propuso confiando en que “a christifidelibus quasi subsidium ad mutuam omnium unitatem testandam confirmandamque accipiatur” (lo acojan los fieles como medio para testimoniar y afirmar la unidad de todos). No habiendo una expresa cláusula abrogatoria del Misal Romano de 1962, éste seguía vigente; únicamente perdía la exclusividad de la que lo había dotado San Pío V en 1570. En adelante, pues, los dos misales hubieran debido coexistir.

Ya vimos que no fue así en la práctica, pero la verdad incontrovertible es que la misa romana clásica, aunque proscrita de facto, era (y es) legal de iure, lo cual, como acabamos de ver es la interpretación auténtica de la ley hecha al más alto nivel: el del supremo legislador en la Iglesia, que es el Papa. Su aseveración de que el Misal Romano de 1962 nunca fue abrogado y estuvo en principio siempre permitido tiene enormes consecuencias. La primera y más importante: se acabó el régimen de indulto, de privilegio, de excepción para la liturgia anterior a las reformas postconciliares; los fieles tienen derecho a ella, considerada por Benedicto XVI como una riqueza para toda la Iglesia. Cierto es que en Summorum Pontificum se indican unas modalidades en las que ese derecho puede ser ejercido; al fin y al cabo, cuatro décadas de una situación anormal no pueden dejar de pasar factura e imponen prudencia, pero está claro que el Papa ha sido maximalista al liberalizar el rito romano tradicional.

La segunda consecuencia es que la liturgia de la Iglesia Romana cuenta ahora con dos formas o usos reconocidos del mismo rito y que gozan de igual derecho: la extraordinaria o usus antiquior y la forma ordinaria o usus nouior. Ahora bien, el Sumo Pontífice define claramente cuáles son esas formas (Summorum Pontificum, art. 1): “Missale Romanum a Paulo VI promulgatum ordinaria expressio Legis orandi Ecclesiae catholicae ritus latini est. Missale autem Romanum a S. Pio V promulgatum et a B. Ioanne XXIII denuo editum habeatur uti extraordinaria expressio eiusdem Legis orandi Ecclesiae” (El Misal Romano promulgado por Pablo VI es la expresión de la lex orandi de la Iglesia católica de rito latino. En cambio, téngase el Misal Romano promulgado por San Pío V y nuevamente editado por el beato Juan XXIII como la expresión extraordinaria de esa misma lex orandi de la Iglesia). Este pasaje del motu proprio es fundamental para la comprensión de la cuestión planteada en el artículo que nos ocupa.

Veamos. A partir de 14 de septiembre de 2007, fecha de la entrada en vigor del motu proprio Summorum Pontificum, la celebración de la misa y de los demás sacramentos, así como la recitación del Breviario en la forma extraordinaria del rito romano quedan normalizadas. Por lo que a la misa respecta se ha de utilizar la edición típica del Missale Romanum promulgada por el beato Juan XXIII en 1962 porque es en ella y no en otra donde se contiene esa misma forma extraordinaria de acuerdo con lo afirmado, estatuido y decretado por Benedicto XVI (que, efectivamente, emplea el término “decernimus”, es decir, “decretamos” en su motu proprio). Por lo demás, esta identificación de dicho Misal con la forma extraordinaria vuelve a aparecer en el documento:

“Missae Sacrificium, iuxta editionem typicam Missalis Romani a B. Ioanne XXIII anno 1962 promulgatam et numquam abrogatam, uti formam extraordinariam Liturgiae Ecclesiae, celebrare licet” (Está permitido celebrar el sacrificio de la Misa según la edición típica del Misal Romano promulgada por el beato Juan XXIII y nunca abrogada como la forma extraordinaria de la liturgia de la Iglesia) [Art. 1].

“In Missis sine populo celebratis, quilibet sacerdos catholicus ritus latini, sive saecularis sive religiosus, uti potest aut Missali Romano a beato Papa Ioanne XXIII anno 1962 edito, aut Missali Romano a Summo Pontifice Paulo VI anno 1970 promulgato” (En las misas sine populo, cualquier sacerdote católico de rito latino, ya sea secular o regular, puede usar el Misal Romano editado por el beato Juan XXIII en 1962 o el Misal Romano promulgado por el Sumo Pontífice Pablo VI en 1970) [Art. 2].

Al hablar de la posibilidad que tienen las comunidades religiosas de que la misa conventual en sus oratorios propios sea en la forma extraordinaria se dice que la celebración es “iuxta editionem Missalis Romani anno 1962 promulgatam” (según la edición del Misal Romano promulgada en 1962) [Art. 3].

Tratando de celebraciones regulares y públicas en las parroquias y rectorías, se dice que los párrocos concedan de buena gana las peticiones de grupos estables de celebrar la Santa Misa “iuxta ritum Missalis Romani anno 1962 editi” (según el rito del Misal Romano editado en 1962) [Art. 5, § 1]. Esa celebración especificada nuevamente como “secundum Missale B. Ioannis XXIII” (conforme al Misal del beato Juan XXIII) puede tener lugar en día ferial, domingo y fiesta [Art. 5, § 2].

Más adelante se dice que deben ser idóneos los sacerdotes “Missali B. Ioannis XXIII utentes” (que usan el Misal del beato Juan XXIII) [Art. 5, § 4].

En fin al hablar el Papa de la posibilidad de realizar las lecturas también en lengua vernácula (sobre la cual volveremos), se refiere a las misas celebradas cum populo “iuxta Missale B. Ioannis XXIII” (según el Misal del beato Juan XXIII).

No se puede ser más claro: el uso del derecho a la forma extraordinaria del rito romano de la misa debe conformarse al Misal Romano tal como fue editado por el beato papa Juan XXIII en 1962. Ésa es la regla obligatoria de celebración según el usus antiquior. Del mismo modo como no se admite la celebración con ediciones anteriores (que no incluyen, por ejemplo, la Semana Santa restaurada por Pío XII ni el código de rúbricas de 1960), tampoco se admiten ediciones posteriores (como la de 1965 y la de 1967) o cualesquiera concesiones dadas bajo el régimen de indulto (es decir, anteriores al 14 de septiembre de 2007) que constituyan modificaciones del rito tal como se halla descrito en el Misal de 1962.

El Romano Pontífice sabiamente ha puesto el rito romano clásico o extraordinario de la misa al abrigo de cualquier controversia retrotrayéndolo a la forma que tenía en la edición típica inmediatamente anterior a la discusión de la constitución sobre sagrada liturgia en el aula conciliar y a la reforma que siguió. Mediante esta vuelta al status quo ante se evitan las veleidades transformistas admitidas en el pasado al calor de las disputas y que condujeron a una hermenéutica de ruptura. Algunos se preguntan: ¿y por qué el Misal Romano de 1962 y no el Ordo de 1965, por ejemplo, en el que el rito tridentino está todavía eminentemente presente? Porque a partir de 1964, apenas aprobada y promulgada la constitución conciliar Sacrosanctum Concilium, todos los pasos en materia litúrgica fueron ya dados en vistas a la reforma propiciada por el Consilium. Tanto el Ordo de 1965 –que es el tridentino mutilado– como el de 1967 (Tres abhinc annos) –el anterior muy cambiado– pertenecen ya a otra fase de la evolución litúrgica. El mismo papa Benedicto, al trazar la historia del Misal Romano en el preámbulo del motu proprio, la divide en dos períodos bien determinados: el primero habla de la evolución del rito romano clásico desde San Gregorio Magno hasta el beato Juan XXIII; el segundo arranca de “recentioribus temporibus” (tiempos más recientes) en los que se dio la instauración litúrgica conciliar que desemboca en la promulgación por Pablo VI del Missale Romanum de 1970 y prosigue en las sucesivas revisiones del mismo.

De esto se desprende también que todas las concesiones hechas bajo el régimen de los indultos Quattuor abhin annos de 1984 y Ecclesia Dei adflicta de 1988 han quedado revocadas bajo el régimen de libertad a partir del 14 de septiembre de 2007. Ellas, en efecto, modificaban el rito romano extraordinario de la misa definido y fijado por el Papa en el motu proprio, e introducían en él el principio de variación ad libitum, propio de ese espíritu de creatividad que llevó a la confusión de la época postconciliar. Esto, sin embargo, no convierte el Misal Romano de 1962 en un fósil, pues el propio Benedicto XVI ya intervino en él, cambiando la oración solemne de Viernes Santo por los Judíos. También contempla la inclusión de nuevos prefacios y festividades de santos como parte del mutuo enriquecimiento entre el Misal del beato Juan XXIII y el Misal de Pablo VI, auspiciado en la Carta a los Obispos que acompaña Summorum Pontificum, en la cual establece la manera en que se verificará: “La Comisión Ecclesia Dei, en contacto con los diversos entes locales dedicados al usus antiquior, estudiará las posibilidades prácticas”. O sea que Roma no tomará ninguna iniciativa al respecto sin oír a los institutos y grupos que usan la forma extraordinaria.

En el motu proprio (art. 6) admite el Santo Padre una sola concesión: que las lecturas de la misa también puedan hacerse en lengua vernácula, es decir sin substituir su proclamación en latín (In Missis iuxta Missale B. Ioannis XXIII celebratis cum populo, Lectiones proclamari possunt etiam lingua vernacula, utendo editionibus ab Apostolica Sede recognitis). Pero esto no afecta en nada al rito, que conserva su integridad. El problema es cuando se eliminan completamente las lecturas en latín y sólo se proclaman en lengua vernácula, práctica que pudo ampararse en alguna concesión de la Pontificia Comisión Ecclesia Dei en el pasado, pero que después de Summorum Pontificum constituye un abuso. La reciente carta de Mons. Pozzo, en la línea de este documento papal, no innova nada, no cambia nada, no revoca nada, no hace sino recordar y confirmar lo que ya era efectivo a partir del 14 de septiembre de 2007: la obsolescencia de todas las anteriores medidas de la PCED, dadas bajo régimen de indulto, y que modificaban el Misal Romano de 1962. Carece, pues, de todo sentido decir que esas medidas, porque estaban firmadas por cardenales, prevalecen sobre una carta firmada por un monseñor, o que ésta revoca aquéllas.

Por lo demás, el mismo decreto de 1984 establecía dos principios: que las celebraciones autorizadas según la liturgia romana tradicional debían ser “de acuerdo al Misal de 1962 y en latín” (punto c), y que no debía haber “intercambio de textos y de ritos de los dos Misales” (punto d). La Pontificia Comisión Ecclesia Dei, sin embargo, entendió que el motu proprio de 1988, al exhortar a una “más amplia y generosa aplicación” de Quattuor abhinc annos, permitía apartarse de esos dos principios y, en consecuencia, hizo concesiones que los contradecían, modificando de esta manera el Misal Romano de 1962. Esos cambios se pueden ver en los apéndices que siguen a nuestro comentario. Todo ello, empero, ya no tiene ningún sentido a la luz del motu proprio Summorum Pontificum, que acabó con el régimen de indulto, restituyendo al rito romano clásico en su estatus de perfecta legalidad y definiendo claramente cuál es su expresión legítima: el Misal Romano según la edición típica publicada en 1962 por el beato Juan XXIII.

De todo lo cual se desprende que no hay contradicción entre la carta de la Pontificia Comisión Ecclesia Dei de 20 de enero de 2010 y las anteriores decisiones de ese mismo dicasterio, por la sencilla razón de que éstas ya no tienen efecto legal desde el día mismo en que entró en vigor Summorum Pontificum. No hay, por lo tanto, ninguna continuidad entre unas normas y otras. El 14 de septiembre de 2007 fue un nuevo comienzo, habiendo querido Benedicto XVI pasar página de la Historia reciente para evitar resentimientos, recriminaciones y divisiones, estableciendo así la pax liturgica en la Iglesia. Dato interesante y que rubrica cuanto tenemos dicho: el Misal Romano de 1962 acaba de ser reimpreso por la Tipografía Vaticana, incluyendo en él la modificación aportada por el Papa en cuanto a la oración solemne de Viernes Santo por los judíos. Ése es el libro litúrgico que contiene la forma extraordinaria del rito romano de la misa y a ese mismo debemos atenernos hasta una nueva indicación de Roma. Obviamente, en él no hay ni rastro de las concesiones de Ecclesia Dei anteriores al 14 de septiembre de 2007.

Por lo que se refiere a la decisión concerniente al traslado de fiestas de precepto al domingo siguiente para uniformar su celebración en los mismos días que se observan en la forma ordinaria, no se ve la dificultad. No se toca el rito mismo de la forma extraordinaria ni se cambia el calendario por el de 1970. Se trata meramente de una traslación de fiestas o de sus solemnidades externas, por otra parte ya contemplada en el Misal de 1962 (Rubricae Generales, cap. XIII, y Rubricae Generales Missalis Romani, cap. V). Como muy bien señaló Mons. Camille Perl a UNA VOCE, hay que distinguir el derecho canónico del derecho litúrgico y aquél faculta a las conferencias episcopales, previa aprobación de la Santa Sede, a “suprimir o trasladar a domingo algunas de las fiestas de precepto” (can. 1246 § 2). No se obliga, por lo demás, a no celebrar las fiestas en cuestión en el día fijado en el calendario del Misal de 1962.

Finalmente, respecto a la última observación del articulista sobre la lectura de las traducciones en vernáculo de la Epístola y del Evangelio de la misa, es interesante la referencia que hace a un documento hoy olvidado, pero muy importante y útil para los tiempos presentes de aplicación del motu proprio: la instrucción De música sacra et sacra liturgia de la Sagrada Congregación de Ritos de 3 de septiembre de 1958. Ésta será objeto de un próximo artículo en este blog porque toca la cuestión de la participación de los fieles en la celebración de la misa y se habla en ella de una modalidad recuperable de esa participación: la misa dialogada. Hay que señalar, empero que esa instrucción precisamente veta a Esperamos haber contribuido positivamente al debate en torno a la carta de la Pontificia Comisión Ecclesia Dei de 20 de enero de 2010.


El Missale Romanum del beato Juan XXIII es la expresión
de la forma extraordinaria de la misa de rito romano


Apéndice I

De la Carta del cardenal Paul Augustin Mayer, presidente de la Pontificia Comisión Ecclesia Dei, a los obispos de los Estados Unidos (Protocolo nº 500/90), difundida como memorándum con fecha 19 de abril de 1991 por la oficina del Secretario General de la Conferencia Episcopal norteamericana:

“5. Following upon the "wide and generous application" of the principles laid down in Quattour abhinc annos and the directives of the Fathers of the Second Vatican Council (cf. Sacrosanctum Concilium 51 & 54), the new Lectionary in the vernacular could be used as a way of "providing a richer fare for the faithful at the table of God's Word" in Masses celebrated according to the 1962 Missal. However, we believe that this usage should not be imposed on congregations who decidedly wish to maintain the former liturgical tradition in its integrity according to the provision of the motu proprio Ecclesia Dei. Such an imposition might also be less likely to invite back to full communion with the Church at this time those who have lapsed into schismatic worship”.

Traducción española:

“5. En consonancia con la “amplia y generosa aplicación” de los principios emanados por Quattour abhinc annos y las directivas de los Padres del Concilio Vaticano II (cf. Sacrosanctum Concilium 51 & 54), puede usarse el nuevo Leccionario en lengua vernácula en las misas celebradas según el Misal de 1962, como una manera de que “la mesa de la palabra de Dios se prepare con más abundancia para los fieles”. Sin embargo, creemos que este uso no debería imponerse a las congregaciones que decididamente desean mantener la antigua tradición litúrgica en su integridad conforme a lo dispuesto en el motu proprio Ecclesia Dei. Tal imposición podría también en este momento disuadir de regresar a la plena comunión con la Iglesia Católica a aquellos que han incurrido en culto cismático”.


Apéndice II





Traducción española de los párrafos pertinentes:

“1. Esta Pontificia Comisión no ve dificultad en que el celebrante lea una traducción aprobada en lengua vernácula de la Epístola y del Evangelio propios del Misal de 1962, observando, por lo demás, las rúbricas establecidas en el Ritus servandus.

“2. En lo concerniente a la celebración de Misas pontificales y solemnes:

a) Esta Pontificia Comisión no ve dificultad en que el celebrante y los ministros se unan a la
schola cantorum y a la congregación en el canto en gregoriano del Gloria o del Credo en lugar de leerlos privadamente como está ordenado en el Ritus servandus. Esta costumbre fue ya admitida por la Iglesia poco tiempo después de la publicación del Missal Romano de 1962. Lo mismo vale, mutatis mutandis, para la misa cantada.

b) Esta Pontificia Comisión no ve dificultad en que toda la congregación cante el Pater Noster en todas las misas cantadas.

“En relación a todas las cuestiones que anteceden, esta Pontificia Comisión ya ha dado disposiciones semejantes para las misas conventuales celebradas en abadías benedictinas de Francia a las que se ha otorgado el uso de los libros litúrgicos en vigor en 1962. Incluimos copia de tales disposiciones para información de Vuestra Excelencia y creemos que ellas pueden fácilmente ser asimismo aplicadas a las situaciones parroquiales.

“3. Esta Pontificia Comisión no ve dificultad en el uso de los prefacios que Vuestra Excelencia ha indicado, toda vez que ya fueron permitidos por indultos de la Congregación de Ritos. Además, los muy ricos prefacios del Misal de Pablo VI pueden igualmente ser usados para las misas respectivas en el Misal Romano de 1962. Incluso aunque el indulto original
Quattuor abhinc annos de 3 de octubre de 1984 insistía en que “no debe haber intercambio de textos y ritos entre los dos Misales”, esta Pontificia Comisión ha sostenido insistentemente que, a la luz de la “amplia y generosa aplicación de las normas ya emanadas… para el uso del Misal Romano de 1962” (Ecclesia Dei, 6, c), tal práctica sería aceptable”.



Traducción española:


DISPÓNGASE LA MISA CONVENTUAL DEL MODO SIGUIENTE

1. Cuando la misa conventual siga a algún parte del oficio divino, comiéncese con el canto del Introito, omitiendo las preces al pie del altar.

2. Celébrese la Liturgia de la Palabra desde la sede.

3. Proclámense las lecturas cara al pueblo, en latín o en lengua vernácula; el celebrante no repite las lecciones ni los cantos del coro o del pueblo.

4. En el lugar apropiado, es decir, después del Oremus que precede al Ofertorio, puede colocarse las Plegaria Universal conforme a las fórmulas debidamente aprobadas contenidas en los libros litúrgicos o en otras fuentes.

5. Cántese la oración sobre las ofrendas [secreta].

6. El sacerdote celebrante cante la doxología “Per Ipsum” mientras eleva el cáliz juntamente con la hostia sobre el altar, a lo que el coro responde “Amen”.

7. Canten todos el Pater Noster junto con el celebrante.

8. Cántese la bendición final, después de la cual se omite la lectura del Prólogo de San Juan.


Apéndice III

Extraordinary Form of the Roman Rite


This booklet, ideal for parish use, is not only a guide for those acquainting themselves with the Extraordinary Form of the Roman Rite (popularly known as the Tridentine Rite), but also a resource for those already familiar with this rich liturgy. Beautifully typeset and illustrated, The Order of Mass also contains an introduction to the Extraordinary Form, giving a brief history of the development of the liturgy. Other features include:

• Foreword by the Archbishop of Melbourne, Australia,
• Devotional prayers for before and after Mass
• The prefaces of the season or feast, as well as select prefaces from the Pauline Missal approved for use with the Extraordinary Form
• Thanksgiving prayers after Holy Communion
• Motu propio “Summorum Pontificum” of Pope Benedict XVI
• Letter of Pope Benedict XVI to Bishops
• Decisions of the Ecclesia Dei Commission

Esta guía contiene:

“los prefacios de tiempo o festivos, así como una selección de prefacios tomados del Misal Paulino aprobados para el uso de la forma extraordinaria”.

“Decisiones de la Pontificia Comisión
Ecclesia Dei”.



Apéndice IV


Letter to the President of the Pontifical Commission Ecclesia Dei
from the Chairman of the Latin Mass Society

HE Darío Cardinal Castrillón Hoyos,
President, Pontifical Commission Ecclesia Dei,
Palazzo del Sant’ Uffizio 11,
00120 Vatican City State.

3 July 2008

Your Eminence,

Holydays of Obligation

The recent announcement by the Bishops of England and Wales that your dicastery has clarified to them “that in the Roman Rite, whichever Form of the liturgy is being celebrated, the Holydays of Obligation are held in common” has given rise to a good deal of confusion and some disquiet amongst our membership.

Whilst we most certainly wish to maintain and to manifest hierarchical communion with our bishops and through them our unity of faith with our brothers and sisters in the faith, there are a number of pastoral reasons - not the least the hope of reconciliation with those not in a regular relationship with the Church - that suggest that this question not be interpreted with a rigour that confuses or scandalises our weaker brethren.

It also seems that the statement of the Bishops of England and Wales does not sufficiently take into account the liturgical laws intrinsic to the liturgical books in use in 1962. Therefore, for the good of souls and the preservation of charity, on behalf of the Latin Mass Society of England and Wales, I request your authoritative clarification on the following points:

I. That the legitimate use of the liturgical books in use in 1962 decreed by the Sovereign Pontiff in Summorum Pontificum includes the right to the use of the calendar intrinsic to those liturgical books.

II. That, whilst in accordance with Canon 1246 the Episcopal Conference with the approbation of the Holy See legitimately transfers Holydays of Obligation or suppresses the obligation of Holydays, it is legitimate to celebrate the Mass and Office of those feasts on the days prescribed in the calendar of the liturgical books in use in 1962 with the clear understanding that, in accordance with the legitimate decision of the Episcopal Conference, there is no obligation to attend Mass on those days.

III. That, in accordance with nn. 356-361 of the Rubricae generales Missalis romani of 1962, it is appropriate to celebrate the external solemnity of Holy Days on the Sunday to which they have been transferred by the Episcopal Conference as has been customary in many other countries hitherto.

As the task of compiling the Ordo for 2009 is upon us, I would be most grateful for Your Eminence’s clarification of these questions as soon as is possible.
Your servant in Christ,

Julian Chadwick
Chairman
Latin Mass Society


________________________________________


Letter from the Vice-President of the Pontifical Commission
Ecclesia Dei to the Chairman of the Latin Mass Society



PONTIFICIA COMMISSIO « ECCLESIA DEI »
N. 107/97

Rome, 20 October 2008

Dear Mr. Chadwick,

I wish to acknowledge receipt of your letter of 3 July 2008 in which you raise certain questions pertaining to Holydays of obligation.

In the first instance I wish to point out that the question of the liturgical calendar to be followed for the use of the liturgical books of the extraordinary form of the Roman Rite is one that will continue to be studied by this Pontifical Commission. Hence present responses should be understood without prejudice to any subsequent clarifications which may be eventually made by this Pontifical Commission.

With regard to your queries we may state that:

1. The legitimate use of the liturgical books in use in 1962 includes the right to the use of the calendar intrinsic to those liturgical books.

2. While in accordance with Canon 1246 §2 of the Code of Canon Law the Episcopal Conference can legitimately transfer Holydays of obligation with the approbation of the Holy See, it is also legitimate to celebrate the Mass and Office of those feasts on the days prescribed in the calendar of the liturgical books in use in 1962 with the clear understanding that, in accordance with the legitimate decision of the Episcopal Conference, there is no obligation to attend Mass on those days.

3. Thus, in accordance with nn. 356-361 of the Rubricae Generales Missalis Romani of 1962, it is appropriate to celebrate the external solemnity of Holy Days on the Sunday to which they have been transferred by the Episcopal Conference, as has been customary in many other countries hitherto.

With prayerful best wishes I remain,

Sincerely yours in Christ,

Rev. Msgr Camille Perl
Vice President


Traducción de los pasajes relevantes:

“1. El uso legítimo de los libros litúrgicos vigentes en 1962 incluye el derecho de acogerse al calendario intrínseco a esos libros litúrgicos.

“2. Al tiempo que, conforme al canon 1246 §2 del Código de Derecho Canónico, la Conferencia Episcopal puede trasladar fiestas de precepto con la aprobación de la Santa Sede, también es lícito celebrar la misa y el oficio de tales fiestas en los días prescritos por el calendario de los libros litúrgicos vigentes en 1962, teniendo claramente en cuenta que, de acuerdo a la legítima decisión de la Conferencia Episcopal, no hay obligación de asistir a misa en esos días.

“3. Por consiguiente, conforme a los nros. 356-361 de las Rubricae Generales Missalis Romani de 1962, es oportuno celebrar las solemnidad externa de los días de precepto en el domingo al cual hayan sido trasladados por la Conferencia Episcopal, como ha sido costumbre hasta la fecha en muchos otros países”.



Apéndice V


http://www.adoremus.org/1958Intro-sac-mus.html


Próximamente ofreceremos la traducción española de este importante documento y su respectivo comentario.


Sacrificum perpetuum

lunes, 22 de febrero de 2010

Panorama del latín en la Iglesia contemporánea (y III)


Hoy, 22 de febrero, festividad de la Cátedra de San Pedro (antiguamente la Cátedra de San Pedro en Antioquía), se cumplen 48 años de la promulgación de la constitución apostólica Veterum sapientia sobre el renacimiento, estudio y uso del latín en la Iglesia. El beato papa Juan XXIII quiso que este documento suyo revistiese la forma más solemne del magisterio papal cual es la constitución apostólica, que suele ocuparse de asuntos fundamentales en la vida de la Iglesia. Por ahí puede verse la importancia que el latín tiene en ella, no sólo por ser la lengua por así decirlo sagrada de la liturgia romana, sino por ser el vehículo de expresión oficial de los actos de magisterio y de gobierno. En tiempos fue también el idioma en el que se realizaban los estudios eclesiásticos. Gracias al latín, los prelados y sacerdotes católicos romanos se podían distinguir como hombres de alto nivel. Y es que esta lengua clásica –junto con el griego– no sólo da una capacidad de comprensión a nivel de comunicación, sino un modo de ver la vida, un estilo inconfundible por su nobleza, concisión, sentido de la exactitud y belleza. Y también, una familiaridad con aquella “sabiduría de los antiguos” encomiada por el beato Juan XXIII.

Detrás de la firme voluntad del papa Roncalli de hacer que el latín recuperara el lugar que le correspondía en la Iglesia (en medio de la contestación de las tendencias entonces consideradas modernas y hoy felizmente en trance de superación) es justo señalar la inspiración y el denuedo de un ilustre miembro del Sacro Colegio: el cardenal Antonio Bacci (foto), elevado a la púrpura por el beato Juan XXIII. Era éste un eximio latinista, antiguo profesor del seminario de Florencia, que entró a servir en la secretaría de Estado a principios del reinado de Pío XI por su dominio de la lengua de la antigua Roma. En 1931 fue nombrado responsable de la Secretaría de los Breves a los Príncipes y de las Cartas Latinas, encargada de la redacción en latín de los documentos pontificios. En esta sección permaneció 31 años, supervisando todas las actas del magisterio de Pío XI, el venerable Pío XII y el beato Juan XXIII. El cardenal Bacci fue autor de interesante diccionario: el Lexicon Eorum Vocabulorum Quae Difficilius Latine Redduntur, una aproximación del latín a la vida moderna, mediante la acuñación de neologismos que expresaran conceptos y cosas inexistentes en los tiempos de los Césares. Como el año pasado fue el año del cardenal Ottaviani (con quien presentó al papa Pablo VI el Breve Examen Crítico del Novus Ordo Missae, como se recordará), éste lo es del cardenal Bacci, ya que en 2010 se cumplen dos importantes efemérides con él relacionadas: los 125 años de su nacimiento (4 de septiembre de 1885) y los 50 años de su creación cardenalicia (28 de marzo de 1960). Oportunamente recordaremos ambas en este blog. En este nuevo aniversario de la Veterum sapientia era justo rememorar a quien más hizo por el latín en los tiempos modernos.

Como colofón a nuestra serie dedicada al latín en la Iglesia contemporánea hemos querido ofrecer a nuestros lectores la posibilidad de acceder a una obra tan importante cuanto desconocida en nuestros días: los comentarios que hizo a la por entonces recién publicada constitución apostólica Veterum sapientia otro ilustre latinista: Mons. Fiorenzo Romita, canonista y cultor de música sacra (fue presidente de la Federación Internacional Pueri Cantores), que fuera subsecretario de la Sagrada Congregación para el Clero entre 1966 y 1977. Las Adnotationes in Constitutionem Apostolicam “Veterum Sapientia” de Latinitatis studio provehendo, publicadas el mismo año 1962 por Desclée como separata de la revista Monitor Ecclesiasticus (LXXXVII, pp. 191-275) constituyen un valiosísimo recurso no sólo para la interpretación del documento papal, sino para el conocimiento de la posición y el papel del latín en la vida de la Iglesia. De momento hemos incluido de modo permanente el opúsculo en latín como documento descargable en la columna de la derecha de este blog. Esperamos poder ofrecer en un futuro su traducción española. Entretanto, confiamos en que nuestros lectores familiarizados con el latín puedan sacar el mayor provecho del texto que ponemos a disposición de todos.

jueves, 18 de febrero de 2010

Importantes precisiones de la Pontifica Comisión Ecclesia Dei


La consulta a la PCED en alemán

Nuestra traducción de la consulta a la PCED

Las respuestas de la PCED en italiano


Nuestra traducción de las respuestas de la PCED


Con una inusitada presteza para las costumbres de la Curia Romana, Mons. Guido Pozzo, secretario de la Pontificia Comisión Ecclesia Dei (PCED), ha respondido a la carta que a principios de año enviara a dicho dicasterio un sacerdote polaco, encargado diocesano de los fieles vinculados al rito romano extraordinario del obispado de Rzeszów (sede suburbicaria de Przemyśl). La verdad es que desde que el Santo Padre Benedicto XVI publicó su motu proprio Summorum Pontificum no han cesado de llegar consultas de todo tipo a la PCED acerca de la manera de aplicar en la práctica este documento (como si el Papa no hubiera sido suficientemente claro). La mayoría de esas consultas versan sobre cuestiones más bien triviales, lo cual es de lamentar porque se hace perder el tiempo a un personal ya exiguo y sobrecargado de trabajo, el cual, de esta manera, no puede atender a lo verdaderamente urgente. Pero la carta que nos ocupa es ciertamente muy interesante porque toca puntos de importancia que se han planteado no sólo en la diócesis polaca, sino también en muchas otras (incluida alguna de España). Es por ello por lo que hemos considerado conveniente un comentario sobre las preguntas elevadas mediante dicha carta a la PCED y las respuestas de su secretario.

En primer lugar, es tratado el asunto del Triduo Sacro, abordado en el motu proprio, cuyas palabras al respecto han sido malinterpretadas, llegándose a decir que el Papa no permite la celebración del Triduo Sacro en la forma extraordinaria.

Veamos, antes que nada, lo que realmente se afirma en el documento pontificio: “In Missis sine populo celebratis, quilibet sacerdos catholicus ritus latini, sive saecularis sive religiosus, uti potest aut Missali Romano a beato Papa Ioanne XXIII anno 1962 edito, aut Missali Romano a Summo Pontifice Paulo VI anno 1970 promulgato, et quidem qualibet die, excepto Triduo Sacro” (Traducción española no oficial: “En las Misas celebradas sin el pueblo, todo sacerdote católico de rito latino, tanto secular como religioso, puede utilizar sea el Misal Romano editado por el beato papa Juan XXIII en 1962 que el Misal Romano promulgado por el papa Pablo VI en 1970, en cualquier día, exceptuado el Triduo Sacro”).

Aquí se habla de las misas sin pueblo o "privadas" (léase “rezadas”), es decir de aquellas que no revisten solemnidad. Ahora bien, los oficios del Triduo Sacro (Jueves, Viernes y Sábado Santos en la liturgia romana clásica), por su propia naturaleza, son celebraciones solemnes (que requieren, por lo tanto, ministros, canto, incienso, etc.). No se conciben celebraciones rezadas, sino a título de excepción por motivos pastorales a juicio del ordinario y sólo para la misa In coena Domini del Jueves Santo (cfr. Ordo Hebdomadae Sanctae instauratus, 1955). Pero esto vale tanto para la forma extraordinaria como para la ordinaria. No se permiten, pues, tampoco celebraciones sine populo con el Misal de 1970 (Ordo de Pablo VI).

De esto se desprende que los oficios del Triduo Sacro se pueden perfectamente celebrar solemnemente en cualquiera de las formas del rito romano. Si la celebración en la forma clásica o extraordinaria no estuviera permitida en absoluto (como erróneamente sostienen algunos) no habría tenido ningún sentido que Benedicto XVI modificase la oración solemne del Viernes Santo por los judíos en el Misal Romano de 1962.

Otra cosa es que la celebración del Triduo Sacro (y, por extensión, de toda la Semana Santa) en la forma extraordinaria del rito romano interfiera con su celebración según el rito ordinario en la misma parroquia o rectoría, donde se ha venido oficiando habitualmente en esta última forma. Y ello porque, como principio (válido para el Misal de 1962 como para el Misal de 1970), no debe haber en cada iglesia más que una sola celebración del Triduo Sacro. La dificultad planteada por el sacerdote polaco es muy pertinente porque, en la práctica, todas las iglesias de una diócesis normalmente tienen ya establecida la celebración de la Semana Santa según el rito moderno, por lo cual, para establecer la de rito clásico habría que suprimir aquélla, con las consiguientes complicaciones que podrían suscitarse.

La respuesta de la PCED es prudente: es posible la celebración adicional (no substitutoria) de los oficios del Triduo Sacro según el usus antiquior en una parroquia o rectoría, pero si el ordinario del lugar lo juzga conveniente. Esto está en el espíritu del motu proprio, en el cual (Art.5. §1) se dice que el párroco “videat ut harmonice concordetur bonum horum fidelium cum ordinaria paroeciae pastorali cura, sub Episcopi regimine ad normam canonis 392, discordiam vitando et totius Ecclesiae unitatem fovendo” (Traducción española no oficial: “Debe procurar que el bien de estos fieles se armonice con la atención pastoral ordinaria de la parroquia, bajo la guía del obispo como establece el can. 392 evitando la discordia y favoreciendo la unidad de toda la Iglesia”). Se quiere evitar, pues, que la celebración del Triduo Sacro según la forma extraordinaria pueda entrar en conflicto con la “atención ordinaria de la parroquia” y ser origen de discordias. Por eso, en el supuesto de inexistencia de una iglesia disponible para la liturgia romana clásica en una diócesis, se remite al obispo la decisión sobre la concurrencia de las dos formas del rito romano para los oficios del Triduo Sacro en una misma iglesia. Es él, en efecto, según el canon citado, como promotor de la disciplina común a toda la Iglesia, quien debe “vigilar para que no se introduzcan abusos en la disciplina eclesiástica, especialmente acerca del ministerio de la palabra, la celebración de los sacramentos y sacramentales, el culto de Dios y de los Santos y la administración de los bienes”.

Pasemos al segundo punto de la consulta, que guarda cierta relación con el anterior. En el caso del Triduo Sacro se trataba de la falta de disponibilidad de lugares; en la presente cuestión el problema es la falta de horarios razonables disponibles para la misa dominical (y festiva) en rito romano extraordinario en iglesias que los tienen todos cubiertos por la celebración en el ordinario. La celebración pedida por el grupo estable con arreglo al motu proprio se ve, así, con frecuencia fijada a horas intempestivas e incómodas: o muy temprano por la mañana (obligando a los fieles a madrugar en un domingo) o en las primeras horas posmeridianas (perturbando la hora de las comidas). Aunque el sacerdote polaco no lo menciona, lo mismo ocurre en horario vespertino. No queda, pues, otra solución que reemplazar una de las celebraciones según el Misal de 1970 por otra según el Misal de 1962, lo cual puede ser origen de contrariedades.

La respuesta de la PCED deja “al prudente juicio del párroco” la decisión, siempre y cuando se reconozca que el grupo estable de fieles que piden la celebración en la forma extraordinaria tienen derecho a ella. Ahora bien, si tienen derecho, esos fieles no pueden ser tratados como “católicos de segunda”, a los que se relega y se les dificulta la práctica religiosa de acuerdo a su sensibilidad (que es lo que pasaba bajo el régimen de indulto). Si la Santa Misa en rito ordinario se celebra cada hora los domingos en una parroquia o rectoría tampoco es mucho pedir que se sacrifique una de esas celebraciones en favor del rito antiguo para permitir que los fieles que lo desean cumplan cómodamente el precepto sin que ello les suponga especiales sacrificios (como si ese rito, en lugar de forma extraordinaria, fuera forma de excepción). El párroco debe poder satisfacer a esos feligreses suyos sin provocar la oposición de los otros, usando medios de persuasión que seguramente no le faltan.

No se insistirá suficientemente en que se debe abandonar definitivamente la mentalidad de indulto: el motu proprio ha dicho claramente que el rito antiguo de la Santa Misa nunca fue abrogado y, en principio, permaneció siempre en vigor. Esto es una interpretación auténtica de las leyes litúrgicas hecha por el Papa, que es el supremo legislador en la Iglesia. Y frente a aquélla no caben ya objeciones. Que un grupo de fieles desee practicar su catolicismo mediante la liturgia romana clásica no puede ser ya considerado un capricho ni un privilegio ni una tolerancia: es un derecho y, como tal, debe poder ser ejercido, como los demás católicos, afectos a la liturgia moderna, ejercen el suyo, es decir: sin cortapisas ni dificultades que los obliguen a resignarse a condiciones poco menos que catacumbales.

La tercera pregunta es particularmente interesante: el párroco, que ya celebra regular y públicamente en el rito ordinario, ¿puede celebrar también en el extraordinario de la misma manera sin que nadie se lo pida? En otras palabras, ¿se le permite al párroco binar por el solo motivo de dar a conocer el usus antiquior a los fieles? Esta inquietud responde a una situación muy real: no han pasado en vano cuatro décadas de práctica y abusiva proscripción del rito clásico de la Misa romana. La inmensa mayoría de personas por debajo de la cincuentena no lo recuerda o simplemente no lo ha conocido nunca. Ahora bien, en muchos sitios se considera al motu proprio como algo inútil, ya que “nadie pide la misa tridentina” (es con lo que cuentan ciertos obispos, que disimulan mal su rechazo a esta medida papal, para que ésta quede en papel mojado). Pero cabría preguntar, ¿cómo van los fieles a pedir esa misa si no la conocen? Ignoti nulla cupido.

En realidad no se ha comprendido el espíritu con el que el Santo Padre Benedicto XVI ha dado Summorum Pontificum a la Iglesia: “Lo que para las generaciones anteriores era sagrado, también para nosotros permanece sagrado y grande y no puede ser improvisamente totalmente prohibido o incluso perjudicial. Nos hace bien a todos conservar las riquezas que han crecido en la fe y en la oración de la Iglesia y de darles el justo puesto”. Según esto, también a aquellos que no han conocido esa riqueza litúrgica de la Iglesia que es la forma extraordinaria del rito romano (la cual es y permanece sagrada) les hace bien conservarla, pero sólo la podrán conservar si la desean y sólo la desearán si la conocen. No tienen, pues, por qué ser excluidos de la posibilidad de conocer, amar y disfrutar de un tesoro que es para todos y no para unos cuantos. En este sentido, el párroco o rector debería poder ofrecer esa posibilidad a sus feligreses aunque nadie se lo pida.

Lo que no puede admitirse es que trate de imponer la forma extraordinaria en perjuicio y con exclusión de la ordinaria (como sucedió en una parroquia italiana). El mismo derecho que tienen los fieles vinculados a una lo tienen los vinculados a la otra. Y el rito romano moderno es válido y santo y no puede excluirse totalmente según el Papa, formando, a su vez, parte de la riqueza litúrgica de la Iglesia (cfr. Carta a los Obispos que acompaña al motu proprio Summorum Pontificum). La respuesta de la PCED es también en este caso razonable. Se apela a la prudencia del párroco, a su sentido de la oportunidad y a su capacidad para no levantar suspicacias, divisiones ni resquemores. En una comunidad parroquial en la que los fieles están habituados a la forma ordinaria (quizás incluso desde la misma erección de la parroquia), se debe proceder con gran juicio y como por etapas, considerando que para ellos la novedad es la forma extraordinaria, que o no recuerdan (los mayores) o ni siquiera conocen (los jóvenes) o hacia la que incluso puede haber alguna hostilidad de parte de ciertos círculos. Está en el párroco ir introduciendo sabiamente esa liturgia de modo que sus hijos espirituales le tomen gusto espontáneamente y acaben por querer aprovecharse de su gran riqueza espiritual.

Otra consideración acerca del punto que nos ocupa es el principio según el cual “las dos formas del uso del rito romano pueden enriquecerse mutuamente”, como lo afirma Benedicto XVI (cfr. Carta a los Obispos). Esto apunta a una coexistencia de ambas formas; de otro modo, ¿cómo podría darse el mutuo enriquecimiento? El sentido de participación activa (actuosa participatio), auspiciado por Pío XII y querido por el Concilio Vaticano II es un aporte positivo a la celebración de la Misa según el usus antiquior, en la cual, a veces, se cae en la tentación de la devoción privada; por otro lado, el sentido de lo sagrado y el respeto al misterio que presiden ese mismo usus antiquior pueden informar también las celebraciones según el Misal de Pablo VI. Esto sólo es posible si se pueden poner en relación ambas formas en una misma parroquia o rectoría (como sucede en el Brompton Oratory de Londres, modélico a este respecto).

Pasemos ahora al cuarto punto, que toca el asunto espinoso de la combinación de formas rituales. Es una regla bien establecida en liturgia que no se deben mezclar los ritos: tanto si son heterogéneos (como el latino y los orientales) como si pertenecen a la misma familia ritual (romano y ambrosiano). Parece que esta regla debería aplicarse también a las dos formas litúrgicas romanas, que constituyen, sin embargo, un solo rito. Existe desde hace tiempo la tendencia de querer hacer el usus antiquior más digerible a la mentalidad moderna tomando del usus novior algunos elementos substitutivos de los propios de aquél: por ejemplo, las perícopas de la Epístola y el Evangelio, así como los prefacios y algunas colectas. Asimismo se pretende uniformizar el culto temporal y santoral celebrando según el Misal de 1962, pero con el calendario de 1970, lo cual obliga a hacer verdaderos malabares litúrgicos (el Tiempo de Septuagésima queda colgado, por ejemplo, ya que desapareció con la reforma postconciliar).

En 1986, el Venerable Juan Pablo II nombró una comisión de cardenales para estudiar el modo como podía aplicarse mejor el indulto de 1984 (muy restrictivo) a favor de la celebración de la misa según el rito que hoy se conoce como forma romana extraordinaria. Se llegó a algunas conclusiones (que, por desgracia, en su momento no fueron ratificadas ni puestas en acto), entre las cuales figuraban las siguientes:

- no se veía dificultad en permitir el uso de prefacios del nuevo Misal; y
- en cuanto al uso facultativo del leccionario, había reservas al temerse confusión a causa de la no perfecta correspondencia al calendario de los dos Misales.

En tiempos de la presidencia del cardenal Paul Augustin Mayer, se barajó por la PCED la posibilidad de permitir el uso del leccionario y los prefacios, cosa que aún en la época del cardenal Castrillón Hoyos se contemplaba. Sin embargo, el Papa fue muy preciso en el motu proprio: “en el Misal antiguo se podrán y deberán inserir nuevos santos y algunos de los nuevos prefacios. La Comisión Ecclesia Dei, en contacto con los diversos entes locales dedicados al usus antiquior, estudiará las posibilidades prácticas” (Carta a los Obispos).

Según esto último tenemos dos cosas: 1) que el enriquecimiento del Misal del beato Juan XXIII por el de Pablo VI consistirá en la adopción de los nuevos prefacios y la incorporación de los nuevos santos canonizados que aparecen en su calendario, y 2) que esto se hará de acuerdo con los directamente interesados, es decir, con los institutos y asociaciones que promueven la forma extraordinaria. No se habla ya en ningún momento de un cambio de perícopas ni menos de tomar colectas u otras oraciones variables de la forma ordinaria. Lo de los prefacios no tiene mayor dificultad porque en los últimos siglos, desde que San Pío V promulgó su Misal, los sucesivos pontífices añadieron nuevos prefacios. Con todo, su repertorio no es todo lo rico que sería deseable (faltan prefacios para Adviento, Septuagésima, Eucaristía, Santos y Dedicación de Iglesias, por ejemplo, aunque algunos puedan encontrarse en ediciones tardías del Misal del beato Juan XXIII como prefacios pro aliquibus locis). En la selección de prefacios tomados del Misal de Pablo VI, no obstante, se tendría que tener cuidado en la diferencia de lenguaje y de estilo de algunos de ellos, que exigirían una adaptación para hacerlos más conformes al ethos de la forma extraordinaria. Por lo que se refiere a la incorporación de nuevos santos, es incluso deseable, ya que existen algunos de envergadura universal como San Maximiliano Kolbe, Santa Teresa Stein, San Pío de Pietrelcina y (cuando sea canonizada) la Madre Teresa de Calcuta. Lo que pasa es que: o se compone una misa propia para cada uno según la estructura del rito romano clásico, o bien se les asigna una misa del común de santos según la categoría de cada uno (lo que es menos enriquecedor).

La PCED, al dar respuesta negativa a la cuarta pregunta de la consulta que estamos comentando no ha hecho sino su deber. El Papa ha declarado en el motu proprio (Summorum Pontificum, art. 1): “Missale (…) Romanum a S. Pio V promulgatum et a B. Ioanne XXIII denuo editum habeatur uti extraordinaria expressio (…) Legis orandi Ecclesiae et ob venerabilem et antiquum eius usum debito gaudeat honore” ("el Misal Romano promulgado por San Pío V y nuevamente por el beato Juan XXIII debe considerarse como expresión extraordinaria de la misma Lex orandi y gozar del respeto debido por su uso venerable y antiguo"). Así pues, hasta nueva disposición del Santo Padre, el rito extraordinario se contiene exclusivamente en el Misal Romano según su edición típica de 1962. Los eventuales enriquecimientos a los que hemos aludido antes y contemplados en el mismo motu proprio no han sido aún decididos. Por lo tanto, como nadie es dueño de la liturgia, está claro que cualquier modificación en este sentido constituye un abuso. Recordemos que la debacle del culto católico empezó por una actitud de poco respeto a las normas litúrgicas, promoviendo una engañosa “creatividad” que ha perjudicado mucho la percepción que de la forma ordinaria tienen muchos católicos escandalizados. No empecemos igual con la forma extraordinaria. Afortunadamente, la PCED ha cortado por lo sano con una negativa pura y simple a cualquier commixtio ritus formarum.

Y llegamos, en fin, a la última cuestión, muy debatida también en los ambientes vinculados a la liturgia romana clásica: las lecturas en lengua vernácula. Aquí hay que tener cuidado en no confundir las cosas. Ojo que la forma en que está formulada la pregunta a la PCED excluye ya que se puedan omitir las lecturas en latín. Eso no es lo que está en discusión: se presupone que el celebrante realiza las lecturas en latín y que éstas se pueden recitar traducidas a la lengua vernácula a continuación. Lo que realmente se plantea es la posibilidad de que sea un laico y no el mismo sacerdote el que lea las traducciones después de las lecturas hechas en latín (por eso se dice: “aunque el sacerdote domine” la lengua vernácula y por lo tanto, sea capaz de leer dichas traducciones). La respuesta de la PCED es muy clara: las lecturas de la misa las debe hacer el sacerdote o el diácono “en los casos previstos por la liturgia” (en la misa solemne); las traducciones de esas lecturas las podrá hacer después un laico. Esto es muy importante. Al encargarse un laico de las traducciones, la función litúrgica del sacerdote no se presta a confusiones. Expliquémonos.

La Misa de los Catecúmenos (Liturgia de la Palabra en la terminología del Novus Ordo), aunque su carácter sea más bien didáctico, no deja de ser por ello primordialmente un acto litúrgico de culto a Dios. Las lecturas de la Misa no son simples “comunicaciones” a los fieles de lo que Dios ha revelado a los hombres: son, además y sobre todo, epifanías de la Palabra de Dios, comunicada a través de los Patriarcas, los Profetas y los Apóstoles (Epístola) y encarnada en Jesucristo (Evangelio). Las perícopas de la Sagrada Escritura que se leen o cantan en la Misa trascienden el simple propósito instructivo y la dimensión puramente cognoscitiva. Vincular a las lecturas de la Misa una necesidad de comprensión clara y distinta es puro cartesianismo. La Palabra de Dios se honra y se adora. Por eso el Evangelio, que manifiesta al Logos hecho carne (Verbum caro factum), es objeto de reverencia litúrgica: lo lleva solemnemente y lo inciensa el diácono, es acompañado por los ceroferarios, lo sostiene el subdiácono y lo besa el preste. Consideradas de esta forma, las lecturas adquieren otra dimensión y entran en el terreno de lo sagrado, de lo discontinuo con la vida común, de lo mistérico y sacramental. Recuérdese que oír recitar o cantar el Evangelio con devoción es uno de las nueve maneras de borrar los pecados veniales y que pronunciar el Prólogo de San Juan sobre alguien era considerado un sacramental eficaz. Las lecturas de la Misa, puesto que son algo sagrado, deben ser recitadas o cantadas en la lengua litúrgica propia de la Iglesia, que es el latín para el rito romano (hablamos de la forma extraordinaria obviamente). Esto lo tienen más claro los hermanos de Oriente, de los que deberíamos aprender esa veneración hacia la epifanía de Dios en su Palabra.

En esta perspectiva, las traducciones, que no tienen otro cometido que el de hacer inteligible las lecturas hechas litúrgicamente por el celebrante, son extrañas al culto en sí. No parece conveniente, pues, que el sacerdote interrumpa su oficio de liturgo para hacer de mero intérprete. Y en este sentido la respuesta de la PCED es muy satisfactoria al permitir que un laico se encargue de ellas. Se habría podido añadir que la recitación de las traducciones por un laico la hiciese éste fuera del presbiterio, para marcar perfectamente la diferencia entre la proclamación litúrgica de la Palabra de Dios y su lectura a título didáctico. Esta diferencia estaba ya apuntada por el Concilio de Trento que imponía a los párrocos explicar las lecturas de la Misa en el sermón (es decir, fuera del acto litúrgico). En algunas iglesias, lo que se ha venido haciendo hasta ahora en las celebraciones en la forma extraordinaria es que el sacerdote, al empezar la homilía (quitado el manípulo y hasta la casulla, ornamentos de sacrificador) desde el púlpito o el ambón, comenzara por leer las traducciones de la Epístola y el Evangelio que acababa de proclamar en latín en la Misa.

Otra cosa interesante de la respuesta de la PCED a la quinta cuestión es que se acaba con las “traducciones simultáneas” de las lecturas. En ciertos lugares, se leen las traducciones de las lecturas mientras éstas son hechas por el celebrante en el altar (como si estuviera éste realizando un acto de devoción privada), lo que hace prevalecer en los fieles indebidamente lo puramente didáctico sobre lo cultual y litúrgico. Ahora las traducciones de las lecturas deben hacerse después de la proclamación de éstas por el ministro sagrado. Desde luego, queda totalmente desautorizada la práctica abusiva (desgraciadamente observada por algunos miembros de institutos vinculados a la forma extraordinaria del rito romano), de acuerdo con la cual se suprimen las lecturas en latín y se hacen directamente en lengua vulgar por el celebrante. Y no se pueden invocar en defensa de ella los indultos que en los años cincuenta y sesenta se concedieron por motivos pastorales a ciertos países para decir las lecturas en el idioma vernáculo correspondiente, ya que se trataba de una duplicación, es decir: que se permitían las traducciones, pero sin eximir de la previa proclamación en latín. Éste es el tenor, por ejemplo, del privilegio concedido a España por la Sagrada Congregación de Ritos del 11 de enero de 1963.

Y con esto llegamos al final de nuestro comentario sobre estas importantes responsiones de la Pontificia Comisión Ecclesia Dei a través de su secretario Mons. Guido Pozzo (foto). Ellas contribuyen, en parte, a esa clarificación tan esperada sobre el motu proprio Summorum Pontificum que no acaba de llegar y, por ello, no podemos mostrarnos si no agradecidos todos los que amamos el rito romano clásico. Sería de desear, por otra parte, que este dicasterio, puesto que trata de materia tan importante y decisiva como es la litúrgica, para evitar ambiguas, torcidas, antojadizas o erradas interpretaciones, utilizara el latín en sus documentos.

Mons. Guido Pozzo, secretario de la Pontificia
Comisión Ecclesia Dei: ¡gracias!

lunes, 15 de febrero de 2010

Panorama del latín en la Iglesia contemporánea (II)



En esta segunda parte de nuestra serie sobre la actual situación del latín en el ámbito eclesial hemos querido reproducir las páginas que el gran teólogo Romano Amerio dedica a la cuestión en su inestimable libro Iota unum, texto de referencia para quien quiera comprender el período postconciliar. Con su habitual maestría expone primero las razones por las cuales convenía que el latín se conservase en el uso de la Iglesia –como, por otra parte, quería el Concilio– para, a continuación poner el dedo en la llaga de lo que sucedió en la práctica. Ello explica cómo se llegó al punto que denunciaban los latinistas salesianos PP. Pavanetto y Amata, cuyas palabras reproducíamos la semana pasada. Hemos prescindido de las notas y de ciertos apartados más técnicos del Prof. Amerio para dar ligereza al discurso y por no ser necesarios a la comprensión del mismo. También se ha omitido la numeración de los capítulos y apartados en pro de la homogeneidad del tema. De todos modos, para quien esté interesado, la versión íntegra en Iota unum puede consultarse en el vínculo de esta obra en este mismo blog. Conviene hacer notar que, aunque escrito hace ya un cuarto de siglo, todo lo que se dice sobre el latín mantiene una triste actualidad, que esperemos haya empezado ya a disiparse merced a la reforma del papa Benedicto y a la actitud de apertura a ella por parte del clero joven y laicos en los que no pesen los lastres del pasado inmediato.



ROMANO AMERIO HABLA SOBRE EL LATÍN
Y LA DESLATINIZACIÓN EN LA IGLESIA



La reforma litúrgica

La reforma de la liturgia católica es la obra más imponente, visible, universal y eficaz salida del Vaticano II. Contradice los textos de la gran asamblea, y se caracteriza por el carácter anfibológico de sus prescripciones, sobre las cuales se ejercitaron tanto la sutileza bicéfala de los redactores como la hermenéutica posterior, que a causa de la anfibología de los textos apelaba al espíritu del Concilio. Siendo casi inmensa la selva de las materias, nos circunscribiremos a los axiomas patentes y latentes que informaron la reforma, para extraer así de ellos su significado esencial, que también en este punto se resuelve en una general propensión hacia la independencia y el subjetivismo: ya sea en línea histórica, rompiendo con la tradición, ya sea en línea dogmática: sin rechazar ningún artículo de fe, pero eludiendo algunos y rubricando otros.

Siendo uno el objeto real y múltiple la aprehensión subjetiva, la primera manifestación de la mentalidad conciliar fue el abandono de la unidad en beneficio del pluralismo; y puesto que la Iglesia latina tuvo casi desde el principio unidad de idioma en el uso del latín, el espíritu pluralista rompió preliminarmente la unidad idiomática proclamando el abandono del latín como lengua propia de la Iglesia.

La supresión del latín de la liturgia contradice en primer lugar el artículo 36 de la constitución conciliar sobre liturgia, que ordenaba: "Lingua latinae usus in ritibus latinis servetur". Sin embargo, dicho uso se restringió desde el principio a la recitación del Canon, y fue luego totalmente abrogado con la vulgarización integral de la Misa. Contradice la Mediator Dei de Pío XII, que reafirmaba "las serias razones de la Iglesia para conservar firmemente la obligación incondicionada para el celebrante de usar la lengua latina". Contradice la Veterum sapientia de Juan XXIII: "Que ningún innovador se atreva a escribir contra el uso de la lengua latina en los sagrados ritos (...) ni lleguen en su engreimiento a minimizar en esto la voluntad de la Sede Apostólica" (ver § 32). Contradice finalmente la carta apostólica Sacrificium laudis de Pablo VI mismo contra la deslatinización, la cual "no sólo atenta contra este manantial fecundísimo de civilización y contra este riquísimo tesoro de piedad, sino también contra el decoro, la belleza y el vigor originario de la oración y de los cantos de la liturgia".

No observaré, como fue observado y con verdad, que la exterminación del latín contradice también al espíritu democratizador que informa al mundo contemporáneo y, por acomodación, a la Iglesia. Este espíritu mira a la elevación cultural de las multitudes, mientras en el abandono del latín se respira una especie de desprecio hacia el pueblo de Dios, considerado indigno por su crasitud de ser elevado a la percepción de valores excelentes, incluso poéticos; y condenado por el contrario a abandonar esos mismos valores.

Lectio magistralis

Latinidad y popularidad en la liturgia

El Concilio de Trento (ses. XXII, cap. 9) ordenó que en el curso de la Misa el sacerdote explicase al pueblo parte de las lecturas. Esto no sólo se hacía en la homilía, sino también y de modo muy abundante mediante los libros de piedad, difundidísimos hasta el Vaticano II, que facilitaban seguir las diversas partes de la Misa. Llevaban oraciones apropiadas que a menudo parafraseaban los textos litúrgicos, e incluso viñetas reproduciendo del modo más evidente posible ante los ojos el aspecto del altar, los actos del celebrante, y la posición de los vasos y de los ornamentos. Naturalmente, siendo analfabeta gran parte del pueblo cristiano, no se podía encontrar perfecta concordancia entre la devota disposición interior del vulgo y la secuencia de las ceremonias sagradas. Por otro lado, la universalidad (letrada o iletrada) de la asamblea conocía y reconocía los momentos más importantes y las articulaciones del rito, indicadas también por la campanilla. De este modo no faltaba a los ritos sagrados la participación espiritual de los fieles. Y no solamente no faltaba, sino que faltó cada vez menos después de que, en los años de la primera postguerra, en todos los países europeos se difundieran los cuadernillos con el texto latino y la traducción al vulgar del Misal festivo. Y conviene señalar que los misales que contenían el texto latino y yuxtapuesta la traducción en lengua moderna estuvieron en uso desde el siglo XVIII, y no sé si también antes. En la biblioteca de Manzoni en Brusuglio existe uno latín-francés impreso en París en 1778, y era utilizado por donna Giulia.

Suele objetarse que en el rito latino el pueblo estaba desvinculado de la acción de culto y faltaba esa participación activa y personal constituida en intención de la reforma. Pero contra dicha objeción milita el hecho de que la mentalidad popular estuvo durante siglos marcada por la liturgia, y el lenguaje del vulgo recogía del latín cantidad de locuciones, metáforas, y solecismos. Quien lee esa vivísima pintura de la vida popular que es el Candelaio de Giordano Bruno se sorprende del conocimiento que los más bajos fondos tenían de las fórmulas y de los actos de los ritos sagrados: no siempre (es obvio) en la semántica legítima, y a menudo llevados a sentidos deformes, pero siempre atestiguando el influjo de los ritos sobre el ánimo popular. Por el contrario, hoy tal influencia se ha apagado del todo y el lenguaje toma sus formas de otros campos, sobre todo del deporte. El más importante fenómeno lingüístico por el cual quinientos millones de personas han cambiado su lenguaje de culto, no ha dejado hoy la más mínima sombra en el lenguaje popular.


El latín: lengua indiscutible de la Cultura bien entrada la Edad Moderna


Los valores de la latinidad en la Iglesia. Universalidad


No queremos aquí retroceder hasta la Auctorem fidei de Pío VI, que reprobó la propuesta del Sínodo de Pistoya de realizar los ritos en lengua vernácula (Denzinger, 1566). No nos extenderemos ni siquiera sobre la doctrina de Rosmini en Cinque piaghe, cuando consideraba que el justo remedio a la desvinculación del pueblo de la acción sagrada no residía (como hoy erróneamente se le atribuye) en la abolición de la lengua latina, sino en el desarrollo de la instrucción vital del pueblo fiel.


Si decimos que el latín es connatural a la religión católica, ciertamente no nos referimos a una connaturalidad metafísica coincidente con la esencia de la cosa misma (como si el catolicismo no pudiese subsistir sin el latín), sino a una connaturalidad histórica: un hábito adquirido históricamente por una peculiar aptitud y conveniencia que el idoma latino tiene con la religión. El catolicismo nació, por así decirlo, aramaico; fue durante mucho tiempo griego; se hizo pronto latino, y el latín se le hizo connatural. De entre las muchas adaptaciones posibles de un lenguaje a la religión, la connaturalidad histórica es la que mejor responde a las propiedades de ésta, modelándose perfectamente sobre los caracteres de la Iglesia.

En primer lugar la Iglesia es universal, pero su universalidad no es puramente geográfica ni consiste, como se dice en el nuevo Canon, en estar difundida por toda la tierra. Dicha universalidad deriva de la vocación (están llamados todos los hombres) y de su nexo con Cristo, que ata y reúne en Sí a todo el género humano. La Iglesia ha educado a las naciones de Europa y creado los alfabetos nacionales (eslavo, armenio), dando origen a los primeros textos escritos. En consonancia con la accion civilizadora de los Estados europeos, ha educado a las naciones de Africa. Sin embargo, no puede adoptar el idioma de un pueblo particular, perjudicando a los demás. A pesar de la disgregación postconciliar, a la Iglesia católica parece escapársele lo mucho que la unidad de la lengua aporta a la unidad de un cuerpo colectivo: no ocurre así con el Islam, que usa en sus ritos el paleoárabe incluso en los países no árabes; ni con los hebreos, que usan para la religión el paleohebraico; tampoco se les escapa a los Estados que han alcanzado después de la guerra su unidad nacional, pues ninguno de ellos ha adoptado como lengua oficial una de las lenguas nacionales, sino el inglés o el francés, lenguas de sus colonizadores y civilizadores.

En segundo lugar, la Iglesia es substancialmente inmutable, y por ello se expresa con una lengua en cierto modo inmutable, sustraída (relativamente y más que cualquier otra) a las alteraciones de las lenguas usuales: alteraciones tan rápidas que todos los idiomas hablados hoy tienen necesidad de glosarios para poder entender las obras literarias de sus primeros tiempos. La Iglesia tiene necesidad de una lengua que responda a su condición intemporal y esté privada de dimensión diacrónica. Ahora bien, siendo imposible que una lengua de hombres escape al devenir, la Iglesia se acomoda a un lenguaje que elude cuanto es posible la evolución de la palabra. Hablo en términos prudentes porque, coincidiendo el devenir con la vida de un idioma, sé bien que también el latín de la Iglesia va cambiando con el correr del tiempo. Incluso prescindiendo de la presente decadencia de la latinidad, tanto profana como eclesial, basta confrontar las encíclicas del siglo XIX con las de los últimos pontificados para advertir la diferencia.


En Lovaina, cuando aún se estudiaba en latín


Inmutabilidad relativa. Carácter selecto del idioma latino


En tercer lugar, la lengua de la Iglesia debe ser selecta y no vulgar, porque las cosas que intenta expresar son las cumbres del espíritu, más bien un ensayo de las realidades sobrehumanas. No es que la Iglesia desprecie el profanum vulgus: al contrario, todo aquéllo que toca lo santifica, y el vulgo, los pobres y los simples son objeto precipuo de su cuidado. Ella trata con perfecta paridad en sus sacramentos a príncipes y a plebe, y catequizó a los pueblos en sus dialectos: Santo Tomás en Nápoles predicó en el vernáculo napolitano, Gerson en el de la Auvernia y los párrocos de Lombardía hasta final del siglo XIX en el del país. Incluso fundó órdenes religiosas expresamente comprometidas en la instrucción de las capas populares, asemejándose a ellas incluso en la humildad del nombre (los Ignorantes). No es por desprecio del pueblo o altanería sobre los pueblos como pudo la religión tener el latín como lengua propia y connatural. La razón de la latinidad de la Iglesia es ciertamente aquélla de la continuidad histórica, por la cual la religión acompaña el curso de las civilizaciones.
Pero la razón importante es la necesidad para la Iglesia de custodiar el dogma con una lengua que se mantenga fuera de las pasiones. Las pasiones, en una explicación completa (que abarca desde el orgullo hasta la facilidad para sacar conclusiones), son principio de fluctuación de las mentes, de alteraciones de la verdad y de divisiones entre los hombres. Y es ciertamente fútil el escándalo que se monta a veces sobre las sutiles diferencias entre una definición y otra, como si fuesen chanzas y menudencias de charlatanes. El lenguaje es la idea misma, y variar el lenguaje, como se desprende del desarrollo homogéneo o heterogéneo del dogma, significa idénticamente variar la doctrina.

En conclusión, los caracteres del latín de la Iglesia se fundan en una supra-historicidad que instaura, más que impide, la comunicación entre los hombres, del mismo modo que el elemento de la vida sobrenatural instaura, más que impide, la comunión de todos aquéllos que participan de la naturaleza humana. Lorenzo el Magnífico, discurriendo de las diversas excelencias de las lenguas, atribuye la universalidad del latín a la "prosperidad de la fortuna". No hace falta creer con los medievales que, al igual que el Imperio, así la lengua de Roma haya estado establecida "por lugar santo, donde mora el que a Pedro ha sucedido" (Dante: Inf. II, 23-24). Se puede rechazar tal sentencia y no desconocer sin embargo la eminencia y el idiotropion de la latinidad de la Iglesia.

No conviene concluir este discurso sin recordar que el latín constituía hasta hace poco tiempo la más vasta koiné [lengua común] del mundo de la cultura. Si espíritus de renuncia y de flaqueza no hubiesen frustrado la restauración ordenada por Juan XXIII, esta koiné podría haberse conservado dentro de la Iglesia Católica en la enseñanza, en los ritos y en el gobierno. Mayor fuerza moral que la Iglesia mostraron esos gobiernos civiles de nuestra época que consiguieron imponer a poblaciones enteras una lengua desconocida o extraña para ellos: así ocurrió en Israel, que hizo nuevo el antiguo idioma, en la República Popular China y en muchos Estados africanos.


Un concilio que habló en latín, signo de universalidad


Derrota absoluta del latín

Es el hecho evidente más innegable de la Iglesia postconciliar y el signo de que ha entrado sin rémoras en el movimiento histórico. Los órganos eclesiásticos de gobierno son ahora plurilingües; la enseñanza teológica se hace en lengua vulgar; el Papa en las ceremonias salutatorias se extiende en decenas y decenas de expresiones extranjeras. Incluso en consistorio el cardenal que habla por los nuevos elegidos se expresa en francés y Juan Pablo II le responde en siete idiomas (Osservatore Romano, 3 de febrero de 1983). Y en septiembre de 1983 se dirigió a la Congregación general de los jesuitas en cinco lenguas modernas, mientras que Pablo VI en circunstancia análoga se había dirigido a ellos aún en latín. Y no es lo menos atípico de ese discurso plurilingüe de Juan Pablo II el orden en que fueron utilizadas esas lenguas, habiéndose concedido el primer lugar al italiano, la menos utilizada de todas.
En los centros turísticos de Italia es hoy más fácil asistir a una Misa en alemán o en inglés que en latín. Cuando el Papa en mayo de 1982 visitó durante seis días Gran Bretaña, todas sus Misas fueron celebradas en el idioma del país. En el mismo Sínodo de los obispos los Padres se reúnen para sus trabajos en circuli minores: francés, alemán, inglés, español, etc., (también hay un círculo latino. De este modo la asamblea se diferencia lingüísticamente, mientras en tiempos los trabajos se desarrollaban en el único y unificante idioma latino. El latín y su congénere el canto gregoriano no solamente están abandonados (no obstante los reclamos contradictorios y débiles de Pablo VI), sino que son despreciados y ridiculizados como cosa que no puede ya tener lugar más que en una sociedad de muertos. El estilo errante de Pablo VI aparece también en la fundación de la obra Latinitas, a la que destinó por sede el palacio de la Cancillería y que tiene por finalidad la restauración del latín como lengua usual y científica. Sería deseable que tal fundación no haya corrido la suerte del Instituto superior de latinidad fundado por Juan XXIII en ejecución de la Veterum sapientia.

Este aspecto de rebajamiento religioso y del culto es sin embargo pasado por alto por el Consilium para la ejecución de la reforma litúrgica en la Instrucción de septiembre de 1964. Con el habitual estilo serpénteo se prescribe que la recitación del Oficio divino en el coro se haga siempre en latín, pero inmediatamente después se abre la vía a las dispensas; y la razón de las dispensas es que "el uso de la lengua latina constituye para algunos un grave impedimento para la recitación del oficio divino". Por tanto, según ese documento el latín no solamente es superfluo y anticuado, sino que directamente impide la oración. Sin embargo el Concilio, tratando de los estudios eclesiásticos, ordenaba aprender el latín necesario (decía) para comprender los documentos de la Iglesia (Optatam totius, 13).

La inmensa calamidad provocada por la Iglesia con el rechazo del latín y del gregoriano fue percibida y luctuosamente deplorada en un memorable discurso de Pablo VI (OR, 27 de noviembre de 1969). Sin embargo, la gravedad de la desgracia no pude prevalecer sobre las esperadas ventajas de la deslatinización, ni desligarla de la reforma, ni detenerla en su precipitada realización, ni siquiera moderar mediante la antigua sabiduría romana sus efectos más funestos y malhadados. El Pontífice, por tanto, tratando del paso a la lengua hablada (como dice impropiamente, ya que el latín era lengua hablada, y en modo eminente, en la liturgia), reconoce ser la renuncia al latín "un gran sacrificio" y lamenta agudamente la ruptura de la tradición. El nuevo rito rechaza la antigüedad transmitida durante siglos para aferrarse fragmentariamente a lo antiguo que no fue transmitido, y así separa a unas generaciones de cristianos de otras. Tampoco se le escapa al Papa la inestimable riqueza de la latinidad litúrgica. "Perdemos, de este modo, el lenguaje de los siglos cristianos, nos convertimos casi en unos intrusos y profanos en el recinto literario del lenguaje sagrado, perderemos incluso gran parte del estupendo e incomparable tesoro artístico y espiritual que es el canto gregoriano. Tenemos, pues, motivos para lamentarnos y hasta turbarnos. ¿Con qué sustituiremos esta lengua angelical? Se trata de un sacrificio de inestimable valor". El Papa dice que el latín "debería traer a nuestros labios la oración de nuestros antecesores y de nuestros santos, y ofrecernos la seguridad de que permaneceremos fieles a nuestro pasado espiritual que continuamente actualizamos para transmitirlo después a las generaciones futuras". Pero si lo hacían actual (se puede observar) cae la necesidad de la reforma, que se dice introducida para actualizar la liturgia. "En esta coyuntura conocemos mejor el valor de la tradición": estas palabras del Papa pueden querer decir solamente que comprendamos mejor, en el momento de abandonarla, que el valor de la tradición es menor de lo que pensábamos.

Finalmente el Pontífice justifica el abandono de todos estos inestimables valores. Este precio merece ser pagado porque "vale mucho más entender el contenido de la plegaria que conservar los viejos y regios ropajes con los que se había revestido; vale mucho más la participación del pueblo, de este pueblo moderno ávido de la palabra clara, inteligible, traducible a la conversación profana". Y cita I Cor. 14, 19: "pero en la Iglesia quiero más bien hablar cinco palabras con mi inteligencia, para instruir también a otros, que diez mil palabras en lenguas".