jueves, 24 de diciembre de 2009

La Calenda de Navidad

Jesucristo es el Señor de la Historia


La festividad de la Natividad de Nuestro Señor o más simplemente Navidad constituye el centro del ciclo litúrgico dedicado a la Encarnación, el cual es preparado por los cuatro domingos de Adviento. Originalmente se celebraba en Oriente la Epifanía el 6 de enero y en ella se conmemoraba, juntamente con la Adoración de los Magos (manifestación a los gentiles), el nacimiento de Jesús y sus manifestaciones a los judíos (el Bautismo en el Jordán y las Bodas de Caná). En el siglo IV, la peregrina Eteria nos ofrece un conmovedor relato de los festejos del nacimiento del Señor en Jerusalén. A mediados de esa misma centuria aparece ya en Roma –que desconocía la Epifanía– una festividad propia para conmemorar el nacimiento del Hijo de Dios, probablemente bajo el influjo del Natalis Inuicti, fiesta pagana dedicada al Sol Invicto, que, con el solsticio de invierno, llegado a su punto mínimo, comienza a remontar nuevamente, por lo cual las noches comienzan a ser más breves. Por eso es Cristo llamado el Sol de Justicia (Sol Iustitiae): como el sol astro da y renueva la vida natural, así el Verbo Encarnado hace brillar su gracia para dar y renovar la vida sobrenatural. De ahí que se tomara el Natalis Inuicti del 25 de diciembre y se lo cristianizara.

En la Liturgia Romana se anuncia la Natividad de Jesucristo mediante el llamado pregón o Calenda de Navidad, que se canta en el coro a la hora canónica de Prima al comenzar el Martirologio del día 24 de diciembre (ya que cada día se leen los elogios de los santos del día siguiente). La Calenda tal como figura en la edición tradicional del Martirologio parece tener como antecesora la mención que hace del Nacimiento de Cristo el manuscrito del Chalki de Hipólito (que, es auténtico, supone ya la celebración romana de la Navidad a comienzos del siglo III), que reproducimos a continuación en transcripción latina (los pasajes entre corchetes se cree que son extrapolaciones tardías): “He gar prote parousia tou kyriou hemon he ensarkos [en he gegennetai] en Bethleem, egeneto [pro okto kalandon ianouarion hemera tetradi] Basileuontos Augoustou [tessarakoston kai deuteron etos, apo de Adam] pentakischiliosto kai pentakosiosto etei epathen de triakosto trito [pro okto kalandon aprilion, hemera paraskeun, oktokaidekato etei Tiberiou Kaisaros, hypateuontos Hrouphou kai Hroubellionos”] (Comm. In Dan., IV, 23; Brotke; 19). He aquí la traducción castellana: "La primera venida de Nuestro Señor en la carne [en la que fue engendrado], en Belén, sucedió [el 25 de diciembre, el cuarto día] durante el reinado de Augusto [el cuadragésimo segundo año, y] en el año 5500 [desde Adán]. Sufrió en Su trigésimo tercer año [el 25 de marzo, en el decimoctavo año de Tiberio César, durante el consulado de Rufo y Rubelio]".


El Imperio Romano, bajo el cual nació el Mesías


Los datos cronológicos que figuran en la Calenda natalicia son los de la tradición judía y el cristianismo primitivo. Con ellos se traza sucintamente toda la Historia de la Salvación: la Creación, el Diluvio, la Alianza con Abraham, la liberación del pueblo elegido gracias a Moisés, el llamado de David a la realeza de la que estará investido el Mesías, su descendiente, profetizado por Daniel. También se mencionan las principales fechas de la tradición civil romana: el cómputo por las Olimpíadas (de origen griego), la fundación de Roma y el reinado de Augusto, ya que Jesucristo, como Hombre, iba a ser súbdito del Imperio Romano, el que iba a contribuir con la Cultura Clásica a la construcción de la Civilización Cristiana gracias a su conjunción con el Evangelio. Este pregón, además, está compuesto de una forma maravillosa: en un continuo crescendo, nos da una visión de la Historia que culmina en Jesucristo como en su centro y razón. Como pieza literaria es sencillamente preciosa. No digamos su valor espiritual: enriquece a quien lo lee piadosamente y lo medita en su corazón. Por eso lo reproducimos a continuación en su versión tradicional (Martyrologium Romanum, ed. 1956):

Anno a creatione mundi, quando in principio Deus creavit caelum et terram, quinquies millesimo centesimo nonagesimo nono; a diluvio autem, anno bis millesimo nongentesimo quinquagesimo septimo; a nativitate Abrahae, anno bis millesimo quintodecimo; a Moyse et egressu populi Israel de Aegypto, anno millesimo quingentesimo decimo; ab unctione David in Regem, anno millesimo trigesimo secundo; Hebdomada sexagesima quinta, juxta Danielis prophetiam; Olympiade centesima nonagesima quarta; ab urbe Roma condita, anno septingentesimo quinquagesimo secundo; anno Imperii Octaviani Augusti quadragesimo secundo, toto Orbe in pace composito, sexta mundi aetate, Jesus Christus, aeternus Deus aeternique Patris Filius, mundum volens adventu suo piissimo consecrare, de Spiritu Sancto conceptus, novemque post conceptionem decursis mensibus, in Bethlehem Judae nascitur ex Maria Virgine factus Homo. Nativitas Domini nostri Jesu Christi secundum carnem.

En el año cinco mil ciento noventa y nueve de la creación del mundo, cuando Dios hizo el cielo y la tierra; en el dos mil novecientos cincuenta y siete desde el Diluvio; en el año dos mil quince desde el nacimiento de Abraham; en el año mil quinientos diez desde Moisés y el éxodo de Egipto del pueblo de Israel; en el año mil treinta y dos desde la unción del rey David; en la semana sexagésima quinta según la profecía de Daniel; en la centésima nonagésima Olimpíada; en el año setecientos cincuenta y dos desde la fundación de Roma; en el año cuadragésimo segundo del imperio de Octaviano Augusto, estando todo el mundo en paz, , en la sexta edad del mundo, Jesucristo, eterno Dios e Hijo del eterno Padre, queriendo santificar la creación por su advenimiento, concebido por obra del Espíritu Santo y transcurridos nueve meses después de ser engendrado, nace hecho Hombre de María Virgen en Belén de Judá. Natividad de Nuestro Señor Jesucristo según la carne.




Desde ROMA AETERNA deseamos a nuestros amables seguidores y lectores Paz y Bien en Nuestro Señor, haciendo votos para que el espíritu de la Sagrada Familia reine en todos los hogares, sobre los que se derramen las copiosas bendiciones de la Providencia y misericordia Divina.

¡SANTA Y FELIZ NAVIDAD!

martes, 22 de diciembre de 2009

Artículo más que notable de un jesuita a favor del latín

Latine discere iuuat!


RECUPERAR EL LATÍN


Por el R.P. Kenneth Baker, S.I.

Es indudable que hemos constatado una crisis extrema en el conocimiento del latín en la Iglesia Católica desde el Vaticano II. Indudablemente no estaba en el espíritu de la mayor parte de los obispos presentes en el Concilio, que el aprobar la utilización de la lengua vernácula en la liturgia de la Iglesia llevara a la casi desaparición del latín tanto entre los obispos como entre los sacerdotes.

He aquí algunos ejemplos de lo que quiero explicarles. La mayor parte de los sacerdotes recientemente ordenados no conocen bastante el latín para celebrar la Misa según la forma extraordinaria. La mayor parte de los obispos designados para reunirse en los sínodos en Roma son incapaces de comprender el latín cuando es utilizado. No saben ya leerlo o hablarlo. He sido testigo personalmente de esto desde hace 35 años. ¡Y esto ocurre en una Iglesia cuya lengua oficial es el latín! Muy importantes documentos del Vaticano, que durante más de 1.500 años eran escritos en latín, son ahora escritos en lenguas vernáculas y posteriormente traducidos al latín. Un buen ejemplo de esto es el del Catecismo de la Iglesia Católica, que fue redactado en francés y posteriormente traducido al latín.

El beato Juan XXIII, Papa de la Veterum sapientia

El descuido del latín en los seminarios comenzó sobre 1960. El Papa Juan XXIII intentó detener el declive del latín promulgando su constitución apostólica Veterum Sapientia en 1962. Pero tantos los obispos como los superiores religiosos no aplicaron el deseo del Pontífice y no obligaron a ello, restando letra muerta. Yo recuerdo haber preguntado a un seminarista jesuita al principio de los años setenta si conocía el latín. Me respondió: “No. No hace falta. Todo lo que necesitamos saber está disponible en traducciones inglesas”.

Querría llamar vuestra atención sobre un artículo de esta publicación: “Hacer retornar el latín” del profesor Mark Clark, que enseña latín en el Christendom College, en Front Royal, Virginia. El profesor Clark destaca que cerca de dos mil años de historia, de teología y de cultura católicas son en lengua latina. Aquellos que no conocen el latín, no tienen más acceso a este tesoro que en traducciones vernáculas, pero ninguna traducción puede dar totalmente los matices y el sentido que se encuentra en los originales. Por lo tanto, cuando obispos y sacerdotes ignoran el latín, están privados del acceso directo a las fuentes de la cultura católica. Es una catástrofe de primera magnitud y hay que hacer necesariamente algo. Me han dicho que no hay más que cinco o seis especialistas de latín en Roma misma que sean capaces de traducir en latín documentos como el Catecismo.

Los padres del Vaticano II pensaron que el latín continuaría siendo la lengua común de los sacerdotes en el mundo entero. En su primera constitución sobre la liturgia, declararon: “El uso de la lengua latina, salvo derecho particular, será conservado en los ritos latinos”. Pero, por otra parte, no se daban cuenta realmente de lo que hacían al aprobar el uso de la lengua vernácula “que puede ser muy útil al pueblo”. Esta era una de las “bombas de relojería” disimuladas en los documentos del Vaticano II, que la mayor parte de los obispos que los habían votado no habían advertido.


¡El Concilio no suprimió el latín!

¿Es demasiado tarde para que el latín vuelva a ser una lengua viva entre los clérigos y los universitarios laicos católicos? El profesor Clark ve signos ciertos de un retorno posible del latín. Uno de ellos es sin duda la popularidad creciente e incesante de la Misa tradicional latina y el hecho de que ella es cada vez más aceptada en todo el país. El hecho de que el Papa haya promulgado en 2007 el motu proprio Summorum Pontificum, constituye otro signo. Muchos jóvenes sacerdotes están en vías de aprender latín a fin de poder celebrar la Misa según la forma extraordinaria que encontramos en el Misal romano de 1962. En la basílica de San Pedro, también, constatamos actualmente un renacimiento del canto gregoriano.

Sería una señal fuerte para el retorno del latín que el Papa ordenase a todos los seminaristas que se forman para el sacerdocio católico el deber de aprender a celebrar la Misa en latín. Hay un rumor según el cual esto será estudiado en Roma. Ello querría decir que todos los seminarios deberían de nuevo enseñar el latín, y exigir que al menos se pueda leer para poder ser ordenado. Cuando tuve mi formación de jesuíta en los años cincuenta, las clases eran impartidas en latín, nuestros manuales estaban en latín y el examen oral de fin de año era realizado en latín. Al ser ordenados, podíamos leer, escribir y hablar en latín.

El latín es un factor de unidad para todos los católicos romanos. Espero y rezo para que el Espíritu Santo inspire a nuestro Papa y a nuestros obispos a fin de que hagan regresar el latín como signo de la unidad de la Iglesia.


Artículo publicado en la Homiletic and Pastoral Review, nº de Diciembre de 2009.

Traducción española: D. José Luis Cabrera Ortiz para UNA VOCE MÁLAGA


domingo, 20 de diciembre de 2009

Pío XII ya es Venerable


Por fin es un hecho: el Santo Padre Benedicto XVI firmó ayer por la mañana el decreto de heroicidad de virtudes del Siervo de Dios Pío XII, con lo que pasa a ser Venerable. De esta manera se desbloquea el proceso de beatificación del papa Pacelli, objeto de una injusta cuanto deshonesta polémica. El buen hacer del papa Ratzinger queda una vez más patente con este acto de valentía y de gran sentido eclesial. Junto con Pío XII también es Venerable su sucesor Juan Pablo II, por él preconizado obispo en 1958, lo cual no deja de ser una sugestiva coincidencia (que no casualidad).

Saludamos en el Venerable Pío XII al gran papa de la liturgia, al que le dio su carta magna en la bella y magistral encíclica Mediator Dei de 1947, lo que le hace acreedor al merecidísimo título de Doctor Liturgicus. Uniéndonos al regocijo de todos los devotos del papa Pacelli en el mundo entero, queremos hacerle un pequeño homenaje mostrándolo en el desempeño de su oficio de liturgo, en todo conforme al espíritu sacerdotal definido por la epístola a los Hebreos: "Omnis namque pontifex ex hominibus assumptus pro hominibus constituitur in his, quae sunt ad Deum, ut offerat dona et sacrificia pro peccatis” (Pues todo pontífice, tomado de entre los hombres, es constituido a favor de los hombres en cuanto a las cosas de Dios para ofrecer dones y sacrificios por los pecados”).





Recogiendo, en fin, la exhortación del R.P. Gumpel, S.I., relator de la causa de beatificación de Eugenio Pacelli en el sentido de orar para que se compruebe el milagro necesario para ésta, reproducimos la oración compuesta por Mons. Petrus Canisius van Lierde, que fuera vicario de la Ciudad del Vaticano, pidiendo gracias por intercesión del hoy ya Venerable Pío XII. Toca a nosotros los fieles difundir ahora su devoción para que suba pronto a la gloria de los altares.


Venerabilis Pie XII: ora pro nobis!



viernes, 27 de noviembre de 2009

Iniciativa en Barcelona para difundir el motu proprio "Summorum Pontificum"






A partir del próximo 21 de diciembre, festividad del Apóstol Santo Tomás, se tendrá en la parroquia barcelonesa de Santa María Reina (Pedralbes) un círculo de estudio dedicado a la forma extraodinaria del rito romano, particularmente por lo que se refiere a la liturgia de la misa. Dirigida preferentemente a laicos y sacerdotes jóvenes, esta iniciativa nace bajo el nombre de IVVENTVS. ¿Por qué? Porque instaurada finalmente la Pax Liturgica por Benedicto XVI en virtud de su motu proprio Summorum Pontificum, los jóvenes, que no han conocido las controversias y enfrentamientos de sus mayores, pueden abordar el tema litúrgico sin prejuicios ni reticencias, con mente libre y ánimo dispuesto y entusiasta. Ellos constituyen la esperanza para la renovación del culto divino promovida por el papa Ratzinger, que quiere que "las riquezas que han crecido en la fe y en la oración de la Iglesia" sean conservadas y que se les dé "el justo puesto".

Punto de apoyo obligado y esencial para la labor de IVVENTVS es el Misal Romano según la edición típica que hizo publicar el beato Juan XXIII en 1962 (la última antes de que se iniciara el camino de las innovaciones postconciliares). Constituye él, conforme a lo establecido por el Santo Padre en Summorum Pontificum, la expresión extraordinaria de la lex orandi de la Iglesia, que "debe gozar del honor debido a su uso antiguo y venerable". De ahí el nombre complementario del grupo: MISSA ROMANA MXMLXII. El Misal Romano del beato Juan XXIII es el resultado, a través de una evolución homogénea, de un milenio y medio de Tradición litúrgica de la Iglesia de Roma. Es fundamentalmente el mismo de San Gregorio Magno, de Inocencio III y de San Pío V, aunque con las adaptaciones y modificaciones naturales en un organismo viviente, porque en efecto o es. Este misal no es un fósil, sino que forma parte de la vida de la Iglesia y con ella crece y se desarrolla. El propio Benedicto XVI introdujo en él la modificación de la oración solemne de Viernes Santo por los Judíos y prevé la posibilidad de introducir en él nuevos propios de santos y prefacios (cfr.: Carta a los Obispos que acompaña el motu proprio Summorum Pontificum).

Está previsto que cada reunión del grupo comience con la celebración de la Santa Misa según el rito romano clásico o forma extraordinaria. De esta manera los participantes podrán empaparse de forma práctica de la riqueza litúrgica del usus antiquior y aprenderán a conocerlo y a apreciarlo, así como a profundizar en él in situ. A continuación se tendrá una charla sobre alguno de los muchos aspectos de esta liturgia a fin de llegar a un conocimiento cabal de lo que ésta significa y de sus diferentes manifestaciones. Con esto se pretende dar cabal cumplimiento a lo que quiere el Papa con Summorum Pontificum: poner a disposición de todos el tesoro litúrgico de la Iglesia sin fanatismos, con espíritu sereno y con ánimo de reconciliación.

Desde ROMA AETERNA se invita a todos a participar en esta interesante iniciativa todos los terceros lunes de mes, a las 19 horas (7 de la tarde). Quienes se hallen interesados pueden escribir al siguiente correo electrónico:



en el cual podrán reabar mayor información e inscribirse. De todos modos, la asistencia al círculo es, por supuesto, libre y gratuita.


Parroquia Santa María Reina (Pedralbes)
Carrer Miret i Sans, 36 - Barcelona


jueves, 5 de noviembre de 2009

Las reliquias de los Santos en el culto católico



Hoy es el día tradicionalmente dedicado a la celebración litúrgica en honor de las Sagradas Reliquias de los Santos. Aunque no se trata de una festividad del calendario universal en el Misal romano de 1962, se difundió ampliamente en muchas diócesis, órdenes y congregaciones y consta en sus calendarios particulares, siendo celebrada con especial acompañamiento de festejos populares en no pocos lugares. Las conservación y veneración de reliquias es algo ínsito en la naturaleza humana, que desea conservar el recuerdo físico de los seres queridos (ya se trate de sus retratos, fotografías, prendas y pertenencias). El mismo nombre “reliquia” designa “lo que queda”, “lo que resta” de las personas amadas. Y como la gracia no destruye la naturaleza, sino que la perfecciona, así lo que es un sentimiento natural de amor hacia nuestros deudos, se convierte en un acto religioso referido a los que son nuestros parientes en la fe: los bienaventurados. Y ese acto, que consiste en conservar piadosamente y venerar sus reliquias, es muy útil y recomendable y enriquecedor de nuestra vida espiritual.

Las reliquias son acreedoras de un culto relativo de simple dulía o veneración. Recordemos que hay tres clases de culto: el de latría (adoración), que se tributa únicamente a Dios, al Sacramento Eucarístico y a la Santísima Cruz; el de hiperdulía (peculiar veneración), debido a la Santísima Virgen, y el de dulía (veneración), que puede ser protodulía (a San José) y simple dulía (el debido a los ángeles y a los bienaventurados y sus imágenes y reliquias). El culto de las reliquias de los santos, como el de sus imágenes se llama relativo porque no se venera materialmente la imagen, el trozo de hueso o la prenda, sino a aquél a quien pertenece. Las reliquias pueden ser de tres categorías:

1) reliquias de primer grado: tomadas del cuerpo del bienaventurado.
2) reliquias de segundo grado: objetos relacionados con los instrumentos de su martirio o que pertenecieron y fueron usados por el bienaventurado en vida, y
3) reliquias de tercer grado: cualquier objeto tocado a una reliquia de primer grado o a la tumba del bienaventurado.

Las reliquias de primer grado, a su vez, se dividen en tres clases:

a) reliquias insignes: el cuerpo entero o una parte completa de él (el cráneo, una mano, una pierna, un brazo), como también algún órgano incorrupto (como la lengua de San Antonio de Padua, el cerebro de Santa Margarita María de Alacoque, etc.);
b) reliquias notables: partes importantes del cuerpo pero sin constituir un miembro entero (la cabeza del fémur, una vértebra, etc.), y
c) reliquias mínimas (huesecillos o astillas de hueso).

La Iglesia manda colocar las reliquias de primer grado, para su veneración, en tecas, que tienen la consideración de vasos sagrados y reciben el nombre de “relicarios”, los cuales han dado lugar históricamente a verdaderos alardes de magnífica orfebrería y ebanistería. Pero el uso más importante de las reliquias, especialmente si son de mártires, es el de ser puestas en el ara o sepulchrum de los altares de las iglesias. El obispo consagra separadamente el ara (un pequeño receptáculo de forma cuadrangular practicado en la losa del altar en la parte sobre la que se coloca la oblata durante la misa) para depositar en ella las reliquias de mártires y que después se sella con una pequeña lápida, sobre la que se practican las unciones. En las Iglesias de rito oriental, el ara es reemplazada por el antimensio o paño de seda ricamente decorado con escenas del Descendimiento de la Cruz o el Entierro de Cristo y dentro de uno de cuyos ángulos se cose una reliquia de mártir. Se lo coloca en el centro del altar y su uso es preceptivo, al punto que no se puede celebrar la Santa Liturgia sin él. En los altares de viaje del culto latino se usa una especie de antimensio, semejante al de los orientales.

Los relicarios deben colocarse sobre el altar, entre los cirios, en las celebraciones solemnes y se los inciensa durante la misa. Cuando es la festividad del santo cuyas reliquias se veneran en una determinada iglesia, se suele presentar el relicario a la veneración de los fieles para que éstos lo besen con reverencia.

Es oportuno copiar aquí lo que dice el Concilio de Trento sobre el culto de los santos, sus imágenes y sus reliquias: “Destiérrese absolutamente toda superstición en la invocación de los santos, en la veneración de las reliquias, y en el sagrado uso de las imágenes; ahuyéntese toda ganancia sórdida; evítese en fin toda torpeza; de manera que no se pinten ni adornen las imágenes con hermosura escandalosa; ni abusen tampoco los hombres de las fiestas de los santos, ni de la visita de las reliquias, para tener comilonas, ni embriagueces: como si el lujo y lascivia fuese el culto con que deban celebrar los días de fiesta en honor de los santos. Finalmente pongan los Obispos tanto cuidado y diligencia en este punto, que nada se vea desordenado, o puesto fuera de su lugar, y tumultuariamente, nada profano y nada deshonesto; pues es tan propia de la casa de Dios la santidad. Y para que se cumplan con mayor exactitud estas determinaciones, establece el santo Concilio que a nadie sea lícito poner, ni procurar se ponga ninguna imagen desusada y nueva en lugar ninguno, ni iglesia, aunque sea de cualquier modo exenta, a no tener la aprobación del Obispo. Tampoco se han de admitir nuevos milagros, ni adoptar nuevas reliquias, a no reconocerlas y aprobarlas el mismo Obispo. Y este luego que se certifique en algún punto perteneciente a ellas, consulte algunos teólogos y otras personas piadosas, y haga lo que juzgare convenir a la verdad y piedad. En caso de deberse extirpar algún abuso, que sea dudoso o de difícil resolución, o absolutamente ocurra alguna grave dificultad sobre estas materias, aguarde el Obispo antes de resolver la controversia, la sentencia del Metropolitano y de los Obispos comprovinciales en concilio provincial; de suerte no obstante que no se decrete ninguna cosa nueva o no usada en la Iglesia hasta el presente, sin consultar al Romano Pontífice” (Sesión XXV).

A continuación ofrecemos unos interesantes artículos relacionados con la festividad de las Sagradas Reliquias y su importancia en la evolución de la Liturgia, debidos respectivamente a Fray Justo Pérez de Urbel, O.S.B., que fuera primer abad de la Basílica de Santa Cruz del Valle de los Caídos, y a Mons. Mario Righetti, autor de una Historia de la Liturgia, que es ya un clásico en la materia, de obligada lectura.


El culto de las reliquias

Hemos acompañado ya en su triunfo a los Santos en el cielo; pero aquí en la tierra tenemos todavía sus cuerpos, que fueron templo del Espíritu Santo, que le sirvieron dócilmente para realizar sus actos heroicos, y que un día han de ser resucitados para participar, juntamente con sus almas, de la bienaventuranza eterna. La fiesta de Todos los Santos se completa con esta de las Reliquias, que se celebra dentro de lo que era su octava [desaparecida con la reforma de las rúbricas de 1960]. También ellas merecen que les rindamos culto [culto relativo de dulía]; también ellas pueden tener una influencia benéfica sobre nuestra vida material y espiritual.

Así como de la Santa Humanidad de Jesucristo salía una virtud que curaba a los que a Él se acercaban, así también las reliquias de los Santos –sus huesos, sus cenizas, sus vestidos y otros objetos que ellos usaron y que nosotros conservamos con amor– pueden “obrar maravillas”, según nos recuerda la colecta del día. Y, de hecho, Dios ha puesto en ellas virtudes sobrenaturales para arrojar los demonios, curar a los enfermos, devolver a los ciegos la vista, alejar las tentaciones y alcanzarnos otros bienes y dones excelentes.

Ya los primeros cristianos recogían solícitos los cuerpos de los mártires y celebraban sobre sus sepulcros los sagrados misterios, para indicar así que su sacrificio se mezclaba con el sacrificio de Cristo. Más tarde se levantaron en su honor templos magníficos, a los cuales acudían las multitudes de peregrinos para implorar mercedes y pedir perdón de sus pecados. Hoy mismo no se puede consagrar ningún altar sin que se deposite en el ara la reliquia de algún santo. Tal es el espíritu del cual ha nacido la festividad de las Sagradas Reliquias.


(Fray Justo Pérez de Urbel, O.S.B.: Misal Diario latino-español, 1960).





LAS RELIQUIAS EN LA LITURGIA

El altar fijo, de piedra, asociado a las reliquias de los mártires


Con la paz de Constantino, el altar entra en una nueva fase. Esta presenta tres características importantes:

a) Abandona la madera y se construye preferentemente con materiales sólidos (piedra, mármol, metales preciosos).
b) Se fija de manera estable en el suelo.
c) Se asocia, por lo regular, a las reliquias de los mártires.

Esta evolución del altar se verifica contemporáneamente y, casi podríamos decir, de improviso en la primera mitad del siglo IV tanto en Oriente como en Occidente. Los Padres y escritores de la época nos dan el testimonio explícito; el Liber frontificalis aduce también un pseudo-decreto análogo del papa San Silvestre (314-335), pero este dato no parece atendible.

¿Cómo se llegó al altar fijo, de piedra, y a asociarlo a las reliquias de los mártires? El problema no se ha resuelto todavía claramente. Podemos, sin embargo, señalar algunas inducciones:

a) La movilidad primitiva del altar de madera se mantuvo como norma en los siglos de las persecuciones para evitar posibles profanaciones de una cosa tan santa como era la mesa del sacrificio; pero, una vez que la Iglesia tuvo plena libertad de culto, era natural que cesara aquella cautela.

b) En el desarrollo de la arquitectura basilical, que en esta época recibió en todas partes extraordinario impulso, el altar de piedra respondía mucho mejor a las nuevas exigencias constructivas y decorativas del templo. También el ejemplo de los altares paganos, de forma y materia similares, pudo haber sugerido, no digo la imitación, pero acaso la tendencia hacia el tipo del altar pétreo; en realidad, se dio con frecuencia el caso de transformar en altar cristiano las aras paganas: Commutantur in ecclesias delubra, "in altaría vertuntur arae," decía más tarde San Pedro Crisólalo (452).

c) El concepto primitivo de que Cristo es el altar místico de su sacrificio y, como él mismo dijera, la piedra angular sobre la cual debe edificarse el templo espiritual de los fieles, debió de influir en la preferencia por el altar de piedra para que éste se mostrase en realidad símbolo vivo de Cristo.

Por lo que hace a la práctica de asociar el altar con la tumba del mártir, pudieron haber contribuido a ello factores históricos y, acaso más todavía, elementos simbólicos. Citaremos aleamos:

1) El desarrollo creciente del culto litúrgico a los mártires, culto que en Roma comienza a afirmarse en la segunda mitad del siglo III y se expresa concretamente en las primeras listas oficiales de la Iglesia, al comienzo del siglo siguiente (calendario filocaliano).

2) La unión mística de los mártires con Cristo. Si el altar representa a Cristo, Cristo no puede estar completo sin sus miembros. Los mártires son ciertamente miembros de El, miembros gloriosos del Cristo glorioso, los cuales "laverunt stolas suas in sanguine Agni", y, por tanto, tienen su puesto sub altare Dei. Esta frase del Apocalipsis fue escrita evidentemente en un sentido simbólico, pero fue traducida a la realidad el día en que las reliquias de los mártires pudieron descansar bajo el altar. San Ambrosio comenta así las palabras de San Juan: "Succedant victimae triumphales in loco ubi Christus hostia est. Sed Ille super altare, qui pro ómnibus passus est; isti sub altan, qui illius redempti sunt passione".

3) La idea de asociar al sacrificio de Cristo el sacrificio de los mártires, que, en cierto modo, completa el valor de aquél, según las palabras de San Pablo: "Me siento feliz de sufrir por vosotros y completo en mi carne lo que falta a los sufrimientos de Cristo por su cuerpo (místico), que es la Iglesia". Precisamente porque los sufrimientos de los miembros de la Iglesia deben, en cierto sentido, completar el sacrificio de Cristo, las sepulturas gloriosas de sus mártires fueron consideradas como el complemento y el soporte más a propósito de la mesa sacrifical.

4) El deseo, tan arraigado en el sentimiento religioso de aquella época, de permanecer en comunión con los difuntos mediante un banquete sagrado preparado sobre su misma tumba. Por analogía, se quiso colocar la reliquia del mártir allí donde la comunidad celebrase el místico festín de la eucaristía. De esta manera, a través del sacrificio y de la manducación del cuerpo de Cristo, renovaban perennemente los cristianos el vínculo de unión con el difunto.

En el siglo IV, el altar de piedra, asociado a las reliquias de los mártires, se presenta bajo tres formas principales:

a) En el tipo tradicional de mesa, es decir, formado por una mesa de piedra casi cuadrada, ligeramente excavada y modelada en la superficie superior y sostenida por una columna central o por cuatro columnitas en los ángulos. En algún ejemplar puede apreciarse alguna ligera decoración simbólica (palomas, corderos, monograma de Cristo) en la parte anterior de la mesa o en las columnas. Las reliquias, si las había, se introducían en el espesor de la mesa o en los pies de la columna que la sostenían. A este tipo pertenecen los antiquísimos altares de Crusspl (s.VI), de Grado (s.VII), de Baccano, cerca del lago Bracciano (s.Vl); de Auriol (s.v) y pocos más.

b) En forma de cubo vacío, dentro del cual se colocan las reliquias; en la parte anterior, una verja de hierro o una celosía de mármol (fenestella confessionis) permiten ver la urna, y a través de ella puede llegarse directamente hasta las reliquias para colocar sobre ellas pañuelitos (brandea) u otras cosas. El altar de la basílica de San Alejandro, en Roma (s.V), es el ejemplo más antiguo de esta segunda forma; otro bastante interesante (s.VI) es el de San Apolinar in Classe, de Rávena.

c) En forma de cubo, pero macizo, levantado sobre el sepulcro del mártir (confessio) cuando éste yace por debajo del nivel del suelo. Para llegar a las reliquias se desciende por una rampa bajo el pavimento y por una puerta (ianua confessionis) se entra en la celda (cella) sepulcral del mártir. Con frecuencia, pequeños orificios (cataractae) establecían comunicación directa entre el altar y la cella. A este tipo pertenece el altar erigido sobre la tumba de San Pedro.

La nueva forma del altar-tumba no se impuso en la Iglesia sin dificultad. Conocemos, en efecto, las protestas de Fausto de Milevi, uno de los corifeos del maniqueísmo, y las de Vigilancio, sacerdote de Barcelona. Contra los erroles de Fausto escribió San Agustín, dando, entre otras cosas, la explicación teológica y didáctica de la nueva práctica admitida por la Iglesia: "Populus christianus memorias martyrum religiosa solemnitate concelebrat, et ad excitandam imitationem, et ut meritis eorum consocietur atque orationibus adiuvetur: ita tamen ut nulli martyrum, sed ipsi Deo martyrum constituamus altaría. Quis enim antistitum, in locis sanctorum corporum assistens altari, aliquando dixit: Offerimus tibí, Petre, aut Paule, aut Cipriane? Sed quod offertur, Deo offertur qui martyres coronavit, apud memorias eorum quos coronavit; ut ex ipsorum looorum admonitione maior affectus exurgat ad acuendam caritatem et in illos, quos imitari possumus, et in illum, quo adarvante possumus".

A las objeciones de Vigilancio respondió San Jerónimo reivindicando la legitimidad del culto a los mártires y del honor que a ellos se daba en el altar.

La costumbre de asociar al altar la memoria de los mártires, que encontró unánime simpatía en el mundo cristiano, juntamente con la erección de múltiples iglesias, condujo a la búsqueda febril de reliquias para la dedicación de los nuevos altares cuando, como sucedía más frecuentemente, la iglesia no se construía junto al sepulcro de un mártir. A este respecto conviene observar que la disciplina de la Iglesia de Roma era distinta de la de Oriente.

Roma hasta el siglo VII, a pesar de las insistentes y autorizadas peticiones, no consintió jamás en trasladar los cuerpos de los mártires de sus sepulcros, ni tampoco en separar de ellos una parte; la tumba de los mártires era inviolable. Sin embargo, en lugar de enviar verdaderas reliquias, lo que hacía era mandar como regalo reliquias equivalentes, esto es, pañuelitos (brandea, falliola) que habían tocado el sepulcro del mártir, o trocitos de tela empapados en su sangre, o lamparillas de aceite encendidas ante su tumba. Por el contrario, en Oriente y en Italia septentrional, que seguía la disciplina oriental, el traslado de los cuerpos de los mártires y su fraccionamiento se hicieron pronto comunes. Son conocidísimos los traslados hechos por San Ambrosio de los santos mártires Gervasio y Protasio a la basílica por él construida, de los Santos Vital y Agrícola desde Bolonia al altar de la basílica de Florencia, de los Santos Nazario y Celso a la basílica de los Apóstoles. San Gaudencio, amigo suyo y obispo de Brescia, recosió en sus viaies un verdadero tesoro de reliquias para su basílica, a la que quiso llamar pomposamente "concilium sanctorum".

Originariamente, la lista de las reliquias, algunas veces numerosas, que se colocaban en el altar venía escrita sobre el altar mismo; más tarde, esa misma lista, escrita en pergamino (pittacium), se encerró en la capsella que las contenía, como todavía es uso recomendado por el Pontifical. Se conservan varias capsella metálicas antiquísimas, como la de San Nazario, plateada, en Milán, del 382; se colocaban en un hueco a propósito, hecho en la base del altar o bien excavado en el espesor de la mesa, según la costumbre generalizada después. Las reliquias no eran solamente de mártires, sino también de confesores, de vírgenes o relacionadas con la Virgen o con Nuestro Señor. Conviene, sin embargo, observar que, por más que la costumbre de colocar reliquias en los altares se extendiera muchísimo, no siempre podía llevarse a la práctica por falta de reliquias. Por eso se buscaban substitutivos. Véase por qué en el siglo IX surge una curiosa usanza, subrayada por vez primera en un canon del concilio de Celchyth (816), en Inglaterra, el cual sugiere colocar como reliquia sobreeminente la santísima eucaristía: "Et si alias reliquias intimare non potest, tamen hoc máxime proficere potest, quia Corpus et Sanguis est D. N. I. C.".

En esta época, sin embargo, vemos ya que la santísima eucaristía (tres hostias) se colocaba igualmente aun cuando no faltasen las reliquias. Los tres granos de incienso que hoy se usan en el rito de la dedicación consta que estaban va en uso en aquel tiempo y que guardaban relación con las tres hostias consagradas sepultadas en el altar. El uso se extendió a todo el Occidente, incluso a Italia; los libros litúrgicos de la época contienen las correspondientes rúbricas. La antigua disciplina de la Iglesia latina que asociaba a los mártires con el altar está todavía en visror. Para emesan un altar pueda consagrarse lícitamente debe poseer en la mesa un sepulcro, esto es, una pequeña hendidura con las reliquias de los santos, de las cuales dos por lo menos tienen que ser de mártires.


Nos referimos aquí a los vasos o receptáculos de diversos tipos en los que la Iglesia a través de los siglos ha guardado determinados objetos de culto. Entre éstos figuran, en primer lugar, las reliquias de los mártires y de los santos.

La memoria de éstos no se limitaba únicamente a la lectura de sus gestas, ni sólo a la inscripción de sus nombres en los dípticos, sino que principalmente iba unida a la veneración de sus reliquias, ya estuviesen éstas encerradas dentro de una capsa, si se trataba del cuerpo entero, o en una capsella o cofrecito, si era solamente una parte de los huesos o cenizas, ya fuesen, en fin, reliquias de mero contacto (brandea, palliola).

A partir del siglo IV son frecuentes las alusiones a cajas de metal, madera y marfil que conteniendo reliquias se colocan en los altares en el acto de su dedicación o se entierran junto a las sepulturas de los difuntos para su sufragio, o bien se llevan al cuello (encolpia) o se tienen en casa como objeto de devoción.

El ejemplar más antiguo y precioso que ha llegado hasta nosotros es la Lipsanoteca, de Brescia (primera mitad del s.IV), el más bello de los marfiles cristianos. En un principio tenía la forma de cofrecito; más tarde fue descompuesta, y cada una de las tapas puestas en comisa en forma de cruz su primitiva forma de cofrecito, no ha mucho que fue transformado en cuadro.

Algo posterior en el tiempo es la capsella argentea de la basílica de San Nazario, en Milán, donde en 382 San Ambrosio depuso algunas reliquias que consiguió en Roma. Otras vetustas arquillas con representaciones o emblemas cristianos son la de Brivio, en Brianza (s.V); la de Rímini (s.V), la de Grado (s.V), que lleva grabados los nombres de los santos cuyas son las reliquias; la de Monza (s. VIII), de factura tosca, pero toda ella incrustada de piedras preciosas. Son además interesantes, aunque de distinto carácter, las numerosas ampollas de plata (s.V-VI) que se conservan también en Monza; fueron llevadas de Roma para la reina Teodolinda con aceite de los santos mártires; provenían del Oriente y reproducen escenas de la pasión según el tipo de las medallas allí usadas.

(Mons. Mario Righetti: Historia de la Liturgia, ed. española de la BAC).



lunes, 2 de noviembre de 2009

La tradición antigua de la conmemoración de los fieles difuntos



La conmemoración de los difuntos

Del cuerpo al alma

Por Carlos Carletti


El origen de la conmemoración anual del 2 de noviembre dedicada a los difuntos data del final del primer milenio en el ámbito del monacato benedictino cluniacense. En efecto, fue en el año 998 cuando Odilón de Mercoeur, quinto abad de Cluny (ca 961-1049), dispuso la inserción en el calendario litúrgico cluniacense de una conmemoración para los difuntos “de todo el mundo y de todos los tiempos” a celebrarse el segundo día del mes de noviembre: “Se decreta por mandato de nuestro padre Odilón, a pedido y con el consenso de todos los hermanos cluniacenses, que como en todas las iglesias de Dios en todo el mundo se celebra la festividad de Todos los Santos el primero de noviembre, así entre nosotros sea celebrada la conmemoración de todos los difuntos de este modo: en el día de Todos los Santos, después del capítulo, el decano y el despensero harán una limosna de pan y de vino a todos los pobres que se presentarán, como en la cena del Señor; (…) el mismo día, después de vísperas, se tañerán las campanas y se celebrará el oficio de difuntos; la misa matutina (la del 2 de noviembre) será oficiada solemnemente y con tañido de campanas; serán celebradas misas en privado y públicamente por el reposo de las almas de todos los fieles y se ofrecerá comida a doce pobres” (Statutum sancti Odilonis de defunctis, Migne, PL, 142, col. 1037-1038). La extensión a la Iglesia universal de esta conmemoración parece remontarse al Ordo Romanus del siglo XIV, en el que el 2 de noviembre está indicado como “anniversarium omnium animarum” (Ildefonso Schuster, Liber Sacramentorum, IV, Torino 1932, pág. 85).

En la Antigüedad –sea entre los paganos que entre los cristianos– la conmemoración de los difuntos seguía coordenadas temporales diferentes, circunscritas al ámbito privado y más precisamente doméstico. El calendario era movible porque correspondía al aniversario de los difuntos individuales, que para los paganos era el día del nacimiento (dies natalis) y para los cristianos era el de la muerte, también definido dies natalis, pero entendido –con “deslizamiento semántico”– como el nacimiento a la vida eterna. La celebración en Roma de los parentalia, como evento público celebrato entre el 13 y el 21 de febrero, no substituye a la práctica secular de las conmemoraciones gentilicias y familiares (parentatio), sino que la integra, haciendo partícipe de ella a toda la comunidad a través de una serie de rituales que preveían la visita a los sepulcros –sobre los cuales se esparcían flores (rosalia, violatio)– y, sobre todo, la consumición de una comida “comunitaria”, reservada a los parientes y amigos del difunto, que tenía lugar el 22 de febrero (caristie).

La ofrenda de flores y la celebración del convite son expresamente recordadas en una inscripción ravenesa del siglo III secolo: un colegio funerario dona una suma para la celebración anual, pero pone la condición (“sub hac condicione”) que "cada año se esparzan rosas sobre el sepulcro y que allí (o sea, junto al sepulcro) se desarrolle el banquete: quotannis rosas ad monumentum ei spargant et ibi epulentur” (Corpus Inscriptionum Latinarum, XI, 132). En Roma, de modo semejante, un difunto llamado Caius Turius Lollianus, hablando en primera persona a través de su epitafio, pide a los colegas de su corporación (“peto vobis collegae”), que el 12 de marzo –día de su nacimiento– se destinen sumas adecuadas para la celebración: 25 denarios por los parentalia, 11 denarios y medio para la compra de las rosas (Corpus Inscriptionum Latinarum, VI, 9626).

Parentalia

Una vívida y realista "instantánea" de estos ritos funerarios es la que se lee en una inscripción pagana en verso de Safatis en la Mauretania Caesarensis (hoy Aïn el Kebira en Argelia). Se trata de la crónica de un banquete fúnebre celebrado para honrar la memoria de una querida pariente, Aelia Secundula, madre de la que dedica oficialmente la inscripción, una cierta Estatulenia Julia (Corpus Inscriptionum Latinarum, VIII, 20277): "En memoria de Elia Secundula. Todos nosotros hemos ya provisto que se disponga lo necesario para el rito funerario sobre el altar de nuestra madre Secundula, que aquí yace. Hemos cuidado que se prepare la mesa de piedra, en torno a la cual recordar sus numerosas obras virtuosas, mientras son dispuestos y ofrecidos alimentos y cálices y manteles para cubrir la mesa, a fin de que pueda cicatrizar la cruel herida que lacera nuestro corazón cuando en las horas tardías evocamos de buena gana los recuerdos y las alabanzas de nuestra buena y piadosa madre, nuestra dulce viejecita. Vivió setenta y cinco años. En el 260 de la provincia Estatulenia Julia lo hizo”. Este banquete estrechamente doméstico –como lo indica la dedicatoria supletoria “los hijos a su dulce madre” que se obtiene de la lectura secuencial de las letras iniciales (acróstico) y las finales (teléostico) de cada línea– tuvo lugar el año 260 de la era local de la Mauritania (que comienza el 39 de la era cristiana), correspondiente al año consular 299. Es obvio imaginar que alrededor de la mesa estuvieran los klinai ("divanes triclinares"), sobre los cuales se colocaban recostados los comensales, los cuales se entretenían hasta tarde recordando las virtudes de la “viejecita” (vetula) y los acontecimientos que marcaron su vida: “in qua magna eius memorantes plurima facta (...) libenter fabulas dum sera reddimus hora / castae matri bonae laudesque”.

La inscripción de Aelia Secundula debe ser puesta en relación con un mosaico funerario escrito que se halla sobre una mensa inserta en el centro de un diván triclinar en la acostumbrada forma de medialuna (sigma): la construcción fue realizada hacia finales del siglo IV, en la vasta área funeraria de Matarés, próxima a la ciudad de Timgad en la Mauretania Caesarensis (hoy Argelia). Sobre el fondo del epígrafe –en conexión con la funcionalidad de una construcción destinada a banquetes– se rerpresenta un variado y realista “muestrario” de fauna marina más que apetitoso, en el que se distinguen fácilmente: un serrano, una breca, una sardina, una langosta y un mero. La inscripción, mientras representa la realidad de un banquete funerario, muestra en términos inequívocos la identidad de los que encargaron la inscripción en la fórmula inicial “in Chr(isto) Deo, pax et concordia sit convivio nostro”: "En (el nombre) de Cristo Dios, la paz y la concordia reinen en nuestro banquete” (L'Année épigraphique, 1979, n. 682).

La concordia y la pax evocadas en el mosaico de Timgad (foto) hacen de inemdiato recordar un extraordinario (entre otras cosas, por su excepcional estado de conservación) complejo figurativo-epigráfico del cementerio romano de los santos Marcelino y Pedro en la Vía Labicana. Se trata de escrituras trazadas a pincel que acompañan y “dan voz” a una serie de personajes representados mientras participan de un banquete, se diría que con alegre compostura. Los convidados (sólo hombres), reclinados en los divanes triclinares, piden “de beber” a las esclavas (sólo mujeres) llamándolas siempre con los nombres de Irene y Ágape: “Agape misce nobis” ("Ágape, escáncianos”), “Irene por(ri)ge calda” ("Irene, pon agua caliente") (Inscriptiones Christianae Urbis Romae, VI, 15942-1594). La repetición doce veces de los mismos nombres (Ágape e Irene) induce legítimamente a suponer que estas formas onomásticas –por otra parte muy difundidas en la Antigüedad tardía– revisten la doble función de designar (genéricamente sin embargo) a las servidoras y al mismo tiempo de evocar los conceptos expresados en los dos nombres, es decir “paz” y “caridad”. Los comensales se dirigen a las esclavas con expresiones típicamente conviviales que, aunque elípticas, permiten descifrar el tipo y la calidad de la bebida consumida: la mención del adjetivo substantivado “calda” (síncope por calidam) traduce exactamente la práctica habitual de los romanos, que bebían vino rebajado con agua caliente o fría, mezcla que, en el lenguaje común, era denominada justamente mixtio, como indica, por ejemplo, un grafito pompeyano (Corpus Inscriptionum Latinarum, IV, 1292) y, todavía con mayor detalle, la dedicatoria de un collegium fabrorum que, en ocasión del aniversario del nacimiento del emperador Adriano, provee a la distribución gratuita de pan y vino (las sportulae) y al servicio relativo: “panem et vinum et caldam praestari placuit” (Corpus Inscriptionum Latinarum, VI, 33885). En época romana el vino puro (merum), si no se lo mezclaba con agua caliente o fría y a veces con miel (mulsum), era prácticamente imbebible por resultar denso, amargo y excesivamente alcohólico.

Las parejas léxico-onomásticas concordia-pax y Agape-Irene tienen la función, tanto en Timgad como en Roma, de evocar la atmósfera que envolvía o debía envolver el desarrollo de un banquete funerario, pero en Roma no pasa inobservada la presencia del término identitario agape (caritas) en lugar de concordia, menos ideológicamente connotado. No es, pues, pura casualidad que en las inscripciones funerarias de Roma, junto a las normativas y difundidísimas in pace / en eirene, se lean las aclamaciones griegas èis agàpen, en agàpe, metà agàpes, así como la versión latina calcada del griego in agape (Inscriptiones Christianae Urbis Romae, I, 2976; VI, 15869; IV, 12185; I, 3025, 3426, 3781; IV, 12469; V, 14282) y que en la onomástica de Roma se observe una notabilísima difusión de los nombres Irene y Ágape (técnicamente se trata de cognomina): el primero ampliamente empleado desde el siglo I (incluso en ambiente pagano) y el segundo casi exclusivo de los cristianos; uno y otro (sobretodo Irene) especialmente extendido en el ámbito de esclavos y libertos. (Die Griechischen Personennamen in Rom. Ein Namenbuch, I-III, von Heikki Solin, Berlin - New York, 2003, págs. 458-463, 1277-1278).

Estos testimonios constituyen sólo ejemplos de un fenómeno de enorme relevancia que, sobre todo entre los siglos III y VI, se manifiesta en toda el área mediterránea, con una importante documentación que se extiende desde datos arqueológicos a evidencias de carácter epigráfico y figurativo. El epicentro de estas prácticas funerarias se localiza sobre todo en África, desde donde, al parecer, se difunden rápidamente por toda el área del Mediterráneo con especial incidencia en España (Cartagena, Itálica, Tarragona), en Malta, en Cerdeña (Cornus y Turris Libisonis), y en Roma (en las catacumbas y la necrópolis de la Isola Sacra).


Una lectura histórico-cultural de este fenómeno epocal permite que emerja una interrelación indisoluble entre la conmemoración privada del dies mortis y la relativa práctica del banquete funerario. Dos momentos –complementarios entre sí– de un evento conmemorativo periódico, definido y regulado por códigos rituales que, en el curso de la Antigüedad tardía y en particular en la cuenca mediterránea, es compartido y practicado sea por el componente pagano que por el cristiano de la sociedad de aquel tiempo. El terreno sobre el que se desarrolla y del cual se nutre no es el específicamente “religioso”, sino más bien el de la “memoria compartida”, en el que se sedimentan los vínculos familiares y sociales, comunes a las diversas identidades. Existe en el fondo –para decirlo con Gabriel Sanders– esa “sincronía de las creencias sobre la muerte”, cuyo ingrediente determinante y cohesivo es el rechazo institntivo que la vida opone a la irrupción, siempre humanamente traumática, del acontecimiento definitivo.

Pero estas prácticas no perduran indefinidamente: hacia el final de la Antigüedad tardía son progresivamente abandonadas y al inicio de la alta Edad Media tienden a desaparecer o, por lo menos, a transformarse. Las causas próximas de este cambio se pueden rastrear en dos factores concomitantes. En primer lugar está el abandono de los cementerios suburbanos y la vuelta de los muertos al ámbito mismo de la ciudad, donde los entierros se concentran en el interior mismo de las iglesias o en sus proximidades, creando una unidad inquebrantable entre cementerio y edificio de culto. A los grandes espacios funerarios de las afueras suceden las superficies angostas y sin embargo bien delimitadas de las iglesias y este aspecto produce una gradual mutación del comportamiento en lo que se refiere al respeto mismo de los sepulcros, que son cada vez con mayor frecuencia profanados y reutilizados. Incluso el uso de las inscripcions funerarias se reduce sensiblemente y termina por ser monopolizado por las élites ciudadanas laicas y eclesiásticas, que a veces manifiestan su preocupación por la intangibilidad de sus sepulturas lanzando terribles amenazas hacia los potenciales violadores. En segundo lugar existe un progresivo cambio de mentalidad, una más consciente percepción del misterio de la muerte, ya planteada por figuras de gran talla como Agustín y Gregorio: la sollicitas hacia los difuntos se desplaza poco a poco de la consideración del sepulcro y del cuerpo corruptible a la del alma.

San Agustín indica, precisamente en su África natal, el lugar donde, con ocasión de los rituales funerarios, se manifiestan, más que en ningún otro sitio, excesos incompatibles con la identidad vocacional de los cristianos: "Si el África procurase eliminar sobre todo semejantes desórdenes (es decir las borracheras y la disolución en los banquetes), merecería ser digna de imitación por parte de todas las demás naciones, pero en cambio nosotros, mientras en la mayor parte de Italia y en todas o casi todas las otras Iglesias de ultramar no existen tales cosas (…), ¿cómo podemos aún vacilar en corregir usanzas tan abominables?” (Epistolae, XXII, 1, 4). La respuesta de Agustín es la que con sólida coherencia expone en su tratado De cura pro mortuis gerenda, escrito expresamente para responder los preocupados interrogantes que le planteaba Paulino de Nola acreca de la licitud y la utilidad de las sepulturas ad sanctos: "En definitiva nosotros pensamos que podemos ser de ayuda a los muertos solamente auxiliándolos devotamente mediante el sacrificio eucarístico, con las plegarias, con las limosnas (...). Respecto a las honras al cuerpo, no importa lo que se haga, no producen ninguna ventaja para la salvación, pero constituyen un deber de humanidad por causa del afecto natural en virtud del cual –como decía Pablo (Ephes. V, 29)– nadie ha tenido nunca odio a su propia carne” (XVIII, 22).

De igual modo –y quizás todavía más que san Agustín– san Gregorio Magno insistía en la importancia fundamental de la celebración eucarística. No es casual que su nombre se vincule a la práctica de las “treinta misas” que han de celebrarse en treinta días consecutivos y que han pasado a la Historia justamente como “misas gregorianas". El origen y las motivaciones de esta iniciativa son referidos con tonos vivos y muy gráficos en un pasaje de los Diálogos (4, 57, 14): "Habían ya pasado treinta días desde la muerte de Justo (un monje de la comunidad de Gregorio) y comencé a sentir compasión por él (...) y me preguntaba si habría algún medio para librarlo (alusión al Purgatorio). Entonces, llamando a Precioso, el prior de nuestro monasterio, le dije apenado: hace mucho tiempo que aquel hermano nuestro padece el tormento de fuego. Le debemos un acto de caridad. (...) Ve, pues, y desde hoy y durante treinta días consecutivos preocúpate de ofrecer el Santo Sacrificio por él”.

La progresiva prevalencia de prácticas específicamente cristianas –oración, sacrificio eucarístico, limosnas– abría nuevas perspectivas espirituales, mentales y comportamentales, diferentes respecto de las costumbres ancestrales. Sobre todo por iniciativa de las comunidades monásticas maduró un nuevo “modelo”, que ponía a la comunidad cristiana (y a la Jerarquía desempeñando un papel prevalente) en el centro de la conmemoración de los difuntos, junto a la familia o hasta en substitución de ella: la Eucaristía, celebrada en ocasión de los funerales y de los aniversarios de la muerte, la evocación de todos los difuntos durante la misa (el memento), la distribución de limosnas a los pobres en nombre de los muertos, contribuyeron a “espiritualizar” un culto que durante siglos se había movido en los límites no siempre definidos entre lo sagrado y lo profano. De estas transformaciones derivan inducciones colaterales que conocerán una secular fortuna.

En torno al siglo VIII es cuando comienzan a constituirse las primeras formas asociativas –de las cuales proceden las cofradías– constituidas por obispos y abades con el objeto de asegurar el consuelo religioso a los “miembros” difuntos, mediante la celebración de misas “especiales” y la recitación del Salterio. Una asociación de este tipo es la que, por ejemplo, se constituye en Attigny en 762 por iniciativa de eclesiásticos (obispos y abades) que acogen, sin embargo, también a laicos: los primeros se comprometen a hacer recitar cien veces el Salterio y a celebrar personalmente treinta misas a la muerte de cada miembro; los segundos contribuyen con donaciones a las distintas comunidades religiosas representadas en la asociación. El número de los adherentes a estas pías hermandades se eleva tanto con el tiempo que durante las celebraciones sus nombres, en lugar de ser pronunciados, son tácitamente recordados depositando sobre el altar los libri memoriales o libri vitae, listas de difuntos a veces larguísimas, como la del monasterio de Reichenau (iglesia de Niederzell, dedicada a san Pedro y san Pablo), que llegó con el tiempo a contener más de cuarenta mil nombres. Generalmente transcritos sobre pergamino, las listas eran a veces grabadas en las lastras del altar (siempre en Reichenau) o detrás de los dípticos de marfil de la Antigüedad tardía, como en el caso de la reutilización de un célebre ejemplar producido en Constantinopla en e l siglo V, que fue vuelto a emplear en Provenza en el siglo VII para acoger también en este caso una larga lista que se abre con una serie de más de trescientos nombres de obsipos y se cierra con la mención de los soberanos merovingios que se sucedieron entre el 575 y el 662.


En la sociedad cristiana altomedieval –apaciguados los debates sobre el más allá y las formas de la suerte inmediata de las almas– se iba imponiendo el principio de que la única muerte que había que temer era la del alma y que, por lo tanto, sólo a ella debía dirigirse la sollicitas de los vivos por los muertos. En este nuevo orden de “ideas”, la angustia por la muerte física y el temor del juicio al que estaba destinada el alma fueron reorientados hacia una perspectiva penitencial, mientras la “experiencia visible” de la ineluctable consunción del cuerpo se proponía como elemento de fuerte impacto que servía para la denuncia y el desprecio de las realidades mundanas y, al mismo tiempo, como motivo de reflexión con vistas a la “conversión”.

Las admoniciones de san Agustín habían ya penetrado en profundidad en la Iglesia occidental. La grandiosidad de las exequias y la práctica de las conmemoraciones pueden consolar a los que quedan, pero no son de ningún provecho para aquellos que se van" (“magis sunt vivorum solatia, quam subsidia mortuorum”). Y en esta nueva perspectiva el obispo de Hipona había evocado la parábola del rico Epulón y el pobre Lázaro (Luc.XVI, 19-22): "si para el rico vestido de púrpura toda parentela organizó un funeral espléndido a los ojos de los hombres (in cospectu hominum), mucho más espléndido a los ojos de Dios (sed multo clariores in cospectu Domini) fue el preparado para aquel pobre lleno de llagas por los Ángeles, los cuales no lo depositaron en un mausoleo de mármol, sino que lo llevaron al seno de Abraham” (De cura, II, 4).


(©L'Osservatore Romano - 1 novembre 2009)

Traducción española de ROMA AETERNA

miércoles, 21 de octubre de 2009

Vigencia de los libros litúrgicos del rito romano clásico


Dice el motu proprio Summorum Pontificum:

Art. 1. El Misal Romano promulgado por Pablo VI es la expresión ordinaria de la "Lex orandi" ("Ley de la oración"), de la Iglesia católica de rito latino. No obstante el Misal Romano promulgado por San Pío V y nuevamente por el beato Juan XXIII debe considerarse como expresión extraordinaria de la misma "Lex orandi" y gozar del respeto debido por su uso venerable y antiguo. Estas dos expresiones de la "Lex orandi" de la Iglesia no llevarán de forma alguna a una división de la "Lex credendi" ("Ley de la fe") de la Iglesia; son, de hecho, dos usos del único rito romano.
Por eso es lícito celebrar el Sacrificio de la Misa según la edición típica del Misal Romano promulgado por el beato Juan XXIII en 1962, que no se ha abrogado nunca, como forma extraordinaria de la Liturgia de la Iglesia.

Art. 9. §1. El párroco, tras haber considerado todo atentamente, puede conceder la licencia para usar el ritual precedente en la administración de los sacramentos del Bautismo, del Matrimonio, de la Penitencia y de la Unción de Enfermos, si lo requiere el bien de las almas.
§2. A los ordinarios se concede la facultad de celebrar el sacramento de la Confirmación usando el precedente Pontifical Romano, siempre que lo requiera el bien de las almas.
§3. A los clérigos constituidos
"in sacris" es lícito usar el Breviario Romano promulgado por el Beato Juan XXIII en 1962.

Partamos del principio que la liturgia es un todo coherente y que no puede admitirse la vigencia de un determinado libro litúrgico sin admitir al mismo tiempo la de los demás. Tradicionalmente, la plegaria y el sacrificio han ido siempre de consuno. El oficio divino y la misa han sido y deben ser concordantes entres sí. De hecho, históricamente, toda reforma de las rúbricas del Breviario ha comportado también la reforma simultánea de las del Misal. Ambos libros comparten un mismo calendario litúrgico, con idénticos ciclos: el temporal y el santoral. Sería incongruente celebrar la misa romana clásica y rezar la moderna Liturgia de las Horas (de modo semejante a como sería celebrar la misa en rito siro-malabar y rezar el breviario ambrosiano). Cuando San Pío V emprendió la reforma tridentina de la liturgia romana se apresuró a publicar el Breviario (1568) y casi inmediatamente el Misal (1570), consciente de la ligazón especial de ambos libros.

¿Y en cuanto a los demás? El Ritual y el Pontifical contienen las fórmulas según las cuales se deben administrar los sacramentos y sacramentales respectivamente por los simples presbíteros y por los obispos. Como estas ceremonias no dependen de un calendario o ciclo litúrgico, no están en directa concordancia con el Breviario, pero sí están en relación con el Misal toda vez que algunos sacramentos (Confirmación, Eucaristía, Orden sagrado y Matrimonio) se administran normalmente dentro de la celebración de la Misa. El Ceremonial de los Obispos, que indica la disposición de las personas, lugares y cosas sagradas para la celebración de la misa y de los sacramentos y el canto solemne del oficio, es un libro subsidiario tanto del Misal y del Pontifical, como del Breviario. El Memorial de Ritos, como compendio de las principales ceremonias del año litúrgico para su celebración de modo solemnizado en las iglesias con poco clero, también depende, pues, del Misal, así como del Ritual.

El Martirologio es un complemento del Breviario para el rezo conventual de la hora de Prima y concuerda necesariamente con el Calendario. En cuanto al Epistolario, el Evangeliario y el Canon episcopal, siendo como son libros usados en la celebración solemne y la pontifical de la misa, obviamente siguen el Misal. Respecto a los libros musicales, dígase lo mismo: siguen el Misal y el Breviario en cuanto que sirven para la celebración cantada de la misa (Kirial y Gradual) y el oficio divino (Antifonal). Estos últimos libros se hallan compendiados en el Liber Usualis, editado por los benedictinos de Solesmes.

Sacra Liturgia est opus Dei

Vemos, pues, que no es indiferente el uso o no de los libros litúrgicos del rito romano clásico y en este sentido creemos que debe entenderse cuanto dice el Santo Padre Benedicto XVI sobre su uso en el motu proprio Summorum Pontificum. La práctica reciente, además, avala esta interpretación, ya que, aunque en el documento pontificio no se menciona la ordenación de ministros sagrados, el hecho es que el Pontifical Romano clásico es usado para conferir órdenes mayores y menores sin ningún problema a miembros de institutos clericales que tiene como propia la liturgia romana clásica. Nada impide que los mismos obispos que efectúan estas ordenaciones decidan utilizar el Pontifical para sus propios diocesanos, especialmente si prevé que algunos de ellos querrán celebrar la misa tradicional o servir a una parroquia personal de rito romano extraordinario.

La expresión de la lex credendi por la lex orandi, por otro lado, debería ser homogénea. Aunque las dos formas del rito romano manifiestan la misma fe y no son contradictorias entre sí (como son contradictorias con ningún otro rito católico), es claro que se trata de cosas diversas por su génesis y por su espíritu. Cada una de dichas formas es una aproximación determinada de la lex credendi, con su dinámica, su sensibilidad y su carácter propios. Desgajar uno de los elementos de la totalidad de la forma del rito para insertarla en un contexto que no es propiamente el suyo, haría de él una anomalía. Por eso, la Iglesia sabiamente ha insistido siempre en seguir toda la liturgia en el rito en el que uno ha sido bautizado (aunque todos los demás sean válidos y legítimos).

Repasemos, para concluir, la relación de los distintos libros litúrgicos del rito romano clásico por el orden cronológico de su primera edición típica (editio princeps):



Breviarium Romanum (Breviario). Mandado publicar por San Pío V mediante la bula Quod a nobis de 9 de junio de 1568. Fue reformado profundamente por San Pío X en virtud de su bula Divino afflatu de 1º de noviembre de 1911, que revalorizó el oficio dominical y temporal –casi completamente desplazado por el santoral en el curso de los siglos– y redujo el número de salmos en ciertas horas. Pío XII hizo publicar en 1956 una nueva edición, en la que se insertaban: el salterio piano (el elaborado por el futuro cardenal Bea y promulgado por el motu proprio In cotidianis precibus de 24 de marzo de 1944), la simplificación de las rúbricas (decreto de la Sagrada Congregación de Ritos De rubricis ad simpliciorem formam redigendis de 23 de marzo de 1955) y las reformas de la Semana Santa (puestas en vigor por el decreto de la Sagrada Congregación de Ritos Maxima redemptionis de 16 de noviembre de 1955). En 1962, el beato Juan XXIII publicó una nueva editio typica del Breviarium Romanum para conformar éste al nuevo código de rúbricas (promulgado con el motu proprio Rubricarum instructum de 25 de julio de 1960). Fue la última antes de la introducción de la reforma litúrgica postconciliar.

Missale Romanum (Misal Romano). También es de San Pío V la primera edición típica impresa, promulgada por la célebre bula Quo primum tempore de 14 de julio de 1570, dotada de un indulto perpetuo para poder decir o cantar la misa según las fórmulas y ceremonias prescritas en dicha edición “en cualquier tiempo y lugar” y sin coacción de nadie. Clemente VIII (bula Cum Sanctissimum de 7 de julio de 1604) y Urbano VIII (bula Si quid est de 2 de septiembre de 1634) mandaron expurgar la edición de 1570 de errores tipográficos. San Pío X (1911) y Benedicto XV (1920) modificaron levemente ciertas rúbricas. El Misal, mientras tanto se fue enriqueciendo con la institución de nuevas fiestas y la introducción de nuevos prefacios y propios de santos. El 9 de febrero de 1951, la Sagrada Congregación de Ritos decretó la restauración de la vigilia pascual, que se celebraba el Sábado de Gloria por la mañana, a su horario natural en la noche de dicho día al Domingo de Resurrección. En 1955 se incorporó al Misal la simplificación de las rúbricas de Pío XII. Ese mismo año fue publicado el Ordo Hebdomadae Sancta instauratus en virtud del decreto ya citado Maxima Redemptionis. El 13 de noviembre de 1962, el beato Juan XXIII, en virtud del decreto Novis hisce temporibus, mandó que se introdujera el nombre del glorioso patriarca San José en el canon de la misa. El mismo pontífice, considerando que era necesario refundir en un solo libro las últimas modificaciones del Misal, dispuso en 1962 la publicación de una nueva edición típica, que es la actualmente vigente a estar a lo dispuesto en el motu proprio Summorum Pontificum de Benedicto XVI. La posterior edición de 1965 y las modificaciones de 1967 han de verse más bien como pasos hacia la reforma integral de 1969, por lo que deberían considerarse como parte de la historia del rito romano moderno y no del clásico.

Rituale Romanum (Ritual Romano). Gregorio XIII había encargado al cardenal Santoro la compilación de un libro que contuviera todos los ritos de la administración de los sacramentos y los sacramentales. Esta obra, tan voluminosa como poco práctica para uso de los sacerdotes no vio la luz, pero sirvió de base para los trabajos de una comisión establecida por Pablo V para dar a la Iglesia latina un ritual unificado. El resultado fue el Rituale Romanum, promulgado por este papa mediante la bula Apostolicae Sedis de 17 de junio de 1614. Esta primera edición típica fue objeto de algunas modificaciones introducidas por Benedicto XIV, el beato Pío IX, León XIII, San Pío X, Pío XI (que adaptó el Rituale al nuevo Código de Derecho Canónico de 1917) y Pío XII. La última edición del Ritual data de 1952, habiendo sido introducida en ella la autorización al párroco para conferir el sacramento de la confirmación a un feligrés en peligro de muerte. También se añadieron nuevos formularios de bendiciones. El Ritual Romano suele estar acompañado de apéndices según los países y las diócesis con los ritos peculiares respectivos. En España dicho apéndice es el Manuale Toletanum, de origen hispano-mozárabe (cuya primera edición data de 1494). En Iberoamérica apareció en 1962 el Elenchus Rituum ad instar Appendicis Ritualis Romani ad usum Americae Latinae.

Pontificale Romanum (Pontifical Romano). Publicado por Clemente VIII (bula Ex quo in Ecclesia Dei de 20 de febrero de 1596), tiene su origen en la recopilación de costumbres de la capilla papal elaborada por Johannes Burcardus y Augusto Patrizi Piccolomini en 1485 (publicada bajo los auspicios de Inocencio VIII). Esta edición típica substituyó obligatoriamente los diversos pontificales que venían siendo usados en la Iglesia, entre los que sobresalían los de Egberto de York, San Albano de Maguncia y Durando de Mende (habiendo gozado éste último de cierto carácter oficial). El Pontifical fue objeto de algunas modificaciones menores bajo Urbano VIII (1944) y Benedicto XIV (1752). León XIII publicó una nueva edición típica en 1888. El 20 de febrero de 1950 se incluyeron las reformas oportunas al rito de la sagrada ordenación dimanantes de la constitución apostólica Sacramentum Ordinis de 30 de noviembre de 1947 (por la que Pío XII precisa la materia y la forma del sacramento del orden sagrado). El beato Juan XXIII promulgó en 1962 una tercera edición típica.

Coeremoniale Episcoporum (Ceremonial de los Obispos). También se debe a Clemente VIII la editio princeps de este libro complementario del Pontifical, la cual fue publicada en virtud de la bula Cum novissimi de 16 de julio del año jubilar 1600. Su base es el Ordo romanus de los ceremoniarios pontificios Burcardo, Patrizi Piccolomini y Paris de Grassis, sometido a revisión desde 1582 por una comisión especial de prelados instituida por Gregorio XIII por consejo de San Carlos Borromeo, el cual quería darle oficialidad y fungió como presidente de aquélla. Mientras discurrían los trabajos de revisión, Sixto V fundó en 1587 la Sagrada Congregación de Ritos para vigilar la liturgia y las ceremonias eclesiásticas. El Ceremonial de los Obispos fue revisado sucesivamente por Inocencio X (1650), Benedicto XIII (1727) y Benedicto XIV (que le añadió un tercer libro en 1752). León XIII mandó publicar en 1886 una nueva edición típica. Este libro litúrgico, sumamente útil desde el punto de vista de las rúbricas y de la disposición material del culto, es de obligada observancia no sólo en las iglesias catedrales, sino también en las menores, tanto para las funciones propias del obispo como para las de los simples sacerdotes cuando celebran actos litúrgicos.

Memoriale Rituum (Memorial de Ritos). Originalmente fue compuesto por el cardenal dominico Vincenzo Maria Orsini para su diócesis de Benevento con el fin de facilitar a sus sacerdotes las celebraciones litúrgicas más solemnes en las iglesias pequeñas y con poco clero. Ya como papa Benedicto XIII lo extendió a toda la Iglesia, publicándolo en 1725, año del sínodo romano lateranense. A partir de la reforma de la Semana Santa de 1956, que contempla también su celebración simplificada, el Memorial de Ritos ya no es de aplicación en este capítulo, aunque continúa siendo útil para la bendición de las candelas el 2 de febrero y la de las cenizas al inicio de la Cuaresma.

Martyrologium Romanum (Martirologio Romano). Es libro litúrgico considerando que se utiliza obligatoriamente en la hora de prima del oficio divino monástico y catedralicio o colegial (siendo optativo en el rezo privado). La editio princeps apareció publicada por mandato de Gregorio XIII en 1583, aunque sin aprobación. Pero el mismo papa, mediante su constitución apostólica Emendato iam Kalendario de 14 de enero de 1584, la impuso como típica para toda la Iglesia, siendo así reemplazados los diversos martirologios históricos (el Jeronimiano, el del Venerable Beda, el de Rábano Mauro, el de Usuardo, etc.). Urbano VIII (1630) publicó una nueva edición en la que se recogían las correcciones del cardenal Baronio (autor del interesantísimo tratado que sirve de prefacio al Martirologio). Clemente X y el beato Inocencio XI también hicieron sendas revisiones, pero fue la de Benedicto XIV la más importante, al adaptar el libro a las normas sobre la canonización y beatificación de nuevos santos (como consta en su carta al rey Juan V de Portugal, en la que explica los alcances de su edición típica). Posteriormente, San Pío X (1913) y Benedicto XV (1922), declararon típicas sus respectivas ediciones. De la segunda fueron reimpresiones (aunque con el añadido de nuevos santos y beatos elevados a los altares después de ese año) las de 1948 y 1956 bajo Pío XII.

En cuanto a los libros litúrgicos musicales, tenemos cinco:

a) el Graduale Romanum (Gradual Romano), que contiene los cantos de los propios y del ordinario de la Misa;
b) el Kyriale Romanum (Kirial Romano), extracto del Gradual, que contiene los cantos del ordinario de la Misa:
c) el Antiphonale Romanum (Antifonal Romano), con las antífonas, responsorios y el salterio del oficio divino;
d) el Vesperale Romanum (Vesperal Romano), extracto del Antifonal, con el canto para vísperas y completas, y
e) el Liber Usualis Missae et Officii, edición en un solo tomo en el que se hallan refundidos todos los anteriores.


Todos estos libros están editados por la abadía benedictina de Solesmes, a la que se debe la gran restauración del canto eclesiástico desde el siglo XIX. La última edición del Liber Usualis es la de 1962, en la que quedaron incorporados: la reforma de la Semana Santa de 1956 y el salterio piano de 1944 (como alternativo al de la Vulgata).


domingo, 11 de octubre de 2009

Gran Jornada de UNA VOCE FRANCE en Fontfroide



Abadía de Fontfroide (ss. XII-XIII)

En la antigua abadía benedictina de Fontfroide, situada en la actual diócesis de Carcasona y Narbona, tuvo lugar el pasado sábado 10 de octubre la Gran Jornada de Una Voce Francia organizada como acción de gracias al Santo Padre por el motu proprio Summorum Pontificum pero también como encuentro para someter a análisis y examen la aplicación de éste al cabo de dos años de su promulgación y reflexionar sobre sus perspectivas de futuro.

La Jornada se inició con una Misa Solemne celebrada por el R. P. Daniel Séguy, párroco de Caussade, y en la que la schola gregoriana dirigida por el maestro Philippe Bevillard de Port-Marly (Yvelines) –a la que se unió la asamblea de los fieles asistentes– cantó la misa Os Justi correspondiente a la fiesta de San Francisco de Borja. Una coral polifónica bajo la dirección del maestro Michel Bouvet de Narbona interpretó diversas piezas de polifonía clásica. Las piezas de órgano, a cargo del maestro Henri Barthés de Saint-Chinian (Hérault), fueron tomadas del repertorio de los autores clásicos españoles de los siglos XVI-XVII (época de oro del arte organística). El sagrado rito se desarrolló con un sentido litúrgico impecable.

Tras la celebración eucarística, el Sr. Patrick Banken, presidente de UNA VOCE FRANCE (foto), presentó el programa de la Jornada. A continuación se dio paso a la comida, durante la cual los presentes pudieron confraternizar y conocerse. Las intervenciones las abrió el presidente Banken, quien disertó sobre la transmisión del tesoro litúrgico, lo que le permitió plantear una redefinición de los objetivos fundamentales del movimiento UNA VOCE. El maestro Jean-Michel Sanchez, docente universitario, historiador del arte, musicólogo y organista, que no pudo asistir por motivos de fuerza mayor envió una comunicación sobre la situación de la música sacra en el presente, subrayando la necesidad de no separarla de su aspecto cultual y religioso, pues muchas veces se la reduce a un mero “chill-out relajante” o a su aspecto cultural concertístico. Por el contrario, el canto gregoriano nació y se desarrolló con la liturgia, como expresión espiritual y doctrinal de la fe católica, y es en ese contexto donde debe continuar expandiéndose. En contra de la tendencia de muchos que suelen confinar al gregoriano a la categoría de música para ciertas élites culturales, se subrayó su carácter de “canto para los más sencillos, para los más pobres”, nacido entre el pueblo y para el pueblo.

El lema que como consigna pidió a todas las scholae y corales fue el de “agir”, es decir pasar a la acción. Se trata de emprender acciones concretas, muy especialmente por parte del laicado, apoyando y empujando a los sacerdotes a confiar en el gregoriano mediante las corales ya establecidas o a fundar. Se constató que es sorprendente y maravillosa la acogida que entre muchos alejados de la práctica católica, con motivo de una visita a una iglesia o recinto religioso, tiene siempre el canto gregoriano, despertando simpatías insospechadas entre los profanos, que, paradójicamente, han sido en tiempos recientes sus más fervientes difusores. Por eso, es bueno y aconsejable aprovechar las ocasiones que brindan las fiestas patronales de los pueblos o las celebraciones religiosas de asociaciones gremiales y civiles, para promover el apostolado del canto en la Iglesia.

Tras la lectura de esta conferencia, seguida con interés por un público entregado, formado esencialmente por seglares comprometidos con la difusión litúrgica en sus más variados aspectos, pronunció su conferencia el historiador Jean de Viguerie (foto), que fue recorriendo los datos estadísticos de la práctica religiosa en Francia desde el siglo XVIII y la Revolución de 1789 y la desolación religiosa que le siguió hasta nuestros días. Fue sumamente interesante constatar cómo tras la abolición del culto y la persecución del clero, a partir de 1801 con el nuevo Concordato francés la práctica religiosa de los católicos franceses se sitúa entorno a un 50% y que el siglo XIX, a pesar de los ataques frontales contra la fe católica y la Iglesia, fue un siglo de gran vitalidad fundacional y de santidad preclara, manteniendo esa estadística de práctica y asistencia dominical a la Santa Misa hasta la Gran Guerra (1914-1918).

A partir de los años 40, con la Misión de Paris y la fundación de los movimientos especializados de Acción Católica (JOC y todas sus ramas) los sacerdotes ( como los PP. Godin y Daniel, sus principales promotores) ponen su acento en llevar la palabra de Dios y la fe en Cristo, especialmente al descristianizado mundo obrero, pero ya no ponen su acento en la necesidad de la gracia ni tampoco en la asistencia a la misa dominical, exigencia que juzgan un tanto excesiva: la práctica religiosa se sitúa en los años 60 entorno al 25%. Pocos años después, tras la promulgación del Novus Ordo Missae y el nuevo Misal en 1970, aquélla cae al 18% en 1976. Los obispos subrayan que hay que preferir la calidad a la cantidad. Finalmente, y aunque hay que diversificar las regiones, hoy no supera el 2% o, como máximo, el 4% en algunos lugares. Este estado de cosas forma parte de un análisis de la actual situación religiosa en Francia que fue matizando y perfilando con acierto el prestigioso profesor universitario emérito.

En el recinto de la Abadía fueron numerosos los puestos con las publicaciones y grabaciones musicales de las asociaciones católicas de Montauban, Montpellier, Beziers, Perpiñán… todas ellas del Mediodía francés, que constituyeron la asistencia mayoritaria a este encuentro, aunque ha de subrayarse la presencia de fieles de Paris, Cahors, de la lejana Bretaña o de la vecina Cataluña (España).

Entre los sacerdotes presentes figuraron varios pertenecientes a la Fraternidad Sacerdotal San Pedro y al Instituto de Cristo Rey Sumo Sacerdote; también destacaron los canónigos regulares de San Agustín de la vecina y floreciente abadía de Santa Maria de Lagrasse. Como representante de Roma Aeterna acudió el sacerdote barcelonés Mossèn Francesc Espinar Comas, apóstol e incansable estudioso de la liturgia tradicional en nuestro país, a quien debemos esta crónica de la Jornada. El presidente de ROMA AETERNA y Secretario de la FEDERACIÓN INTERNACIONAL UNA VOCE (FIUV), impedido por razones de salud, envió un mensaje personal al presidente Patrick Banken.

La Jornada concluyó con las Solemnes Vísperas gregorianas y la Exposición Mayor del Santísimo Sacramento con la bendición eucarística. Fue realmente una experiencia intensa y edificante, en la que se pudo comprobar la vitalidad, el entusiasmo y la capacidad de organización de la dinámica asociación UNA VOCE FRANCE, a la que vaya desde estas líneas nuestra más calurosa felicitación por un evento que queda como ejemplo para las demás asociaciones hermanas. Esperamos poder pronto celebrar uno semejante en España.