jueves, 18 de marzo de 2010

Pederastia y abusos sexuales a menores: el culpable no es el celibato


Benedicto XVI: Tolerancia cero contra este crimen atroz


Últimamente se ha puesto de triste actualidad el tema de la pedofilia y los abusos sexuales a menores debido al estallido de algunos nuevos escándalos y el aireamiento de antiguos casos (muchos de ellos ya juzgados). Aunque no todos ellos –ni mucho menos– conciernen directamente al clero católico (en España, por ejemplo, se acaba de destapar el "caso Karate" de un gimnasio en las Islas Canarias, cuyo director y personal tenían organizados sistemáticamente los abusos), sin embargo se alza el dedo acusador contra la Iglesia y se pretende incluso involucrar al propio Benedicto XVI (precisamente el papa que ha impuesto el principio de “tolerancia cero” de la Iglesia en la materia). Los enemigos del Catolicismo manipulan las informaciones para llevar agua a su molino y atacar por enésima vez el celibato eclesiástico, institución sobre la que se apoya la organización de la Iglesia de rito latino. Se ha llegado a afirmar la estupidez de que la desaparición del celibato evitaría la pedofilia y las molestias sexuales a menores. Como si no viéramos en la crónica negra de cada día tantos casos de padres de familia y hombres casados que cometen semejantes barbaridades no sólo sobre chicos o chicas extraños, sino hasta sobre sus propios hijos (y a veces hasta con la inexplicable complicidad o silencio de las madres de las víctimas).

No, el problema del que nos ocupamos hoy nada tiene que ver con el celibato. De otro modo, se podría sospechar de todos los solteros del mundo como de potenciales pederastas o abusadores, lo cual es absurdo. Existen varios factores (morales, clínicos, psíquicos) que inducen a una persona a abusar sexualmente de un menor o a corromper a una criatura. Tales factores pueden hallarse también en los sacerdotes católicos, que son al fin y al cabo hombres, sujetos como los demás a las pasiones y a las taras de todo tipo. La Iglesia siempre cubrió a sus sacerdotes con una recia armadura que les permitiese conjurar las tentaciones y resistir especialmente los embates de la carne. Un hombre equilibrado y con sentido sobrenatural de las cosas puede perfectamente guardar el celibato; lo mismo una mujer que decide guardar perpetuamente su virginidad consagrándola a Dios en la vida religiosa. Es evidente que si la persona, por el contrario, se halla desquiciada o desprecia los medios que la Religión pone a su disposición para perseverar, tarde o temprano acaba por deslizarse por la pendiente de la depravación. Por eso en estos tiempos el Papa vuelve a insistir en la necesidad de discernir cuidadosamente las vocaciones sacerdotales y religiosas y cultivarlas mediante la ascesis de la Tradición.

Una de las objeciones que se oponen al celibato es la de que no se trata de una institución de derecho divino, sino de simple derecho eclesiástico, que podría ser abolida sin perturbar los principios del Catolicismo. Se pone el ejemplo de las Iglesias Orientales, en las que no existe la ley del celibato, salvo para los obispos y monjes. Aquí conviene, en primer lugar, disipar un equívoco muy frecuente: en las Iglesias de rito oriental no es que los sacerdotes se casen, sino que hombres casados pueden ser ordenados sacerdotes, cosa que es muy diferente. En segundo lugar, no está demostrado que el celibato no sea de derecho divino. Es más: celibato, en la mentalidad más antigua y tradicional, equivale a continencia. De lo que se deduce que, aun cuando en la Iglesia primitiva se ordenase a uiri probati (hombres casados), éstos después de la ordenación no podían usar ya del matrimonio. Es lo que se desprende del principio enunciado por Uguccio de Pisa (comentador del Decreto de Graciano), según el cual los clérigos deben observar continencia “in non contrahendo matrimonio et in non utendo contracto” (no contrayendo matrimonio y no usando el contraído). Aquí está la clave de la cuestión. De ella se desprende que la práctica más tradicional es la latina, siendo la oriental un abuso nacido de una mala interpretación del Concilio de Nicea y tolerado ad maiora mala uitanda.


El celibato según el cardenal Stickler... y la Tradición


(clicar en título de imagen)


Es cuanto expone el cardenal Alfons Maria Stickler (1910-2007), prefecto emérito de la Biblioteca Apostólica Vaticana y del Archivo Secreto Vaticano, en su valioso ensayo Il celibato ecclesiastico. La sua storia e i suoi fondamenti teologici (El celibato eclesiástico. Su historia y sus fundamentos teológicos), publicado en 1994 por la Libreria Editrice Vaticana. Hemos querido ofrecer a nuestros lectores la traducción española de esta obra imprescindible debida al Servei de documentació de la parroquia barcelonesa de Montealegre. El texto pueden encontrarlo en la columna de la derecha de este blog, clicando sobre la imagen con la portada de la edición italiana, debajo del retrato del cardenal Stickler. Por otra parte, hemos traducido un interesantísimo artículo del sociólogo de la religión italiano Massimo Introvigne (foto abajo), aparecido en la edición digital de hoy del diario Avvenire. En él su autor trata precisamente del candente asunto de los últimos escándalos sexuales relativos a menores y proporciona un magnífico alegato contra las pretensiones de hacer responsable al celibato de las desviaciones de miembros del clero católico. Agradecemos a Sandro Magister por señalar dicho artículo en su blog Settimo Cielo.



¿Qué se esconde detrás de los escándalos?


Massimo Introvigne


Vuelve a hablarse de sacerdotes pedófilos, con voces acusatorias que se refieren insistentemente a Alemania y tentativas de involucrar a personas cercanas al Papa. Creo que la sociología tiene mucho que decir al respecto y no debería callarse por miedo de crear algún descontento. La actual polémica sobre los sacerdotes pedófilos –considerada desde el punto de vista del sociólogo– representa un ejemplo típico de «pánico moral». Este concepto nació en los años Setenta para explicar cómo algunos problemas son objeto de una «hiperconstrucción social».

Más precisamente los «pánicos morales» han sido definidos como problemas socialmente construidos y caracterizados por una amplificación sistemática de los datos reales, sea en la representación mediática que en la discusión política. Se ha mencionado otras dos características como típicas de los «pánicos morales». En primer lugar, problemas sociales que existen desde hace décadas son reconstruidos en las narrativas mediáticas y políticas como si fueran «nuevos», o como objeto de un presunto y dramático incremento recientemente. En segundo lugar, su incidencia es exagerada por estadísticas folklóricas que, aunque no están confirmadas por estudios serios, son repetidas de un medio desde comunicación a otro, pudiendo así inspirar campañas mediáticas persistentes.

Philip Jenkins ha subrayado el papel que, en la creación y gestión de estos pánicos, desempeñan los «empresarios morales», cuyos propósitos no siempre están claros. Los «pánicos morales» no hacen bien a nadie. Distorsionan la percepción de los problemas y comprometen la eficacia de las medidas que deberían resolverlos. A un mal análisis no puede sino seguir una mala intervención. Hablemos claro: los «pánicos morales» tienen en sus inicios condiciones objetivas y peligros reales. No inventan la existencia de un problema, pero exageran sus dimensiones estadísticas. En una serie de valiosos estudios el mismo Jenkins ha mostrado cómo la cuestión de los sacerdotes pedófilos es quizás ejemplo más típico de un «pánico moral». En él se hallan presentes, en efecto, los dos elementos característicos: un dato real como punto de partida y una exageración de este dato por obra de ambiguos «empresarios morales».

Comencemos por el dato real. Existen sacerdotes pedófilo, Algunos casos son al mismo tiempo estremecedores y repugnantes, y han llevado a la condena definitiva de sus autores, que en ningún momento se han declarado inocentes. Estos casos –en los Estados Unidos, Irlanda, Australia– explican las severas palabras del Papa y su pedido de perdón a las víctimas. Aun cuando los casos fueran sólo dos –por desgracia son muchos más– serían siempre demasiados. Pero desde el momento que pedir perdón –aunque sea cosa noble y oportuna– no basta, sino que es necesario evitar que los casos se repitan, no es indiferente saber si éstos son dos, doscientos o veinte mil. Y tampoco es irrelevante saber si el número de casos es mayor o menor entre sacerdotes y religiosos católicos que en otras categorías de personas. Los sociólogos a menudo son acusados de trabajar fríamente sobre cifras, pero no se olvide que en este asunto detrás de cada número hay un caso humano.

Las cifras, aunque no sean suficientes, son necesarias. Son el presupuesto de todo análisis adecuado. Para entender cómo de un dato trágicamente real se ha pasado a un «pánico moral» es, pues, necesario preguntarse cuántos son los sacerdotes pedófilos. Los datos más completos han sido recogidos en los Estados Unidos, donde en el año 2004 la Conferencia Episcopal encargó un estudio independiente al John Jay College of Criminal Justice de la City University de Nueva York, che no es una universidad católica y es reconocida unánimemente como la más autorizada institución académica de los Estados Unidos en materia de criminología.

Este estudio nos dice que, entre 1950 y 2002, 4.392 sacerdotes estadounidenses (sobre más de 109.000) fueron acusados de relaciones sexuales con menores. De éstos poco más de un centenar fueron condenados por tribunales civiles. El bajo número de condenas por parte del Estado depende de diferentes factores. En algunos casos las verdaderas o presuntas víctimas habían denunciado a sacerdotes ya difuntos, o se habían agotado los plazos de prescripción. En otros, a la acusación y la condena canónica no correspondía la violación de la ley civil: es el caso, por ejemplo, en varios Estados norteamericanos, de un sacerdote que hubiera mantenido una relación consentida con una o también con un menor de más de 16 años.

Pero existen también muchos casos clamorosos de sacerdotes inocentes acusados. Estos casos incluso se multiplicaron en los años Noventa, cuando algunos bufetes legales descubrieron que podían arrancar compensaciones millonarias en base hasta de simples sospechas. Los llamados a la «tolerancia cero» están justificados, pero tampoco debería haber ninguna tolerancia para los que calumnian a sacerdotes inocentes. Añado que para los Estados Unidos las cifras no cambiarían significativamente en el período 2002-2010, pues ya el estudio del John Jay College señalaba el «declive notabilísimo» de los casos a comienzos de los años 2000.

Ha habido pocas acusaciones nuevas y poquísimas condenas a causa de las medidas rigurosas introducidas tanto por los obispos estadounidenses como por la Santa Sede. ¿Afirma acaso el estudio del John Jay College, come a menudo se lee, que el 4% de los sacerdotes norteamericanos son «pedófilos»? De ningún modo. De acuerdo con esa investigación el 78,2% de las acusaciones se refiere a menores que han alcanzado la pubertad. Tener relaciones sexuales con una chica de diecisiete años no es ciertamente algo encomiable, mucho menos para un sacerdote, pero no es pedofilia. Por lo tanto, los sacerdotes acusados de verdadera pedofilia en los Estados Unidos son 958 en 52 años, unos 18 al año.

Las condenas fueron 54, prácticamente una al año. El número de condenas penales de sacerdotes y religiosos en otros países es similar al de los Estados Unidos, aunque para ninguno de ellos se dispone de un estudio completo como el del John Jay College. Frecuentemente se citan una serie de informes gubernamentales en Irlanda, que definen como «endémica» la presencia de abusos en los colegios y en los orfanatos (masculinos) gestionados por algunas diócesis y órdenes religiosas. No hay dudas de que en tales instituciones haya habido casos –incluso muy graves–i de abusos sexuales sobre menores en ese país. El examen sistemático de esos informes muestra, en cualquier caso, que muchas de las acusaciones se refieren al uso de medios de corrección excesivos o violentos. El llamado Informe Ryan de 2009 –que emplea un lenguaje muy duro respecto a la Iglesia Católica– reporta, sobre 25.000 alumnos de colegios, reformatorios y orfanatos durante el período que examina, 253 acusaciones de abusos sexuales sobre chicos y 128 sobre chicas, no todos atribuidos a sacerdotes, religiosos o religiosas, de diferente naturaleza y gravedad, raramente referidos a niños prepúberes. Dichas acusaciones raramente han desembocado en condenas.


Quien escandalizare a uno de estos pequeños,
¡más le valdría no haber nacido!


Las polémicas de estas últimas semanas que tienen que ver con situaciones surgidas en Alemania y Austria muestran una característica típica de los «pánicos morales»: se presentan como «nuevos» hechos que se remontan a hace muchos años, en algunos casos hasta de más de treinta años, y en parte ya conocidos. El hecho de que –con particular insistencia en lo que toca al área geográfica bávara, de la que es natural el Papa– sean presentados en la primera plana de los diarios acontecimientos de los años Ochenta como si hubieran tenido lugar ayer mismo, y nazcan de ellos capciosas polémicas en forma de ataque concéntrico, que cada día anuncia en estilo sensacionalista nuevos «descubrimientos», muestra bien cómo el «pánico moral» es promovido por «empresarios morales» de manera organizada y sistemática.

El caso que –como han titulado algunos periódicos– «involucra al Papa» es, a su manera, de libro. Se refiere a un episodio en el que un sacerdote de Essen, culpable de abusos, fue acogido en la Archidiócesis de Münich y Frisinga, de la cual fue ordinario el actual Pontífice, remontándose el asunto a 1980. El caso salió a la luz en 1985 y fue juzgado por un tribunal alemán en 1986, llegándose a establecer que la decisión de acoger en la Archidiócesis al sacerdote en cuestión no había sido tomada por el cardenal Ratzinger, que ni siquiera sabía de ella, lo cual no es extraño en una gran diócesis con una compleja burocracia.

Debería preguntarse uno por qué en estos momentos un diario alemán decide exhumar el caso y llevarlo a primara plana 24 años después de la sentencia. Una pregunta desagradable –porque simplemente el plantearla parece que es como ponerse a la defensiva y no consuela a las víctimas– pero importante consiste en si ser sacerdote católico es una condición que comporta un riesgo de convertirse en pedófilo o de abusar sexualmente de menores –ambas cosas que, como se ha visto, no coinciden, ya que quien abusa de una persona de dieciséis años no es un pedófilo– más elevado respecto al resto de la población.

Responder a esta pregunta es fundamental para descubrir las causas del fenómeno y, por lo tanto, poder prevenirlo. De acuerdo con los estudios de Jenkins, si se compara la Iglesia Católica de los Estados Unidos con las principales denominaciones protestantes se descubre que la presencia de pedófilos es –según las denominaciones– de dos a diez veces más alta entre los pastores protestantes respecto a los sacerdotes católicos. La cuestión es importante porque muestra que el problema no es el celibato: los pastores protestantes, en su mayor parte, son casados. En el mismo período en el que un centenar de sacerdotes norteamericanos era condenado por abusos sexuales a menores, el número de profesores de gimnasia y entrenadores de equipos deportivos juveniles –también éstos casados en su gran mayoría– juzgado culpable del mismo delito por los tribunales estadounidenses rozaba los seis mil.

Los ejemplos podrían continuar, y no sólo en los Estados Unidos. Sobre todo, ateniéndonos a los informes periódicos del gobierno norteamericano, cerca de dos tercios de las molestias sexuales a menores no provienen de extraños o de educadores –incluyendo sacerdotes y pastores– sino de familiares: padrastros, tíos, primos, hermanos y, desgraciadamente, también padres. Datos semejantes existen para muchos otros países. Aunque sea políticamente incorrecto decirlo, hay un dato que es bastante más significativo: más del 80% de los pedófilos son homosexuales, es decir, varones que abusan de otros varones. Y –citando una vez más a Jenkins– más del 90% de los sacerdotes católicos condenados por abusos sexuales a menores y pedofilia es homosexual. Si en la Iglesia Católica puede haber habido efectivamente un problema, éste no tiene nada que ver con el celibato sino con una cierta tolerancia de la homosexualidad, en especial en los seminarios en los años Setenta, cuando fue ordenada la gran mayoría de sacerdotes más tarde condenados por tales abusos. Es un problema que Benedicto XVI está corrigiendo enérgicamente.

En términos más generales, el retorno a la moral, a la disciplina ascética, a la meditación sobre la verdadera y gran naturaleza del sacerdocio, constituyen el antídoto último a la auténtica tragedia que es la pedofilia. También para esto debe servir al Año Sacerdotal. Respecto a 2006 –cuando la BBC emitió el documental-basura sobre el parlamentario irlandés y activista homosexual Colm O’Gorman– y a 2007 –cuando Santoro propuso la versión italiana en el programa Annozero de Raidue– non hay, en realidad, nada nuevo, excepto la creciente severidad y vigilancia de la Iglesia.

Los casos dolorosos de los que más se habla en estas semanas no son siempre inventados, pero se remontan a veinte o incluso a treinta años hace. Tal vez sí hay alguna novedad. ¿Para qué exhumar en 2010 casos antiguos o muy a menudo ya conocidos al ritmo de uno por día, atacando cada vez más directamente al Papa –ataque, por lo demás, paradójico si se considera la enorme severidad del cardenal Ratzinger antes y de Benedicto XVI después sobre este tema? Los «empresarios morales» que organizan el pánico tienen una agenda que se da a conocer cada vez más claramente y que no está realmente centrada en la protección de los niños. La lectura de ciertos artículos nos muestra cómo lobbies muy poderosos pretenden descalificar preventivamente la voz de la Iglesia con la acusación más infamante y hoy, por desgracia, también más fácil: la de favorecer o tolerar la pedofilia.
¡Nunca más!

domingo, 14 de marzo de 2010

La Rosa de Oro, tradición propia de la Domínica Laetare




Antigua y venerable costumbre al par que poco conocida en nuestros tiempos es la de la bendición de la Rosa de Oro, ceremonia vinculada a la Domínica Laetare o mediana (por ser como el meridiano de la Cuaresma) y por cuya razón se llama asimismo “Domingo de la Rosa”. Es ésta una altísima distinción que, bajo la forma de esta flor hecha de oro, otorga el Papa a personalidades católicas principales, particularmente princesas, y a santuarios e imágenes de la Cristiandad. No está claro el origen de esta costumbre, en la que hay que distinguir el acto mismo de la bendición de la Rosa de Oro y su consigna, que no parecen haber tenido un origen simultáneo. Algunos autores, como Fr. José de Sigüenza, hacen remontar la bendición a la Antigüedad cristiana; otros la retrasan hasta la época de San León IX (imagen abajo), quien la habría instituido en 1049 al autorizar la fundación de un monasterio en Benevento, con la obligación de sus monjas de ofrecer cada año a la Sede Apostólica, a cambio de las inmunidades y privilegios concedidos a su comunidad, una rosa hecha de oro para ser bendecida en la cuarta domínica de Cuaresma. Lo cierto es que, si bien en muchos documentos antiguos de los Romanos Pontífices se habla del sentido místico de la Rosa, no hay datos ciertos de una solemne atribución de la misma antes de 1148, cuando el beato Eugenio III la envió a Alfonso VII el Emperador, rey de Castilla y León, de lo cual consta documentación cierta y circunstanciada. Sólo hay una mención –sin que hasta ahora se haya podido contrastar históricamente– a la presunta consigna que hizo de la Rosa Áurea el beato Urbano II al conde Foulques IV de Anjou al término del concilio de Tours, por el cual quedaban confirmados los acuerdos del concilio de Clermont para organizar la Primera Cruzada.

¿En qué consiste la Rosa de Oro? Al principio fue simplemente una flor hecha de oro esmaltada de color de rosa. Con el paso del tiempo, se perdió la costumbre de teñirla colocando, en vez de ello, un rubí en medio de ella. En algunas ocasiones, además del rubí, se adornaba el follaje con multitud de piedras preciosas. La joya podía tener como soporte un tallo con hojas o un vaso de oro o de plata dorada. El historiógrafo Gaetano Moroni, ayudante de Cámara de los papas Gregorio XVI y el beato Pío IX, da detalles interesantes sobre esta verdadera joya en distintos momentos de la Historia (cfr. Dizionario di erudizione storico-ecclesiastica da San Pietro sino ai nostri giorni, 1852): así, en tiempos de Calixto III (1455-1458) la Rosa de Oro se reducía a la sola flor adornada de doce perlas. Bajo Sixto IV (1471-1484) era un ramo con rosas y espinas entre el que sobresalía una rosa de mayor tamaño en cuyo centro había una cavidad en forma de pequeña copa que es donde el Papa ponía el crisma y el almizcle cuando la bendecía. Más tarde, el ramo, solo o puesto sobre un vaso, descansaba sobre un pedestal de planta triangular, cuadrangular u octogonal, todo él adornado de pedrería. En él estaban grabadas las armas del Papa que bendecía la Rosa de Oro. Una Rosa de Oro enviada por Clemente IX a la reina de Francia María Teresa y al Delfín pesaba ocho libras.

Pero el valor de la Rosa de Oro no reside en la cantidad del precioso metal ni en las gemas de las que está adornada, sino en su significado. En un libro de autor anónimo publicado en Roma en 1560 se declara su simbolismo. Copiamos a continuación lo que de él extracta el académico gerundense Enrique Claudio Girbal en su tratadito sobre la Rosa de Oro publicado en 1880: «Desde la flor sencilla, quizás de los valles de los antiguos tiempos, hasta la rosa cuajada de perlas y pedrería, que algún autor describe en los pasados siglos, el valor material de la sagrada joya varía según las circunstancias y hasta según el gusto de los artistas y de las épocas; lo que es incalculable, y no varía, es el tesoro de misterios que la Rosa encierra. Según enseñan los mismos Soberanos Pontífices en repetidas cartas, esta Rosa significa y declara a nuestro Redentor, el cual ha dicho: “Yo soy la flor del campo y el lirio de los valles”; indica el oro de que se compone que Jesucristo es Rey de los reyes y Señor de los señores, cuyo profundo sentido mostraron ya los Magos, cuando como a Rey, le ofrecieron rendidamente el oro. El fulgor y alto precio del metal y las piedras con que la Rosa está compuesta, significan la luz inaccesible en la que habita el que es Luz de luz y Dios verdadero: el olor de los perfumes que sobre ella vierte en la bendición el Sumo Pontífice, representa en invisible esencia la gloria de la Resurrección de Jesucristo que fue de espiritual alegría para todo el mundo, pues con ella terminó el corrompido ambiente de las antiguas culpas y por todo el universo se esparció el suave aroma de la divina gracia; el color encarnado, de que en otro tiempo se teñía, representa la Pasión de Jesucristo; las espinas ofrecen la santa enseñanza de que en las espinas del dolor puso Jesús todas sus delicias, y recuerdan aquella corona que ensangrentó la cabeza del Redentor. En la Rosa, por último, se figura y simboliza la felicidad eterna».

El ceremonial de la bendición de la Rosa se encuentra así descrito en el mismo libro que acabamos de citar:

«Costumbre fue de los Romanos Pontífices en la Domínica cuarta de Cuaresma, en la cual se canta en la Iglesia Laetare, Hierusalem, bendecir una Rosa de oro y entregarla después de la Misa solemne, a algún Príncipe que esté presente en la Corte; si no hubiese en la Corte digno de tan alto obsequio, suele enviarse fuera a algún Rey o Príncipe, a voluntad de nuestro Padre Santo, previo el consejo del Sacro Colegio; pues fue también costumbre de los Romanos Pontífices, antes o después de la Misa, convocar ad circulum a los Cardenales en su Cámara, o donde Su Santidad a bien tuviere, y deliberar con ellos a quién ha de darse o remitirse la Rosa.

«Para su bendición, que se hace junto a la mesa del vestuario donde nuestro Santísimo Padre recibe sus ornamentos, se prepara un pequeño altar y se ponen sobre él dos candelabros; el Pontífice, vestido de amito, alba, cíngulo, estola, capa pluvial y mitra, dice:
Adiutorium nostrum in nomine Domini. R. Qui fecit coelum et terram. Dominus vobiscum. R. Et cum spiritu tuo. Oremos. “Dios, por cuya palabra y poder se hicieron todas las cosas y por cuya voluntad se rigen los Universos; que eres la alegría y gozo de todos los fieles, humildemente rogamos a Tu Majestad que por tu misericordia te dignes bendecir y santificar esta rosa gratísima de aroma y de vista, que hoy en signo de espiritual alegría llevamos en nuestras manos, a fin de que el pueblo que te pertenece, sacado del yugo de la cautividad de Babilonia por la gracia de tu Hijo unigénito que es gloria y regocijo de la plebe de Israel, anticipe a los corazones sinceros el gozo de aquella Jerusalén de lo alto que es nuestra Madre. Y pues en honor de tu nombre tu Iglesia se alegra y regocija hoy con este signo, dígnate, Señor, darle verdadero y perfecto gozo, y así, aceptando su devoción, perdones los pecados, llenes con la fe, ayudes con la indulgencia, protejas con la misericordia, destruyas las adversidades, y concedas todo género de prosperidad, hasta que por fruto de la buena obra, en olor de los aromas de aquella flor que procede de la raíz de Jesé, y que a sí misma se llama flor del campo y lirio de los valles, con ella en la eterna gloria con todos los Santos se regocije sin fin. Por Nuestro Señor Jesucristo, que contigo vive y reina en unidad del Espíritu Santo, Dios, por todos los siglos de los siglos. Amén”.

«Terminada la oración, unta con bálsamo la Rosa de oro que está en el mismo ramillete, y le echa almizcle molido que se le ministra por el Sacristán, y pone el incienso en el turíbulo según la rúbrica, y rocía la rosa con agua bendita, y quema el incienso. En tanto un Clérigo de la Cámara Apostólica tiene la Rosa en su mano, que pasa al punto a las del Diácono Cardenal, y éste la entrega al Pontífice, quien, tomándola y llevándola en la mano izquierda, se pone en marcha hacia la capilla, bendiciendo con la derecha; y los Diáconos Cardenales elevan la capa pluvial: al llegar al faldistorio da la Rosa al dicho Diácono, quien a su vez la entrega al Clérigo de la Cámara, y éste la pone sobre el altar. Acabada la Misa, y hecha oración ante el altar por el Pontífice, recibe la Rosa como antes y la lleva a su Cámara. Si aquel a quien quiere darla está presente, se le hace llegar a sus pies; y estando de rodillas le da el Pontífice la Rosa diciendo:
“Recibe la Rosa de nuestras manos, que aunque sin méritos, tenemos en la tierra el lugar de Dios. Por ella se designa el gozo de una y otra Jerusalén; es a saber, de la Iglesia triunfante y militante, por la cual a todos los fieles de Cristo se manifiesta aquella flor hermosísima que es gozo y corona de todos los Santos. Recibe ésta tú, hijo amadísimo, que eres noble según el siglo, poderoso y dotado de gran valor, para que más y más te ennoblezcas en Cristo Nuestro Señor con todo género de virtudes, como rosas plantadas junto al río de aguas abundantes, cuya gracia, por un acto de su infinita clemencia, se digne concederte el que es Trino y Uno por lo siglos de los siglos. Amén. En el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo”.

«Alguna vez se ha hecho esta ceremonia en la capilla terminada la Misa, antes de que el Papa bajara de su silla; pero es más conveniente que el Papa vuelva a la Cámara con la Rosa, y así lo encuentro practicado por nuestros mayores. Aquel a quien se da la Rosa, después que ha besado la mano y el pie del Pontífice y dádole gracias, y una vez que el Papa de ha desnudado ya en la Cámara de sus sagradas vestiduras, es acompañado, llevando es su mano la Rosa, hasta la casa de su habitación, por el Colegio de Cardenales, en medio de los dos más antiguos, seguidos de todos los otros, y rodeándole a pie los servidores de la Curia Romana con sus varas, que suelen en aquel día recibir gajes de parte del favorecido con la Rosa»
.

Cuando el beneficiario de la Rosa de Oro no se hallaba en la Corte Pontificia el Papa se la enviaba por medio de un embajador. Desde León X se encargaba de la consigna un ablegado (el mismo que llevaba el birrete a algún cardenal residente fuera de Roma), camarero secreto o protonotario apostólico. En contra de la creencia generalizada, la Rosa de Oro no se concede sólo a soberanas o princesas católicas, aunque así haya sido en muchas ocasiones y casi invariablemente desde el siglo XVI. También han sido gratificados ilustres varones de la Cristiandad por méritos contraídos en la defensa de la Fe Católica y de los derechos de la Iglesia. Y no sólo se concede a personas, sino, como queda dicho al inicio, a santuarios e imágenes insignes. El enviado papal portador de la Rosa de Oro era recibido con gran ceremonia a su llegada al lugar donde se encontraba el agraciado con ella. En España era un Grande el que, comisionado por el Rey, se adelantaba al enviado pontificio para recoger la distinción y llevarla a la iglesia donde se debía verificar su recepción solemne. En el día indicado, el propio representante papal, si tenía el orden episcopal, celebraba misa pontifical. Antes de dar la bendición final, se sentaba en medio del altar, estando frente a él la persona regia destinataria de la Rosa de Oro. El notario real debía entonces leer la bula papal de concesión y las indulgencias otorgadas en la ocasión, acabado lo cual se levantaba el prelado y tomaba aquélla en sus manos para entregarla a dicha persona –que la recibía de rodillas– con estas palabras: “Accipe Rosam de manibus nostris quam de speciale commissione Sanctissimi Domini Nostri NN (nombre del Papa) conferimus tibi”. Dada la bendición, la Rosa de Oro era llevada con gran acompañamiento por la persona distinguida por ella o por su capellán al oratorio donde se iba a colocar permanentemente.


Como dato erudito va a continuación la lista (no exhaustiva) de las concesiones ¡de la Rosa de Oro:

1096: Beato Urbano II a Fulco IV de Anjou
1148: Beato Eugenio III a Alfonso VII el Emperador, rey de Castilla y León
1163: Alejandro III a Luis VII, rey de Francia
1177: Alejandro III a Sebastiano Ziani, dux de Venecia
1182: Lucio III a Guillermo I de Escocia
1220: Honorio III al cardenal Niccolò Chiaramonti
1226: Honorio III a Alfonso IX, rey de León
1227: Gregorio IX al príncipe Raimondo Orsini
1244: Inocencio IV a la iglesia de los Canónigos de San Justo en Lyon
1304: Benedicto XI a la iglesia del Convento de Santo Domingo de Perusa
1330: Juan XXII a Rodolfo III de Nidau, conde de Neuchâtel
1348: Clemente VI a Luis I de Anjou, rey de Hungría
1350: Clemente VI a Niccolò Accaiuoli, gran senescal del reino de Sicilia
1364: Beato Urbano V a Valdemar IV, rey de Dinamarca
1368: Beato Urbano V a Juana I de Anjou, reina de Nápoles y Sicilia
1369: Beato Urbano V a la Basílica de San Pedro del Vaticano
1389: Urbano VI a Raimondo del Balzo Orsini, conde de Nola y gonfaloniero de la Iglesia
1391: Clemente VII de Aviñón a Juan Sin Miedo, duque de Borgoña
1391: Bonifacio IX de Roma a Alberto de Este, marqués de Ferrara
1393: Bonifacio IX de Roma a Astorre Manfredi di Bagnacavallo
1394: Benedicto XIII de Aviñón a Martín I el Humano, rey de Aragón
1398: Bonifacio IX de Roma a Ugolino III Trinci, señor de Foligno
1399: Bonifacio IX de Roma a Benuttino Cima di Cingoli
1410: Aejandro V de Pisa a Niccoló d’Este, llamado el Cojo, marqués de Ferrara
1411: Juan XXIII de Pisa a Carlos VI el Bienamado, rey de Francia
1414: Juan XXIII de Pisa a Lovovico Alidosi, señor de Imola
1419: Martín V a la Señoría de Florencia
1420: Martín V a Guido II de Montefeltro, conde de Urbino
1434: Eugenio IV al emperador Segismundo del Sacro Imperio
1435: Eugenio IV al condotiero Ranuccio Farnese el Viejo
1437: Eugenio IV a la catedral de Santa María de las Flores de Florencia
1442: Eugenio IV a Domenico Rinaldo Orsini, conde de Tagliacozzo y señor de Piombino
1443: Eugenio IV al oratorio de San Lorenzo, llamado Sancta Sanctorum, de Roma (Scala Santa)
1444: Eugenio IV a Enrique VI de Lancaster, rey de Inglaterra
1448: Eugenio IV a Casimiro IV, rey de Polonia
1449: Nicolás V a Luigi Campo Fregoso, dux de Venecia
1450: Nicolás V a Guillermo II el Valiente, landgrave de Turingia y conde de Hesse
1452: Nicolás V al emperador Federico III del Sacro Imperio y su esposa Leonor
1453: Nicolás V a Federico II, elector de Brandeburgo
1454: Nicolás V a Alfonso V, rey de Portugal
1457: Nicolás V a Carlos VII, rey de Francia
1459: Pío II al Senado de Siena
1460: Pío II a Juan II, rey de Aragón y de Navarra
1462: Pío II a Tomás Paleólogo, príncipe bizantino, hermano del último basileus.
1463: Pío II a Pienza, su ciudad natal (antigua Corsignano)
1470: Pablo II a Federico de Aragón, príncipe de Tarento, hijo del rey de Nápoles
1471: Pablo II a Borso de Este, duque de Ferrara
1472: Sixto IV a la catedral de Savona, su ciudad natal
1474: Sixto IV a Cristián I, rey de Dinamarca
1476: Sixto IV a Andrea Vendramin, dux de Venecia
1482: Sixto IV a Eberardo V, conde y después duque de Würtemberg
1485: Inocencio VIII a Hércules de Este, duque de Ferrara
1486: Inocencio VIII a Jacobo III, rey de Escocia
1493: Alejando VI a Isabel I de Castilla, la Reina Católica
1494: Alejandro VI a la iglesia de Santa María en Flandes
1495: Alejandro VI a Agostino Barbarigo, dux de Venecia
1496: Alejandro VI a Francisco II, marqués de Mantua
1497: Alejandro VI a Gonzalo Fernández de Córdoba, el Gran Capitán
1498: Alejandro VI a Felipe de Habsburgo, archiduque de Austria
1500: Alejandro VI a su hijo César Borgia, duque de Valentinois y de la Romaña y gonfaloniero de la Iglesia
1504: Julio II a la República de Génova
1505: Julio II a Alejandro I Jagellon, rey de Polonia
1506: Julio II al rey Don Manuel de Portugal
1507: Julio II al rey Fernando el Católico
1508: Julio II a Alfonso I de Este, duque de Ferrara

Enrique VIII, recibió la Rosa de Oro tres veces

1510: Julio II a Enrique VIII, rey de Inglaterra
1514: León X al rey Don Manuel de Portugal
1517: León X a Carlos III, duque de Saboya
1518: León X a Federico, duque de Sajonia
1521: León X a Enrique VIII, rey de Inglaterra
1523: Adriano VI a Segismundo I Jagellon, rey de Polonia
1524: Clemente VII a Enrique VIII, rey de Inglaterra
1525: Clemente VII a Carlos III, duque de Saboya
1526: Clemente VII a la Archicofradía del Gonfalón de Roma
1532: Clemente VII a la imagen Acheropita recién descubierta
1537: Pablo III a Federico II Gonzaga, duque de Mantua
1543: Pablo III a Hércules II, duque de Ferrara
1548: Pablo III a Catalina de Médicis, reina de Francia
1550: Julio III a Juan, príncipe del Brasil, heredero del rey Don Juan III de Portugal
1552: Julio III a la imagen de la Madonna Salus Populi Romani en Santa María la Mayor
1555: Julio III a María I Tudor, reina de Inglaterra
1557: Pablo IV a Dª María Enríquez de Guzmán, duquesa de Alba
1561: Pío IV a Ana de Bohemia y Hungría
1564: Pío IV a la República de Lucca
1565: Pío IV a Catalina de Médicis, reina viuda de Francia
1567: San Pío V al oratorio de San Lorenzo, llamado Sancta Sanctorum, de Roma (Scala Santa)
1568: San Pío V a Juana de Habsburgo-Jagellon, esposa del príncipe de Toscana
1570: San Pío V a Cosme I de Médicis, gran duque de Toscana
1571: San Pío V a la reina Ana de Austria, cuarta esposa de Felipe II de España
1573: Gregorio XIII a Enrique de Anjou, rey de Polonia
1577: Gregorio XIII a Sebastiano Venier, dux de Venecia
1578: Gregorio XIII a Bolonia, su ciudad natal
1579: Gregorio XIII a Margarita de Austria, duquesa de Parma y Plasencia
1583: Gregorio XIII a Leonor de Médicis, esposa del duque Vincenzo I de Mantua
1584: Gregorio XIII al santuario de Loreto
1586: Sixto V a Bianca Capello, viuda del gran duque Cosme I de Toscana
1589: Sixto V a Cristina de Lorena, esposa del gran duque Fernando I de Toscana
1592: Clemente VIII a Ana de Austria, esposa del emperador Matías del Sacro Imperio
1593: Clemente VIII a Fernando I de Médicis, gran duque de Toscana
1597: Clemente VIII a la dogaresa Morosina Morisini, esposa del dux Marino Grimani
1598: Clemente VIII a Margarita de Austria-Estiria, esposa del rey Felipe III de España
1601: Clemente VIII al santuario de Loreto
1607: Pablo V a la iglesia de Santa María sopra Minerva en Roma
1608: Pablo V a la basílica de San Pedro del Vaticano
1610: Pablo V al oratorio de San Lorenzo, llamado Sancta Sanctorum, de Roma (Scala Santa)
1613: Pablo V a la Capilla Paulina o Borghese de la Basílica Liberiana
1618: Pablo V a Isabel de Borbón, esposa del príncipe Felipe de España (futuro Felipe IV)
1625: Urbano VIII a Enriqueta María de Francia, reina de Inglaterra
1627: Urbano VIII a Fernando II de Médicis, gran duque de Toscana
1628: Urbano VIII a Magdalena de Austria, viuda del gran duque Cosme II de Toscana
1630: Urbano VIII a María de Austria, reina de Hungría
1631: Urbano VIII a Taddeo Barberini, prefecto de Roma
1634: Urbano VIII a la basílica de San Pedro del Vaticano
1635: Urbano VIII a María Ana de Austria, esposa del elector Maximiliano I de Baviera
1649: Inocencio X a Mariana de Austria, prometida del rey Felipe IV de España
1654: Inocencio X a Lucrecia Barberini, esposa del duque de Módena
1658: Alejandro VII a la catedral metropolitana de Siena
1662: Alejandro VII a María Teresa de Austria, reina de Francia
1668: Clemente IX al Delfín de Francia
1669: Clemente IX a la iglesia de la Santísima Virgen de la Humildad de Pistoya
1671: Clemente X a Leonor de Habsburgo, reina de Polonia, esposa de Miguel Wiśniowiecki
1684: Beato Inocencio XI a María Casimira, reina de Polonia, esposa de Juan III Sobieski
1699: Inocencio XII a Amalia de Brünswick, prometida de José, rey de Romanos, hijo del emperador Leopoldo I del Sacro Imperio
1701: Clemente XI a María Luisa Gabriela de Saboya, reina de España, primera mujer de Felipe V
1714: Clemente XI a Isabel de Farnesio, reina de España, segunda mujer de Felipe V
1725: Benedicto XIII (Orsini) a la ciudad de Benevento, de la que era arzobispo
1726: Benedicto XIII (Orsini) a la catedral metropolitana de Capua
1727: Benedicto XIII (Orsini) a Violante Beatriz de Baviera, princesa viuda de Toscana
1728: Benedicto XIII (Orsini) a la catedral metropolitana de Génova
1739: Clemente XII a la archiduquesa María Teresa de Austria, hija del emperador Carlos VI del Sacro Imperio
1740: Benedicto XIV a María Amalia de Sajonia, reina de Nápoles y Sicilia
1759: Clemente XIII a Francesco Loredan, dux de Venecia
1770: Clemente XIV a la iglesia de San Antonio de los Portugueses en Roma
1776: Pío VI a María Cristina, archiduquesa de Austria, esposa del duque Alberto de Sajonia-Teschen
1780: Pío VI al archiduque Fernando de Habsburgo, gobernador de Milán, y a su esposa María Beatriz de este, princesa de Módena
1784: Pío VI a la archiduquesa María Amalia, duquesa de Parma y Plasencia
1791: Pío VI a la archiduquesa María Carolina, reina de Nápoles y Sicilia
1794: Pío VI a la iglesia de San antonio de los Portugueses en Roma
1819: Pío VII a Carlota Augusta de Baviera, emperatriz de Austria, mujer del emperador Francisco I
1825: León XII a María Teresa de Austria-Este, reina viuda de Cerdeña
1830: Pío VIII a la ciudad y catedral de Cingoli, su tierra natal.
1832: Gregorio XVI a María Ana de Saboya, reina de Hungría
1833: Gregorio XVI a la Basílica de San Marcos de Venecia
1842: Gregorio XVI a María II, reina reinante de Portugal
1848: Beato Pío IX a María Pía de Saboya, princesa de Cerdeña
1849: Beato Pío IX a María Teresa de Austria, reina de las Dos Sicilias
1856: Beato Pío IX a la emperatriz Eugenia de los Franceses, esposa de Napoléon III
1868: Beato Pío IX a Isabel II, reina propietaria de España
1886: León XIII a María Cristina de Habsburgo-Lorena, reina regente de España, viuda de Alfonso XII y madre de Alfonso XIII
1889: León XIII a Isabel I, emperatriz del Brasil
1892: León XIII a Amelia de Orléans, reina de Portugal
1893: León XIII a María Enriqueta de Austria, reina de los Belgas, esposa de Leopoldo II
1914: Benedicto XV a Victoria-Eugenia de Battenberg, reina de España, esposa de Alfonso XIII
1920: Benedicto XV al santuario de Lisieux
1926: Pío XI a Isabel de Baviera, reina de los Belgas, esposa de Alberto I
1937: Pío XI a Elena de Montenegro, reina de Italia, esposa de Víctor Manuel III
1956: Venerable Pío XII a Josefina Carlota, princesa de Bélgica y gran duquesa de Luxemburgo, esposa de Juan II
1965: Pablo VI al santuario de Nuestra Señora de Fátima en Portugal
1966: Pablo VI al santuario de Nuestra Señora de Guadalupe en Méjico
1967: Pablo VI al santuario de Nuestra Señora de Aparecida en Brasil
1979: Venerable Juan Pablo II al santuario de Jasna Gora en Cestokowa (Polonia)
1979: Venerable Juan Pablo II al santuario de Knock en Irlanda
1982: Venerable Juan Pablo II al santuario de Nuestra Señora de Luján en Argentina
1987: Venerable Juan Pablo II al santuario de Matka Boża Kalwaryjska en Polonia
1988: Venerable Juan Pablo II a la imagen de la Virgen de la Evangelización en Lima
2003: Venerable Juan Pablo II a la basílica de Nuestra Señora de la Concepción del Sameiro en Portugal
2004: Venerable Juan Pablo II al Oratorio de San José en el Québec
2004: Venerable Juan Pablo II a la basílica de Lourdes en Francia
2006: Benedicto XVI al santuario de Jasna Gora en Cestokowa (Polonia)
2007: Benedicto XVI al santuario de Nuestra Señora de Aparecida en Brasil
2007: Benedicto XVI al santuario de Mariazell en Austria
2008: Benedicto XVI al santuario nacional de la Inmaculada Concepción en Washington (Estados Unidos)
2008: Benedicto XVI al santuario de la Virgen de Bonaria en Cagliari (Cerdeña)
2008: Benedicto XVI al santuario papal de Nuestra Señora de Pompeya en Campania
2009: Benedicto XVI al santuario de Nuestra Señora de Europa en Gibraltar

El que un papa haya concedido más de una Rosa de Oro en el mismo año no significa que haya bendecido otras tantas, sino que otorga de las que ya están bendecidas de otros años y no han sido conferidas.


viernes, 12 de marzo de 2010

San Gregorio Magno, el "cónsul de Dios", presentado por Benedicto XVI



Andrea Sacchi: Milagro de San Gregorio
(Altar de San Gregorio Magno, Basílica Vaticana)


En la festividad de San Gregorio I Magno, patrón de la Federación Internacional UNA VOCE (FIUV) y de ROMA AETERNA, queremos ofrecer a nuestros gentiles lectores la semblanza que del gran papa de la Antigüedad cristiana hizo su sucesor Benedicto XVI durante una de sus instructivas alocuciones de los miércoles, verdaderas joyas de sabiduría. Al mismo papa Ratzinger debemos este elogio de San Gregorio (cfr. Motu proprio Summorum Pontificum), que hacemos plenamente nuestro como la razón de su celeste patronazgo sobre nuestra asociación: "Inter Pontífices […], nomen excellit sancti Gregorii Magni, qui tam fidem catholicam quam thesauros cultus ac culturae a Romanis saeculis praecedentibus cumulatos novis Europae populis transmittendos curavit". (Entre los pontífices […] resalta el nombre de San Gregorio Magno, que hizo todo lo posible para que a los nuevos pueblos de Europa se transmitiera tanto la fe católica como los tesoros del culto y de la cultura acumulados por los romanos en los siglos precedentes).

San Gregorio Magno fue Pontífice Romano en el más justo sentido de la palabra:
“romano di Roma”, heredero y custodio de la herencia de la Roma Antigua, de la Roma Eterna, no sólo por tradición familiar (era de origen patricio), sino por especial vocación. Defendió a la Urbe y a Italia de los embates de los bárbaros; fue verdaderamente Padre del pueblo, al que auxilió material y espiritualmente (a su lucha contra la peste está vinculado el episodio de la aparición del Arcángel San Miguel en la Mole Adriana, actual Castel Sant’Angelo); dio renovado lustre al latín con sus elegantes y copiosos escritos (basta leer sus Cartas y sus Diálogos), y propició la codificación de la liturgia romana (es célebre su Sacramentario, que enriqueció el Gelasiano) y del canto eclesiástico (llamado justamente gregoriano en su honor).

Tal fue el impacto de su pontificado que se le conoció como el “Cónsul de Dios” y, en verdad, como los antiguos cónsules (encargados de llevar las águilas romanas a todo el mundo y de custodiar el Capitolio), extendió la fe cristiana y fue guardián celoso de la Iglesia. El Martirologio Romano le dedica este encomio el 3 de septiembre (aniversario de su elevación papal):
“Item Romae Ordinatio incomparabilis viri sancti Gregorii Magni in Summum Pontificem; qui, onus illud subiré coactus, e sublimiori throno clarioribus sanctitatis radiis in Orbe refulsit” (En Roma, la ordenación del incomparable varón san Gregorio el Grande como Sumo Pontífice, el cual, constreñido a cargar con tal peso, desde el más sublime trono refulgió en el orbe con los más espléndidos rayos de santidad”). Y ahora, sin más preámbulo, he aquí la alocución con la que el Santo Padre Benedicto XVI presentó al gran Gregorio a los fieles durante la audiencia general del miércoles 28 de mayo de 2008:




BENEDICTO XVI PRESENTA
A SAN GREGORIO MAGNO



Hoy desearía presentar la figura de uno de los mayores Padres en la historia de la Iglesia, uno de los cuatro doctores de Occidente, el Papa san Gregorio, que fue obispo de Roma entre el año 590 y el 604, y que mereció de parte de la tradición el título Magnus (Grande). ¡Gregorio fue verdaderamente un gran Papa y un gran Doctor de la Iglesia! Nació en Roma, en torno a 540, de una rica familia patricia de la gens Anicia, que se distinguía no sólo por la nobleza de sangre, sino también por el apego a la fe cristiana y por los servicios prestados a la Sede Apostólica. De esta familia procedían dos papas: Felix III (483-492), tatarabuelo de Gregorio, y Agapito (535-536). La casa en la que Gregorio creció se alzaba en el Clivus Scauri, rodeada de solemnes edificios que testimoniaban la grandeza de la antigua Roma y la fuerza espiritual del cristianismo. Para inspirarle elevados sentimientos cristianos estuvieron además los ejemplos de sus padres Gordiano y Silvia, ambos venerados como santos, y los de sus tías paternas Emiliana y Tarsilia, que vivían en la propia casa como vírgenes consagradas en un camino compartido de oración y ascesis.

Gregorio ingresó pronto en la carrera administrativa, que había seguido también su padre, y en 572 alcanzó la cima, convirtiéndose en prefecto de la ciudad. Este cargo, complicado por la tristeza de aquellos tiempos, le permitió aplicarse en un amplio radio a todo tipo de problemas administrativos, obteniendo de ellos luz para sus futuras tareas. En particular quedó en él un profundo sentido del orden y de la disciplina: cuando se convirtió en Papa, sugerirá a los obispos que tomen como modelo en la gestión de los asuntos eclesiásticos la diligencia y el respeto de las leyes propias de los funcionarios civiles. Aquella vida no le debía satisfacer, visto que, no mucho después, decidió dejar todo cargo civil para retirarse en su casa y comenzar la vida de monje, transformando la casa de familia en el monasterio de San Andrés en el Monte Celio. De este período de vida monástica, vida de diálogo permanente con el Señor en la escucha de su palabra, quedó en él una perenne nostalgia que siempre de nuevo y cada vez más aparece en sus homilías: en medio del acoso de las preocupaciones pastorales, lo recordará varias veces en sus escritos como un tiempo feliz de recogimiento en Dios, de dedicación a la oración, de serena inmersión en el estudio. Pudo así adquirir ese profundo conocimiento de la Sagrada Escritura y de los Padres de la Iglesia del que se sirvió después en sus obras.

Pero el retiro claustral de Gregorio no duró mucho. La preciosa experiencia madurada en la administración civil en un período cargado de graves problemas, las relaciones que tuvo en esta tarea con los bizantinos, la estima universal que se había ganado, indujeron al papa Pelagio a nombrarle diácono y a enviarle a Constantinopla como su apocrisiario -hoy se diría "Nuncio Apostólico"- para favorecer la superación de los últimos restos de la controversia monofisita y sobre todo para obtener el apoyo del emperador en el esfuerzo de contener la presión longobarda. La permanencia en Constantinopla, donde había reanudado la vida monástica con un grupo de monjes, fue importantísima para Gregorio, pues le permitió ganar experiencia directa en el mundo bizantino, así como aproximarse al problema de los Longobardos, que después pondría a dura prueba su habilidad y su energía en los años del Pontificado. Pasados algunos años fue llamado de nuevo a Roma por el Papa, quien le nombró su secretario. Eran años difíciles: las continuas lluvias, el desbordamiento de los ríos y la carestía afligían muchas zonas de Italia y la propia Roma. Al final se desató la peste, que causó numerosas víctimas, entre ellas también el papa Pelagio II. El clero, el pueblo y el senado fueron unánimes en elegir como su sucesor en la Sede de Pedro precisamente a él, a Gregorio. Intentó resistirse, incluso buscando la fuga, pero todo fue inútil: al final tuvo que ceder. Era el año 590.

In festo S. Gregorii Magni, Pontificis Maximi, Confessoris et Ecclesiae
Doctoris Patrisque, Consulis Dei, Almae Vrbis contra Barbaros
Defensoris, Romanae Liturgiae ac Musicae Sacrae instauratoris,
Monasticae Vitae Fautoris, Populi Patris ac Benefactoris


Reconociendo en cuanto había sucedido la voluntad de Dios, el nuevo Pontífice se puso inmediatamente al trabajo con empeño. Desde el principio reveló una visión singularmente lúcida de la realidad con la que debía medirse, una extraordinaria capacidad de trabajo al afrontar los asuntos tanto eclesiales como civiles, un constante equilibrio en las decisiones, también valientes, que su misión le imponía. Se conserva de su gobierno una amplia documentación gracias al Registro de sus cartas (aproximadamente 800), en las que se refleja el afrontamiento diario de los complejos interrogantes que llegaban a su mesa. Eran cuestiones que procedían de los obispos, de los abades, de los clérigos, y también de las autoridades civiles de todo orden y grado. Entre los problemas que afligían en aquel tiempo a Italia y Roma había uno de particular relevancia en el ámbito tanto civil como eclesial: la cuestión longobarda. A ella dedicó el Papa toda energía posible con vistas a una solución verdaderamente pacificadora. A diferencia del Emperador bizantino, que partía del presupuesto de que los Longobardos eran sólo individuos burdos y depredadores a quienes había que derrotar o exterminar, san Gregorio veía a esta gente con los ojos del buen pastor, preocupado de anunciarles la palabra de salvación, estableciendo con ellos relaciones de fraternidad orientadas a una futura paz fundada en el respeto recíproco y en la serena convivencia entre italianos, imperiales y longobardos. Se preocupó de la conversión de los jóvenes pueblos y de la nueva organización civil de Europa: los Visigodos de España, los Francos, los Sajones, los inmigrantes en Bretaña y los Longobardos fueron los destinatarios privilegiados de su misión evangelizadora. Ayer celebramos la memoria litúrgica de san Agustín de Canterbury, guía de un grupo de monjes a los que Gregorio encomendó acudir a Bretaña para evangelizar Inglaterra.

Para obtener una paz efectiva en Roma y en Italia, el Papa se empeñó a fondo -era un verdadero pacificador- emprendiendo una estrecha negociación con el rey longobardo Agilulfo. Tal conversación llevó a un período de tregua que duró unos tres años (598 - 601), tras los cuales fue posible estipular en 603 un armisticio más estable. Este resultado positivo se logró gracias también a los contactos paralelos que, entretanto, el Papa mantenía con la reina Teodolinda, que era una princesa bávara y, a diferencia de los jefes de los otros pueblos germanos, era católica, profundamente católica. Se conserva una serie de cartas del Papa Gregorio a esta reina, en las que él muestra su estima y su amistad hacia aquella. Teodolinda consiguió, poco a poco, orientar al rey hacia el catolicismo, preparando así el camino a la paz. El Papa se preocupó también de enviarle las reliquias para la basílica de san Juan Bautista que ella hizo levantar en Monza, y no dejó de hacerle llegar expresiones de felicitación y preciosos regalos para la misma catedral de Monza con ocasión del nacimiento y del bautismo de su hijo Adaloaldo. La vicisitud de esta reina constituye un bello testimonio sobre la importancia de las mujeres en la historia de la Iglesia. En el fondo, los objetivos sobre los que Gregorio apuntó constantemente fueron tres: contener la expansión de los Longobardos en Italia, sustraer a la reina Teodolinda de la influencia de los cismáticos y reforzar la fe católica, así como mediar entre Longobardos y Bizantinos con vistas a un acuerdo que garantizara la paz en la península y a la vez consintiera desarrollar una acción evangelizadora entre los propios Longobardos. Por lo tanto fue doble su constante orientación en la compleja situación: promover acuerdos en el plano diplomático-político, difundir el anuncio de la verdadera fe entre las poblaciones.

Junto a la acción meramente espiritual y pastoral, el papa Gregorio fue activo protagonista también de una multiforme actividad social. Con las rentas del conspicuo patrimonio que la Sede romana poseía en Italia, especialmente en Sicilia, compró y distribuyó trigo, socorrió a quien se encontraba en necesidad, ayudó a sacerdotes, monjes y monjas que vivían en la indigencia, pagó rescates de ciudadanos que habían caído prisioneros de los Longobardos, adquirió armisticios y treguas. Además desarrolló tanto en Roma como en otras partes de Italia una atenta obra de reordenamiento administrativo, impartiendo instrucciones precisas para que los bienes de la Iglesia, útiles a su subsistencia y a su obra evangelizadora en el mundo, se gestionaran con absoluta rectitud y según las reglas de la justicia y de la misericordia. Exigía que los colonos fueran protegidos de los abusos de los concesionarios de las tierras de propiedad de la Iglesia y, en caso de fraude, que fueran resarcidos con prontitud, para que no se contaminara con beneficios deshonestos el rostro de la Esposa de Cristo.

Gregorio llevó a cabo esta intensa actividad a pesar de su incierta salud, que le obligaba con frecuencia a guardar cama durante largos días. Los ayunos que había practicado en los años de la vida monástica le habían ocasionado serios trastornos digestivos. Además su voz era muy débil, de forma que a menudo tenía que confiar al diácono la lectura de sus homilías para que los fieles de las basílicas romanas pudieran oírle. En cualquier caso hacía lo posible por celebrar en los días de fiesta Missarum sollemnia, esto es, la Misa solemne, y entonces se encontraba personalmente con el pueblo de Dios, que le apreciaba mucho porque veía en él la referencia autorizada para obtener seguridad: no por casualidad se le atribuyó pronto el título de consul Dei. A pesar de las dificilísimas condiciones en las que tuvo que actuar, consiguió conquistar, gracias a la santidad de vida y a la rica humanidad, la confianza de los fieles, logrando para su tiempo y para el futuro resultados verdaderamente grandiosos. Era un hombre inmerso en Dios: el deseo de Dios estaba siempre vivo en el fondo de su alma y precisamente por esto estaba siempre muy cerca del prójimo, de las necesidades de la gente de su época. En un tiempo desastroso, más aún, desesperado, supo crear paz y esperanza. Este hombre de Dios nos muestra las verdaderas fuentes de la paz, de dónde viene la esperanza, y se convierte así en una guía también para nosotros hoy.

(Traducción española del original italiano por María Lago para ZENIT).



jueves, 4 de marzo de 2010

El cumplimiento del motu proprio en España depende en buena medida de los laicos



Gracias al siempre atento sitio hermano UNA VOCE MÁLAGA podemos saber que en España el movimiento a favor de la liturgia romana clásica está vivo y se organiza. La publicación del motu proprio Summorum Pontificum del Santo Padre Benedicto XVI ha sido un auténtico acicate para muchos sacerdotes y seglares, especialmente jóvenes, que han comenzado a descubrir las riquezas insospechadas de un rito que, no obstante no haber sido nunca abrogado y haber estado en principio siempre en vigor, sufrió un práctico ostracismo. Hoy, reconocido al más alto nivel el derecho que tienen los fieles a beneficiarse de este verdadero tesoro de la Iglesia, hay que constatar, sin embargo, que no en todos sitios ha tenido una debida aplicación el importante documento del Papa. Como ya hemos tenido oportunidad de señalar, parece haber una resistencia pasiva (y en algunos casos descaradamente activa) al mismo por parte justamente de aquellos que están llamados a hacerlo cumplir. De ahí que sea necesario que los fieles interesados, poniendo en práctica la vocación que le es propia y que ha recordado el Concilio Vaticano II (cfr. Apostolicam auctositatem), se involucren, sin ninguna rebeldía ni espíritu de contradicción pero con firmeza y perseverancia, en la causa de hacer que el motu proprio se cumpla cabalmente y según los pasos indicados por el mismo Romano Pontífice.

Para conocimiento y en posible interés de nuestros amables lectores, ofrecemos hoy una lista de grupos estables de fieles que actualmente están en vías de constitución en España para poder pedir la celebración pública y regular de la Santa Misa en la forma llamada extraordinaria del rito romano (es decir, según el Misal Romano del beato Juan XXIII publicado en 1962) con arreglo a lo establecido en Summorum Pontificum. Aunque no todos esos grupos están directamente relacionados con UNA VOCE, cabe recordar que es ésta una organización con larga experiencia (45 años) y con representación en los cinco continentes, reconocida y escuchada por la Santa Sede como interlocutor válido en las cuestiones que atañen a la liturgia romana clásica. Afiliarse a la FEDERACIÓN INTERNACIONAL UNA VOCE (FIUV) tiene la ventaja de contar con el respaldo de una institución solvente a la hora de dialogar con la autoridad eclesiástica. De todos modos, en el campo del apostolado seglar no hay monopolios ni exclusivismos y toda iniciativa es buena y valiosa. Copiamos el elenco que aparece en la página de horarios de misa de UNA VOCE MÁLAGA, a la que agradecemos su diligencia en difundir la causa de la misa. Invitamos a nuestros lectores a apoyar y adherirse a estos grupos según su distribución geográfica.



Grupos que se están constituyendo
para solicitar la Santa Misa tradicional



ALICANTE


MALLORCA

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SEGOVIA

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VALENCIA


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Todo nuevo grupo que desee afiliarse a la FEDERACIÓN INTERNACIONAL UNA VOCE ha de dirigirse al capítulo español de asociaciones UNA VOCE HISPANIA (uvhispania@gmail.com).