El famoso P.
René Laurentin, mariólogo y estudioso de las apariciones marianas, se manifestó
hace un tiempo en contra de la proclamación del llamado “quinto dogma” relativo
a la Santísima Virgen, a saber el de la Corredención. Como no todos están
familiarizados con los dogmas marianos, conviene referirse al tema y empezar
por repasar cuáles son las cuatro verdades que ya han sido definidas
infaliblemente por la Iglesia:
1.- La Maternidad Divina. Proclamada en el Concilio de Éfeso, III de los Ecuménicos (431) contra Nestorio, que afirmaba que, si bien María había dado a luz al Verbo encarnado, sólo se la podía considerar madre de la persona humana de Cristo, pero no de la divina, de la que, a lo sumo, se la podía llamar portadora o receptora (Θεοδόκος). Para él la unión hipostática no era substancial sino accidental y no había, por consiguiente, entre la persona divina y la humana de Cristo lo que los teólogos llaman communicatio idiomatum (comunicación de idiomas), que permite atribuir a cada una de ellas las notas y los actos de la otra. La doctrina católica, por el contrario, afirma que en Cristo hay dos naturalezas (la divina y la humana) pero una sola substancia, de modo que lo que se dice de la persona divina puede atribuirse a la humana y viceversa. En este sentido, la Santísima Virgen, al concebir y dar a luz a Cristo, es verdadera “engendradora de Dios” (Θεοτόκος) o Deípara. Lo explica san Cirilo Alejandrino en carta a Nestorio, aprobada por el concilio niceno: “Porque no nació primeramente un hombre vulgar, de la santa Virgen, y luego descendió sobre Él el Verbo; sino que, unido desde el seno materno, se dice que se sometió a nacimiento carnal, como quien hace suyo el nacimiento de la propia carne... De esta manera [los Santos Padres] no tuvieron inconveniente en llamar madre de Dios a la santa Virgen” (Denz-Schön, 251).
2.- La Virginidad Perpetua. Definida en el Concilio de Letrán (649) bajo el papa san Martín I. En el canon 3 del Acta V se lee: “Si alguno no confiesa, de acuerdo con los Santos Padres, propiamente y según verdad por madre de Dios a la santa y siempre Virgen María, como quiera que concibió en los últimos tiempos sin semen por obra del Espíritu Santo al mismo Dios Verbo propia y verdaderamente, que antes de todos los siglos nació de Dios Padre, e incorruptiblemente le engendró, permaneciendo ella, aun después del parto, en su virginidad indisoluble, sea condenado” (Denz-Schön. 503). De acuerdo con este dogma, María no sólo concibió virginalmente a Jesucristo en su purísimo seno por obra del Espíritu Santo, sino que lo dio a luz milagrosamente sin menoscabo de su integridad (“como pasa la luz a través del cristal, sin romperlo”) y no tuvo nunca concúbito con varón por haber hecho voto perpetuo de virginidad. Esto último se deduce del episodio de la Anunciación, cuando a las palabras del Ángel diciéndole que va a concebir y dar a luz un hijo, la Virgen pregunta cómo podrá ser esto si no conoce varón. Si no hubiera habido el voto, la objeción no habría tenido sentido, pues el Ángel podía argüirle: “No conoces varón ahora, pero lo conocerás cuando convivas con tu esposo”. María es, pues, la siempre Virgen (ἀειπάρθενος).
3.- La Inmaculada Concepción. Declarada de fe por el beato Pío IX mediante la bula Ineffabilis Deus (8 de diciembre de 1854) en los siguientes términos: “Para honor de la santa e indivisa Trinidad, para gloria y ornamento de la Virgen Madre de Dios, para exaltación de la fe católica y acrecentamiento de la religión cristiana, con la autoridad de nuestro Señor Jesucristo, de los bienaventurados Apóstoles Pedro y Pablo y con la nuestra declaramos, proclamamos y definimos que la doctrina que sostiene que la beatísima Virgen María fue preservada inmune de toda mancha de la culpa original en el primer instante de su concepción por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Cristo Jesús Salvador del género humano, está revelada por Dios y debe ser por tanto firme y constantemente creída por todos los fieles. Por lo cual, si alguno, lo que Dios no permita, pretendiere en su corazón sentir de modo distinto a como por Nos ha sido definido, sepa y tenga por cierto que está condenado por su propio juicio, que ha sufrido naufragio en la fe y se ha apartado de la unidad de la Iglesia, y que además, por el mismo hecho, se somete a si mismo a las penas establecidas por el derecho, si, lo que en su corazón siente, se atreviere a manifestarlo de palabra o por escrito o de cualquiera otro modo externo” (Denz-Schön, 2803). Este singularísimo privilegio de la Inmaculada Concepción no significa que la Virgen naciera sin pecado (como consta del profeta Jeremías y de san Juan Bautista y se presume del glorioso patriarca san José) por una santificación en el seno materno que hubiera borrado el pecado original y sus reliquias. No; aquí se trata de una verdadera y propia exención del pecado desde el primer instante del ser natural, es decir en el momento mismo de la concepción. Largo camino se tuvo que recorrer antes de llegarse a la persuasión fuera de toda duda de que la Virgen fue concebida sin mancha (aunque en esto el pueblo fiel llevó la delantera a los teólogos).
4.- La Asunción en cuerpo y alma a los Cielos. Solemnemente expuesta por el Siervo de Dios Pío XII, gran papa mariano, con la constitución apostólica Munificentissimus Deus (1º de noviembre del año santo 1950), en la cual se lee: “después que una y otra vez hemos elevado a Dios nuestras preces suplicantes e invocado la luz del Espíritu de Verdad, para gloria de Dios omnipotente que otorgó su particular benevolencia a la Virgen María, para honor de su Hijo, Rey inmortal de los siglos y vencedor del pecado y de la muerte, para aumento de la gloria de la misma augusta Madre, y gozo y regocijo de toda la Iglesia, por la autoridad de nuestro Señor Jesucristo, de los bienaventurados Apóstoles Pedro y Pablo y nuestra, proclamamos, declaramos y definimos ser dogma divinamente revelado: Que la Inmaculada Madre de Dios, siempre Virgen María, cumplido el curso de su vida terrestre, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial. Por eso, si alguno, lo que Dios no permita, se atreviese a negar o voluntariamente poner en duda lo que por Nos ha sido definido, sepa que se ha apartado totalmente de la fe divina y católica” (Denz-Schön 3903). Que la Virgen María no conociera la corrupción del sepulcro es algo que se podría argumentar de la misma manera que hizo Duns Escoto para probar la Inmaculada concepción:“potuit, decuit, ergo fecit”. Dios podía arrebatar a su Madre a los cielos en cuerpo y alma; convenía que así fuese para mostrar la excelencia de esa criatura purísima; luego, lo hizo: se la llevó consigo. Cuestión distinta (y que el propio Pío XII dijo no ser materia de la definición asuncionista) es si la Virgen subió a los cielos sin pasar por el trance de la muerte. En la actualidad la mayoría de teólogos piensan que la Virgen murió y resucitó inmediatamente; pero hay algunos inmortalistas (el P. Alcañiz, por ejemplo), cuya opinión nos parece mejor. De todos modos, hoy por hoy es materia opinable.
R.P. René Laurentin, mariólogo
Vayamos ahora al
asunto de la Corredención de María, creencia de la que disiente el P.
Laurentin. ¿En qué consiste? En considerar que la Santísima Virgen, por
concesión especialísima de Dios, contribuyó de manera eficaz, aunque
subordinada y unida a la acción salvífica de Jesucristo, a la redención del
género humano, principalmente mediante su aceptación de la Divina Maternidad y
sus Dolores, los que experimentó principalmente durante la Pasión y Muerte de
su Divino Hijo. Esta cooperación especialísima de María a la obra redentora es
peculiar y privativa de Ella y difiere no sólo en grado sino en carácter de la
corredención común de los justos, dimanando del privilegio de su Inmaculada
Concepción. La Corredención mariana es indisociable de la Redención por los
méritos de Cristo. Los méritos de María son por gracia, mientras los de su Hijo
son por naturaleza. Dicho esto veamos y analicemos lo que ha declarado René
Laurentin, que, por tratarse de un reconocido mariólogo, no nos puede dejar
indiferentes. Se trata del fragmento de una entrevista sobre Medjugorje
concedida a Gianluca Barile y publicada ayer por el periódico virtual Petrus:
Pregunta. ¿Ha sido María corredentora del mundo con su hijo Jesús? En la Iglesia hace ya tiempo que se habla de ello, pero no parece que haya todavía llegado la hora de la proclamación de un dogma, a pesar de que lo hayan pedido varias veces y con insistencia muchos obispos y cardenales, especialmente de América Latina. ¿Usted que piensa?
Respuesta. Desde hace cincuenta años estudio el papel de María en la redención del mundo. Y desde el comienzo he pensado lo que tiene de único esta participación. Sin embargo, el título de Corredentora es ambiguo, a menudo mal comprendido y, encima, contradictorio desde el punto de vista teológico y ecuménico. Es por esto por lo que personalmente estoy en contra de la definición de María Corredentora y pienso que los que firman –sin entender lo que hacen– las peticiones para la definición de un dogma ad hoc harían mejor en profundizar con seriedad el papel de María en la redención. Papel importante, importantísimo, pero no igual al único de Jesús.
El Padre Laurentin, a pesar de toda su Mariología, se coloca con estas declaraciones en las filas de los minimalistas, es decir de aquellos para quienes cuanto menos se destaque el extraordinario puesto que tiene la Santísima Virgen en la economía de la salvación, mejor. Estos minimalistas se oponen a los maximalistas, es decir a los que piensan, por el contrario, que por mucho que se ensalce a María nunca se le hará justicia, precisamente por esa excelencia suya, que la hace entrar en el mismísimo orden hipostático: de Mariam numquam satis (nunca se dirá lo suficiente de María) como decía san Bernardo. Fueron precisamente los minimalistas quienes en el Concilio Vaticano II lograron impedir que a la Virgen se la dedicara un esquema propio y consiguieron que se la insertase, en cambio, en el esquema sobre la Iglesia. También se opusieron ya entonces a la definición de la Corredención de María y de su Mediación universal como dogmas de fe (según pedían muchos padres conciliares) y no ocultaron su desagrado al proclamarla Pablo VI en el aula conciliar Madre de la Iglesia. Pero vayamos al análisis de lo dicho por René Laurentin.
“El título de Corredentora es ambiguo”. ¿Dónde está la ambigüedad? El prefijo “co” indica en “colaboración”, “unión”. Decir que la Santísima Virgen es Corredentora significa decir que ha colaborado en la obra de la redención de un modo singularísimo en unión con Jesucristo y nunca sin Él. Ambigüedad sería llamarla “redentora”, porque en esa palabra no va implicada necesariamente la idea de la cooperación con el Señor y podría dar lugar a ideas falsas, como la de la equivalencia de la redención obrada por María y la obrada por su Hijo o de que Ella podía redimirnos sola, sin necesidad de la redención por el Verbo encarnado. El término “Corredentora”, pues, lejos de ser ambiguo es muy preciso. La Virgen es Corredentora con Cristo Redentor de manera análoga a como Eva fue co-pecadora con Adán pecador. Este paralelismo es muy sugestivo si se tiene en cuenta la idea paulina de Jesucristo como “segundo Adán” o “nuevo Adán”, que sugirió a san Ireneo de Lyon la de María como la “nueva Eva”. Ahora bien, este Padre de la Iglesia es muy atendible porque recogió la primera tradición apostólica de su maestro san Policarpo, “oyente de Juan” (es decir, discípulo del Evangelista, a quien el Señor confió a su Madre al pie de la Cruz).
“El título de Corredentora es a menudo mal comprendido”. Pero la mala comprensión de una verdad no resta valor a la verdad en sí misma. Lo contrario es caer en idealismo kantiano, para el cual la verdad no reside en las cosas sino en nuestras ideas de las cosas (que pueden ser ideas equivocadas). Tampoco otros dogmas son bien comprendidos muchas veces: la unión hipostática, la Transubstanciación, la Inmaculada… Por poner un ejemplo muy común, este último se confunde frecuentemente entre los fieles con el nacimiento virginal de Jesús. Y se puede dar por seguro que la mayoría del pueblo creyente sencillo no sabría explicar el dogma, pero se fía del Magisterio y lo hace suyo. Además, para tener la fe católica basta con una profesión genérica de creer en todo lo que cree la Iglesia. Si se fuera a considerar católicos sólo a los que comprenden bien todas las verdades de fe, poquísimos cumplirían el requisito. Para explicar los dogmas están precisamente los pastores (obispos y párrocos) y los teólogos. En todo caso, nunca se ha frenado el avance de una verdad por temor a que no se entienda.
“El título de Corredentora es contradictorio desde el punto de vista teológico”. Quod est demonstrandum... ¿Dónde residiría la contradicción? Quizás se refiera el Padre Laurentin a la famosa disputa sobre la incompatibilidad de la condición de corredentora con la de redimida. Lo cual nos introduce en otro tema todavía opinable sobre si la Virgen fue redimida o no necesitó de redención y fue, por tanto, irredenta. Veamos. Hay quienes sostienen que la Virgen tuvo que ser redimida en algún momento porque si no, la universalidad de la redención quedaría en entredicho. Pero los que así argumentan no saben explicar por qué esa universalidad no se quebranta con la exclusión de la persona humana de Cristo, que obviamente no necesitó redención, siendo que era hijo de Adán secundum carnem. El P. Alcañiz ha expuesto muy bien su tesis según la cual la universalidad de la redención no queda comprometida si se considera que Dios, al crear al hombre, se reservó esas dos criaturas –Cristo hombre y María– para sus planes de divinización de su creación y los excluyó del destino común de los mortales. Con esta solución se evita la abstrusa noción de redención anticipada, según la cual la Virgen, si bien no tuvo de hecho el pecado original, debía haberlo contraído como descendiente de Adán. Los escolásticos distinguían, pues, el débito y la culpa, eximiendo a María de la segunda, pero no del primero. Pero esto es como suponer que, por algún concepto, Ella estuvo bajo el dominio del demonio del cual fue “re-comprada” (que eso significa “redimida”) anticipadamente por los méritos del Redentor. No parece muy halagüeño para la Madre de Dios.
Aun cuando admitiéramos que la Virgen fue redimida (y esto se concede sólo como hipótesis), no hay incompatibilidad entre redimir y ser redimido, pues el justo en estado de gracia es corredentor con Cristo, como afirma san Pablo: “Completo en mí lo que falta a la Pasión de Cristo” (Col. I, 24). Al reparar Cristo nuestra naturaleza mediante su gracia justificándonos, nos da la vida divina y nuestros actos pasan a ser meritorios en el orden sobrenatural. Si esto es así con nosotros, nacidos en pecado, ¡cuánto más en la Virgen, nacida inmaculada! Además la cooperación de la Virgen a la Redención es de una categoría especialísima, puesto que el Padre, por así decirlo, hizo depender todo su plan de la libre voluntad de la doncella de Nazaret. No le impuso un mandato perentorio (sí o sí); por medio del Ángel le expuso la cuestión y María dio su asentimiento sin constricciones y con plena deliberación. Su fiat sumiso y confiado posibilitó la regeneración de la creación salida del fiat amoroso de Dios.
La Corredención de la Virgen no quita nada a la infinita eficacia por sí sola de la Redención de Cristo, pero hace que ésta sea accidentalmente más perfecta porque Dios ha querido adornarla con la participación única de María, haciendo actuar a su criatura como causa segunda de su plan de salvación. Y Dios muestra mayormente su poder, actuando a través de las causas segundas. Cristo que es Dios, redime por su propia virtud: María, que no es Dios sino pura criatura, redime por la virtud que le otorga Dios y redime en su Hijo y por su Hijo. Para decirlo en lenguaje teológico, Cristo redime por mérito de condigno, mientras María redime por mérito de congruo. Además, Ella ha recibido todas sus perfecciones del Señor, con lo cual no deja de ser un ser contingente, dependiente absolutamente de Él, que es el Ser necesario. Si se tiene en cuenta esto, no hay absolutamente ninguna contradicción teológica en el título de Corredentora.
“El título de Corredentora es contradictorio desde el punto de vista ecuménico”. Se referirá nuestro mariólogo a que hay temas en el catolicismo que son signos de contradicción porque no se podría contentar a todo el mundo. Por lo tanto, no sólo el tema de la Corredención es ecuménicamente contradictorio, sino la Eucaristía, el Papado y el culto a los santos, por citar unos pocos ejemplos. Desde luego, lo que es bueno para los hermanos ortodoxos no lo es para los hermanos separados de las confesiones protestantes (y entre éstas hay variaciones y discrepancias) o incluso para la comunión anglicana. Los ortodoxos no admiten los dos últimos dogmas marianos proclamados, pero no por poca devoción a la Virgen, sino por su idea del poder de las llaves, ya que creen que todo dogma debe ser colegialmente definido, como en los primeros siglos del cristianismo, cuando la unión de las iglesias de Oriente y Occidente no se había roto. Pero esos dogmas, en cuanto tales, no son un obstáculo insalvable para la reconciliación con Roma, como sí lo son para los protestantes, que tampoco admitirán la misa católica, con las ideas de sacrificio propiciatorio, transubstanciación y presencia real. Claro, desde la perspectiva de un ecumenismo irenista, la cosa se resuelve por el lado católico mediante la delicuescencia y ocultación de nuestro credo. Pero ése no es el verdadero ecumenismo.
“Pienso que los que firman –sin entender lo que hacen– las peticiones para la definición de un dogma ad hoc harían mejor en profundizar con seriedad el papel de María en la redención”. El tenor de estas palabras es ofensivo. Suponen, sin distinguir, que los que firman las peticiones para la definición del dogma de la Corredención no entienden lo que hacen ni saben lo que piden, es decir son unos ignorantes. Es un desprecio en bloque a todos –incluidos obispos y cardenales peticionarios– y expresión de una actitud de intolerable soberbia de parte de alguien que da por válida y atendible únicamente su opinión, que no es más que eso: una opinión, que valdrá lo que valgan sus argumentos (y de momento no parece que los que ha dado sean irrebatibles). Por otra parte, ¿por qué no se iba a poder expresar libremente un deseo legítimo en la Iglesia? ¿Por qué descalificar a los que lo hacen? Mientras se trate de materia opinable, nadie tiene el derecho a hacer callar a otro sobre una cuestión. Los que defendemos el título de María Corredentora y pedimos al Papa que defina el dogma reconocemos perfectamente el derecho que asiste al P. Laurentin –como a cualquier otro católico– de disentir y de expresar su disenso.
Para no terminar con una nota negativa, recogemos su exhortación final de “profundizar con seriedad el papel de María en la redención. Papel importante, importantísimo, pero no igual al único de Jesús”. Es lo que tendríamos que hacer todos, incluido el P. Laurentin. En cuanto a que el papel de Cristo en la Redención sea único, nadie lo discute, pero Él mismo ha otorgado a su Madre el suyo, importantísimo (como dice nuestro mariólogo) y que le viene por pura concesión de Dios. No temamos atribuir a la Santísima Virgen toda perfección compatible con la dignidad de su Divino Hijo. Ésta seguramente no va sufrir menoscabo porque reconozcamos las maravillas que ha hecho el Todopoderoso en su esclava y una de ellas es la Corredención.