martes, 7 de junio de 2011

Beata María del Divino Corazón, condesa Droste zu Vischering (I)





El 8 de junio se conmemora a la beata María del Divino Corazón, condesa Droste zu Vischering, una de las grandes confidentes y apóstoles del Sagrado Corazón de Jesús (en cuyo mes estamos). Fue ella la elegida por Nuestro Señor para dar un nuevo impulso a esta devoción mediante la consagración del mundo a ese mismo Corazón divino, la que realizó el papa León XIII en 1899, a instancias de esta santa monja del Buen Pastor, de cuya vida ofrecemos en este blog una semblanza en dos partes.


La beata María del Divino Corazón nació condesa Droste zu Vischering el 8 de septiembre de 1863, en el Erbrostenhof (palacio de corte) de Münster. Esta ciudad había sido hasta el siglo XIX un principado eclesiástico del Sacro Imperio, cuya administración temporal había recaído en los señores de Wulfhelm, de antigua nobleza, que ostentaban el cargo hereditario de “Droste” desde 1241 con el castillo de Vischering (cuyo nombre adoptaron más tarde) y su comarca como feudo. La familia siguió la suerte del obispado a lo largo de todas sus vicisitudes: la rebelión anabaptista de 1534, los horrores de la Guerra de los Treinta Años (1618-1648), la Paz de Westfalia (que, de acuerdo con el principio cuius regio eius et religio, garantizó que Münster sería exclusivamente católica), la secularización del Imperio (con la incorporación a la protestante Prusia) y las guerras napoleónicas. Dos de sus miembros eclesiásticos se distinguieron en la defensa de los derechos de la Iglesia: Caspar Maximilian (1770-1846), obispo de Münster, y su hermano Clemens August Droste zu Vischering, (1773-1845, en la foto), arzobispo de Colonia. El primero se opuso en el Concilio “nacional” de París de 1810 al cautiverio de Pío VII, pidiendo a Napoléon su liberación; el segundo –uno de los protagonistas de los Disturbios de Colonia– protestó contra la opresión de los católicos por el gobierno prusiano, lo que le valió el arresto domiciliario en el castillo familiar de Darfeld.




También la parentela materna de María aportó personajes de gran relieve eclesiástico. El obispo-príncipe Cristoph-Bernhard von Galen (1606-1678) fue un gran campeón de la Contrarreforma, esforzándose por la aplicación de los decretos del concilio de Trento en su diócesis de Münster. El padrino de bautizo y tío abuelo de aquélla fue nada menos que monseñor Wilhelm Emmanuel von Ketteler (1811-1877), el “obispo social” de Maguncia, que descubrió su vocación por el impacto que tuvo en él la actuación anticatólica del Estado prusiano con motivo de los disturbios de Colonia e instauró el llamado “catolicismo social” en Alemania (de hecho, sus escritos sirvieron de inspiración a Albert de Mun para extenderlo a Francia). El obispo auxiliar de Münster, monseñor Maximilian Gereon von Galen (1832-1908), hermano de la madre de María, combatió la Kulturkampf de Bismarck. Primo de ésta, en fin, fue el también beato Clemens August von Galen (1878-1946), el “León de Münster” que se opuso enérgicamente al régimen nazi y a su política de eugenesia. Como se ve, la tradición familiar era de un convencido y militante catolicismo.


Ilustre parentela (de arriba abajo y de izquierda a derecha:
Caspar Maximilian Freiherr Droste zu Vischering, Clemens
August Droste zu Vischering, Wilhelm Emmanuel von Ketteler
y el beato Clemens August von Galen)


Al igual que muchos de sus antepasados, María era muy enérgica y voluntariosa, lo que puso de manifiesto ya desde su más temprana edad. Se la describe como una niña muy vivaz, casi impetuosa, con explosiones impulsivas que denotaban una fuerte voluntad propia. Ella misma escribirá que tuvo que aprender a dominar su carácter. En contrapartida, poseía un corazón profundamente sensible y una gran delicadeza de espíritu, que hacían de ella una persona muy generosa para con los demás. Su sentido de la responsabilidad la llevaba a ser coherente hasta el final en todo lo que emprendía. Su infancia la pasó en el castillo familiar de Darfeld en un entorno doméstico tradicional impregnado de dignidad, de sentido del deber, de afabilidad y de piedad. Los padres, Clemens von Vischering y la condesa Elena von Galen, constituían un ejemplo de matrimonio cristiano y bien avenido, alejado por igual del cinismo aristocrático y de la fría formalidad burguesa. Tuvieron diez hijos, a los que supieron dar una cabal educación religiosa sin caer en la gazmoñería ni en la superficialidad: eran gentes de una fe profunda y vivida. María era la gemela de Max, viniendo ambos después de la primogénita.

Cómo llegó a convertirse en devota del Sagrado Corazón de Jesús es algo que no lo precisa en sus memorias. En casa de sus padres no faltaban sus imágenes, por lo que debió familiarizarse desde muy pequeña. Además, en la capilla del castillo solía solemnizarse los primeros viernes de mes mediante la exposición del Santísimo Sacramento. A este respecto, escribe María en sus memorias que nunca concibió esa devoción separada del culto a la Eucaristía. Cuenta también que a los diez u once años un sacerdote le regaló una medalla del Corazón de Jesús que llevó siempre consigo y ya nunca la abandonó. Hizo la primera comunión el 24 de abril de 1875, con once años (en esta época aún se retrasaba hasta prácticamente la adolescencia la recepción de la hostia consagrada, práctica que vendría felizmente a cambiar san Pío X en 1910). Como recuerdo de ese día le regalaron un pequeño crucifijo y una imagen de la Virgen que había enviado desde su prisión en Ostrowo el obispo de Posen, monseñor Ledochowsky, víctima de la Kulturkampf, que por esos años arreciaba.




María creció en una época de fuerte contestación contra la Iglesia y el Papa en Alemania por causa de la agresiva política anticatólica del canciller Bismarck, pero en su casa la adhesión al vicario de Cristo era inquebrantable. Sus padres habían realizado en 1867 una peregrinación a Roma, siendo recibidos por el beato Pío IX (odiado por los liberales), al que testimoniaron personalmente en audiencia su fidelidad a toda prueba. Este episodio de la crónica familiar ejercería un permanente influjo en María y sus hermanos. Cuando recibió el sacramento de la confirmación, el 8 de julio de 1875, sabía ella lo que debía dar de sí todo cristiano en testimonio y defensa de su fe. Inmediatamente después de recibir la unción con el santo crisma y la palmada del obispo en su mejilla, sintió que se despertaba en ella la vocación religiosa, aunque aún tardaría en discernir el camino preciso de su entrega a Dios.

En 1879, debido a la persecución bismarckiana, fue enviada a Austria para ampliar su educación, en régimen de internado, en un convento: el de las Religiosas del Sagrado Corazón de Riedenburg, en el Tirol, cerca a Bregenz y el lago de Constanza. La vida sedentaria y apacible del pensionado no casaba con su temperamento vivo y su natural inquieto. Esto y el alejamiento de su familia (de la que hasta entonces nunca se había separado) constituyeron al principio una dura prueba para María. Pero logró superarla y concibió por sus profesoras y compañeras un gran afecto, que era correspondido. Para ella se trató de un período de grandes gracias del cielo, pero sobre todo, de afianzamiento de su vocación –al ver el ejemplo de la vida de las religiosas– y de incremento de su devoción al Corazón de Jesús (la cual había recibido un gran impulso cuando en la Pascua de 1876 había viajado a París con sus padres y orado como peregrina al pie de la capilla consagrada a Él en Montmartre y que debía dar lugar a la grandiosa iglesia del Sacré Coeur). Escribe al respecto: “En Riedenburg he aprendido a entender que el amor al Sagrado Corazón de Jesús sin espíritu de sacrificio es sólo una vana presunción”. También se acrecentó su devoción mariana, habiendo entrado a formar parte de la pía unión de las Hijas de María el 8 de diciembre de 1880.




Al acabar sus dos años y medio de pensionaria en Austria, volvió a casa de sus padres, no sin un sentimiento de pena al tener que abandonar Riedenburg que tanto le había aportado espiritualmente. En el castillo de Darfeld comenzó a llevar una vida metódica y retirada. No sólo se dedicó a completar su instrucción mediante el aprendizaje de los secretos de la economía doméstica y la administración y lo que por entonces se llamaba arts d’agrément y constituían la preparación de toda señorita de rango (el piano, el canto, los idiomas, etc.), sino también entregándose al estudio y a la adquisición de una sólida cultura. Quiso aprender latín, en el que veía la lengua de la Iglesia, para poder gustar mejor de los tesoros de la liturgia católica, especialmente el misal y el oficio divino. El capellán de Darfeld la ayudó en su empeño y María llegó a ser capaz de traducir todo el Nuevo Testamento (a excepción del Apocalipsis), en un ejercicio a la vez literario y de exégesis. Hasta ella llegaron los ecos de la actividad parlamentaria de su padre, que era diputado del recién fundado Zentrum (el partido católico) en el Reichstag desde 1879. Comprometido como se hallaba en la defensa del clero perseguido, ello no pudo por menos de encender en la joven Droste zu Vischering un vigoroso entusiasmo, que la llevó a declarar a sus padres su inclinación a la vida consagrada y su intención de entrar en religión. Fue esto el día de la Virgen de las Nieves, el 8 de agosto de 1882. Antes había hecho un retiro en Münster para mejor conocer su vocación, ayudada por el jesuita R.P. Hausherr. Como era de esperar, obtuvo el consentimiento de sus progenitores, felices de ofrecer a Dios a una de sus hijas, pero debido a su salud delicada, su padre decidió que esperase hasta cumplir los veintiún años.

En 1883 quiso entrar en el convento de las Hermanas de San José en Copenhague, ciudad que visitó y donde la superiora fijó su ingreso para el año siguiente, a fin de cumplir con la condición impuesta por su padre. Sin embargo, en el invierno de aquel año su salud se resintió hasta el punto que hubo que aplazar la fecha de la entrada. Entretanto, María hizo voto privado de virginidad el día de Navidad de 1883. Esta situación se prolongó por cinco años debido a la crudeza de los sucesivos inviernos, que la debilitaban considerablemente. Hasta que pudo hacer realidad su ideal de servir a Dios en una congregación, María debió pasar por un período de padecimientos físicos y luchas interiores. Esto, lejos de apartarla de sus propósitos de perfección, templó su espíritu. En Darfeld llevó una vida prácticamente monacal mientras esperaba el momento propicio para ir al convento. Sin embargo, no sería a Copenhague: la Providencia le tenía reservado otro destino.



Fue el 1º de julio de 1888, víspera de la fiesta de la Visitación de la Virgen: “De repente, estando en la iglesia parroquial de Darfeld preparándome para confesarme mientras esperaba mi turno, me vino como un relámpago este pensamiento: Debes entrar en el Buen Pastor, y fue para mí tan claro y preciso que desde aquel momento no tuve ya ninguna duda”. María manifestó a su confesor lo que acababa de sentir y éste le contestó que se informaría sobre el instituto en cuestión, aunque desde ya le podía decir que no creía que estuviera hecho para ella. La orden de Nuestra Señora de la Caridad del Buen Pastor, rama del árbol plantado por San Juan Eudes –gran apóstol del Sagrado Corazón de Jesús y del Inmaculado Corazón de María– en el siglo XVII, había sido fundada por Santa María de Santa Eufrasia Pelletier en Angers, Francia, en 1835. Bajo la regla de San Agustín y en régimen de clausura, las religiosas del Buen Pastor (mitad activas y mitad contemplativas) se dedicaban –y se dedican– a buscar y redimir a las “ovejas descarriadas”, es decir a personas oprimidas por ciertas formas de esclavitud (especialmente las pobres mujeres víctimas de la lacra de la prostitución). La orden se había extendido rápidamente, llegando a Münster gracias a la R.M. María de Santa Teresa, baronesa de Rump, perteneciente a una familia de antigua nobleza westfaliana y que ya había fundado un convento en El Cairo.

Al frente del Buen Pastor de Münster y de la provincia se hallaba la R.M. María de San Lamberto Bouchy, que se había formado junto a Santa María Eufrasia. Fue ella quien recibió como postulante a María Droste zu Vischering (que, a la sazón, ya había escrito a las religiosas de San José de Copenhague para ser desligada del compromiso moral adquirido con ellas, obteniendo respuesta favorable y comprensiva). Fue el 21 de noviembre de 1888, el día de la Presentación de la Virgen en el Templo. Sus padres y sus hermanas la acompañaron en este paso que iba a marcar para siempre su existencia. El 10 de enero siguiente, durante la octava de Reyes (de los que era muy devota y que le ayudarían, según su propio testimonio, en sus crisis futuras), tenía lugar su vestición y tomaba el blanco velo de novicia. Su primer encargo fue ocuparse directamente de las penitentes, lo cual fue una fuente de gran alegría para el celo apostólico de María, pero pronto su temperamento vivo se resintió (como pasó en el internado austríaco) de la vida sedentaria y el ritmo mesurado y metódico de la vida conventual. A veces la maestra de novicias, que adivinaba su ardor contenido la enviaba al jardín del claustro a correr para desfogarse. En su alma habitaban por igual una especial atracción por la vida contemplativa y una extraordinaria aptitud para la acción.

Pero los años de noviciado fueron marcados también por una lucha interior que se entabló en su alma y que no la dejaría ya hasta el final de sus días: la solían asaltar acuciantes dudas de si había sabido discernir su vocación y si no había escogido una vida fácil. Le reconfortaba la constante presencia del Corazón de Jesús, que ya antes de la entrada al convento, durante su vida de retiro en Darfeld, había comenzado a insinuársele. Escribe a propósito: “Nuestro Señor me consolaba bastante a menudo antes de la santa comunión y en los días de exposición: me enseñaba a llevar la cruz y me hacía comprender que mis sufrimientos irían aumentando cada vez más, debiendo yo seguirle por el camino de la cruz y permanecer unida y clavada con Él sobre la cruz”. A los dos años como novicia, una religiosa del Buen Pastor emitía los primeros votos (que eran ya perpetuos por la época de la que nos ocupamos). Seis meses antes las novicias pedían tres veces formalmente en capítulo su admisión en la orden. Para María, agitada por sus dudas, ello constituyó una dura prueba; sentía que la voz le faltaba a la hora de hablar delante de sus hermanas, pero se hizo violencia y “su espíritu de fe y sus recursos de energía la salvaron” (Abbé L. Chasle: Soeur Marie du Divin Coeur). Finalmente, el 20 de enero de 1891 emitió sus votos como sor María del Divino Corazón.


Los sufrimientos espirituales no cesaron, sin embargo, y vino a añadirse a ellos la pérdida de su querida superiora la R. M. Bouchy, que murió el 4 de junio siguiente. Ella había sido su único apoyo humano en medio de sus incertidumbres y la había tratado verdaderamente como una madre solícita y amorosa. El nombramiento de una nueva provincial y superiora, la R. M. María de Santa Inés Nacke, determinó un cambio de cargos en el convento de Münster y así sor María se convirtió, el 31 de julio, de simple asistente en la clase del Corazón de María en primera jefa de la misma. Como tal, ayudaba a la superiora ocupándose de la dirección de las “chicas” (es decir, las penitentes). Hay que decir que en todo momento, desde su ingreso en la orden, se distinguió por un espíritu sencillo sea con sus superioras que con sus hermanas de hábito y con las acogidas. Nunca se notó en ella el afán de hacerse notar, lo cual denotaba la delicadeza de su espíritu, naturalmente noble. Era especialmente dulce en el trato con sus “ovejas”. Si llegaba al convento alguna de carácter difícil o antipática, sor María del Divino Corazón la reclamaba para sí: “Son las chicas más pobres, las más desgraciadas, las más abandonadas las que yo quiero”. Las llamaba “mis tesoros” y más de una vez obtuvo para las más díscolas gracias del cielo.

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