El domingo 18 de junio de 1961, es decir hace exactamente cincuenta años, tuvo lugar la primera de una serie de manifestaciones conocidas como las apariciones de Garabandal. Este tema, en principio, escapa al propósito inmediato de este blog, consagrado a difundir todo lo referente a la Sagrada Liturgia romana clásica y a las prácticas tradicionales de piedad. Sin embargo, dado que, por un lado existen muchas personas que basan sus convicciones religiosas en apariciones (auténticas o presuntas) y que, por otro, no puede negarse que las de Garabandal, aunque se hallan por así decirlo sub iudice, tienen una importante trascendencia para no pocos, nos ha parecido conveniente aprovechar la efeméride para intentar arrojar luz sobre la cuestión, sin ninguna intención de prevenir el ulterior dictamen de la Iglesia. El juez nato competente en estos casos es, primeramente, el ordinario del lugar. La Santa Sede raramente se avoca una causa del género, cuidadosa siempre en extremar la prudencia para no fomentar una credulidad malsana y, desde luego, nunca interviene sin oír antes la opinión del obispo diocesano. Se prefiere siempre agotar la primera instancia, como ha pasado con Garabandal. La Congregación para la Doctrina de la Fe (competente en la materia) declinó más de una vez ocuparse de este caso en particular, indicando que era al obispo de Santander (en cuya jurisdicción tuvieron lugar los fenómenos) a quien correspondía investigarlo. Recordemos algunas nociones de doctrina católica sobre las apariciones en general, ya que parece existir mucha confusión al respecto. Tanto aparicionistas como anti-aparicionistas esgrimen las más de las veces argumentos que no se sostienen, cuando, en realidad, es muy sencillo abordar el tema como se debe.
En primer lugar, hay que distinguir entre Revelación y revelaciones. La Revelación, con mayúscula es la que Dios ha querido comunicarnos para nuestra salvación según las palabras de la Epístola a los Hebreos (I, 1-3): “Multifariam, multisque modis olim Deus loquens patribus in prophetis : novissime, diebus istis locutus est nobis in Filio, quem constituit hæredem universorum, per quem fecit et sæcula : qui cum sit splendor gloriæ, et figura substantiæ ejus, portansque omnia verbo virtutis suæ, purgationem peccatorum faciens, sedet ad dexteram majestatis in excelsis” (Muchas veces y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros Padres por medio de los Profetas; en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo a quien instituyó heredero de todo, por quien también hizo los mundos; el cual, siendo resplandor de su gloria e impronta de su sustancia, y el que sostiene todo con su palabra poderosa, después de llevar a cabo la purificación de los pecados, se sentó a la diestra de la Majestad en las alturas”).
La Revelación está contenida en dos fuentes o, como se prefiere decir hoy, en una fuente doble: la Tradición y la Escritura. La Tradición precede, aclara y explicita la Escritura a través del Magisterio de la Iglesia, depositaria de la Revelación. Ésta terminó con la muerte del último de los Apóstoles, a quienes Jesucristo encargó ir y enseñar a todas las gentes. Desde entonces nada nuevo se ha añadido ni se puede añadir a ella, pero lo que contiene puede ser y es desarrollado gracias a la actividad docente de la Iglesia, que no se inventa nuevas doctrinas, sino que saca a la luz lo que estaba ya implícito en el depósito revelado. Para la salvación basta con la Revelación, tal y como la propone Nuestra Santa Madre Iglesia. No hay obligación ninguna de creer u observar nada que en ella no esté contenido. Sin embargo, hay cosas pertenecientes a la religión que, sin ser esenciales, son útiles y recomendables para la vida espiritual aunque no pertenezcan al ámbito de la Revelación pública y oficial y es bueno difundirlas. Entre ellas están las revelaciones privadas, que constituyen el género al que pertenecen las apariciones.
Las revelaciones privadas son un género de las llamadas gracias gratis datae, es decir las que Dios concede no en atención al sujeto que las recibe, sino para el beneficio común. Como provienen de la gratuita disposición divina no suponen necesariamente la virtud del sujeto, a diferencia de la gracia gratum faciens, que justifica y santifica al que la recibe. Por ello no es estrictamente un argumento válido contra la autenticidad de una revelación privada el hecho que el vidente sea una persona pecadora o no se convierta o incluso lleve después una mala vida (de lo que se acusa a algunos videntes de Medjugorje). Sin embargo, lo contrario sí se admite, a saber: la conversión del vidente si era antes pecador (caso de Bruno Cornacchiola en Tre Fontane) o su perseverancia y avance en la vida virtuosa (Melania Calvet, Santa Bernadette, los tres Pastorcitos de Fátima) es un indicio positivo de autenticidad. Y es que las gracias gratis datae son gracias actuales (o transitorias), que mueven al sujeto al bien y lo disponen para recibir la gracia habitual o santificante, pero sin forzar su libertad. Se puede, pues, corresponder a ella o no. Así pues, la veracidad de una revelación privada no depende necesariamente de la condición moral de la persona de la que Dios se sirve como instrumento para favorecer a sus criaturas.
En toda revelación privada hay que distinguir dos componentes: el contenido doctrinal o mensaje y las circunstancias físicas que lo acompañan, lo que se llama “epifenómenos” (arrobamiento, levitaciones, hierognosis, inedia, impasibilidad, estigmas, etc.). El primero es competencia de la Iglesia; el segundo lo es de la Ciencia. El cometido de la Iglesia consiste en examinar si el contenido de una revelación privada es conforme o no al dogma, la moral, la liturgia o la disciplina eclesiástica. Si se halla algo contrario a alguno de estos aspectos de la religión católica, se puede estar cierto de que la pretendida revelación es falsa. También si en ella se hallan elementos triviales o ridículos (por ejemplo, las supuestas visiones de sor Magdalena de la Cruz o de Ángela Carranza), que podrían redundar en desdoro e irrisión de la fe. Aun cuando quedare establecida la perfecta ortodoxia del mensaje o contenido doctrinal de una revelación privada no por ello es ésta de origen sobrenatural: puede ser perfectamente natural o, incluso, debida a intervención diabólica (preternatural). Esto último no es de extrañar, ya que el Demonio, como “mica de Dios” gusta de presentarse como ángel de luz para mejor engañar a las almas.
¿Cómo discernir entonces si una aparición es auténticamente sobrenatural, natural o preternatural? Aquí es cuando entran los científicos, cuyo papel es el de estudiar los epifenómenos que acompañan a la presunta revelación y dictaminar si tienen o no una explicación natural. En el primer caso, el asunto queda prácticamente resuelto; en el segundo, pasa nuevamente a la Iglesia para que ésta, con los elementos sólidos proporcionados por la investigación científica, dictamine si lo que no puede ser explicado por causas naturales viene de Dios o del Maligno. Sólo entonces se establece la autenticidad o no de la revelación privada. En este proceso hay que evitar dos cosas: por parte de la Iglesia, arrogarse competencias científicas que no son las suyas propias en cuanto Iglesia (puede nombrar sus propios expertos para examinar los epifenómenos, por supuesto, pero el dictamen de aquéllos valdrá lo que valgan sus argumentos basados en la evidencia empírica); por parte de la Ciencia, meterse a decidir sobre la sobrenaturalidad o preternaturalidad de un fenómeno (cuando sólo debe limitarse a determinar si se puede explicar o no por causas naturales).
Una vez que la autoridad eclesiástica ha juzgado que una revelación privada no se opone en su contenido a la religión católica y que hay respaldo científico para creer en su carácter sobrenatural, normalmente la aprueba, declarándola auténtica. Todavía en este caso la manifestación así aprobada no es vinculante para el creyente, que puede perfectamente no prestarle fe ni tenerla en cuenta en absoluto para su vida espiritual. Nadie está obligado a creer en la Medalla Milagrosa, ni en La Salette, ni en Lourdes, ni en Fátima, aunque se trate de apariciones acreditadas, aprobadas y recomendadas por la Iglesia, que hasta ha hecho entrar a algunas en su liturgia, como se ve en las festividades del 11 de febrero (Lourdes) y el 27 de noviembre (Medalla Milagrosa). Ello no obstante, parece imprudente ignorar estas intervenciones extraordinarias, por mucho que no entren en la Revelación pública. Es oportuno recordar a este respecto la exhortación de San Pablo a los Tesalonicenses: “No apaguéis el Espíritu, no despreciéis las profecías; examinad cada cosa y quedaos con lo que es bueno” (V, 19-21).
¿Qué pasa si la Iglesia difiere su juicio sobre una revelación privada? Es el caso de las apariciones de Garabandal, ejemplo de actitudes y posturas correctas e incorrectas, como veremos ampliamente más adelante. Los sucesivos obispos de Santander (a cuya jurisdicción corresponde la pedanía cántabra que fue escenario de fenómenos fuera de lo común entre 1961 y 1965) observaron una línea que se puede considerar “sinuosa” frente a aquéllas. Desde la contundente reacción de Mons. Puchol (“esto lo acabo yo cueste lo que cueste”) ya antes de oír el parecer de los científicos hasta la prudente benevolencia demostrada por Mons. del Val, que levantó la prohibición de acudir a Garabandal de sus predecesores, pasando por las notas nada claras del obispado que declararon, sin dar razones serias para ello, que no constaba el carácter sobrenatural de las presuntas apariciones. En casos como éste que nos ocupa la conducta a observar es clara: obediencia a lo que dispone la autoridad eclesiástica (aunque a uno le parezca errado) y paciencia: si la revelación es auténtica acabará por abrirse paso y dar sus frutos. Las apariciones de Nuestra Señora de Todos los Pueblos en Amsterdam (entre 1942 y 1959) no fueron aprobadas por el obispo de Haarlem-Amsterdam hasta 2002. Mientras se espera, puede uno legítimamente prestar fe humana a la revelación y beneficiarse de lo bueno que pueda contener en relación a la vida espiritual.
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