Conviene repasar la historia de las manifestaciones de San Sebastián de Garabandal, pueblo situado en una pequeña meseta en medio de las estribaciones de la cordillera Cantábrica, a 600 metros de altura y a 90 kilómetros de Santander (a cuya provincia pertenece y de cuya circunscripción episcopal depende eclesiásticamente), con una población de alrededor de 300 habitantes hacia 1960. En este lugar vivían cuatro niñas, unidas por vínculo de amistad: Conchita González González (nacida el 7 de febrero de 1949), Jacinta González González (nacida el 27 de abril de 1949), Mari Loli Mazón González (nacida el 1º de mayo de 1949) y Maricruz González Barrido (nacida el 21 de junio de 1950). A pesar del apellido González, común a las cuatro, no tenían parentesco próximo entre sí. Así pues, tres de ellas tenían 12 años y la cuarta 11 en el momento en que se convirtieron en protagonistas de uno de los fenómenos más interesantes en la historia de las revelaciones privadas.
Era el domingo 18 de junio de 1961. Después de las funciones religiosas en la iglesia parroquial (uno de los pocos entretenimientos de los pacíficos habitantes de este lugar tan apartado del tráfago urbano), todos hacían tiempo hasta el momento de la cena. Conchita y Maricruz jugaban en la encrucijada más o menos desahogada en la que desembocaban las callejuelas del pueblo y que llamaban “la Plaza” cuando se les ocurrió animar la tarde yendo a coger manzanas al huerto de un vecino, en las afueras del pueblo, al borde de “la Calleja”, un camino que conduce a “los Pinos”, pequeño emplazamiento en el que crecían ocho de estos árboles, plantados por el abuelo de Conchita. En el momento de perpetrar la infantil travesura, pasaban por el paraje Mari Loli y Jacinta, acompañadas de otras dos niñas. Estas dos últimas siguieron su camino mientras las otras se unían a sus amigas, escondiéndose todas al oír la voz del dueño del manzano (que era el maestro del pueblo).
En eso, sintieron un fragor como de trueno. Miraron hacia el cielo pensando en una tormenta de verano, pero no vieron nubes. Conchita cayó en la cuenta de que habían obrado mal tomando fruta en huerto ajeno y dijo a las otras que quizás habían entristecido al ángel de la guarda con su acción, inspirada seguramente por el diablo. En su ingenuidad, empezaron a tirar guijarros a su izquierda, del lado en que pensaban que se hallaba el tentador según lo que por entonces se explicaba a los niños al instruírseles en el catecismo. Fue en medio de esta acción cuando Conchita vio un ángel, cayendo en arrobamiento y no dejando de exclamar “¡Ah, ah!”. Las demás niñas pensaron que su amiga era presa de un ataque e iban a avisar a su madre cuando también ellas cayeron en éxtasis y exclamaron al unísono: "¡Ay, el Ángel!”.
Más tarde, describirían cómo vieron al Ángel a la maestra doña Serafina Gómez. A las preguntas de ésta respondieron: “El Ángel vino con una túnica azul, larga, suelta y sin costuras. Las alas rosas, muy grandes. Su rostro pequeño, ni alargado ni redondo. Los ojos negros. Las manos muy finas. Las uñas cortadas. Los pies invisibles. Parecía tener unos nueve años, pero a pesar de ser tan joven, daba la impresión de poseer una fuerza invencible”. Se les presentó entre grandes resplandores, que, sin embargo, no las cegaban. La visión fue breve; sin decir palabra, en medio de un corto silencio de las niñas el ser celestial desapareció. Vueltas en sí, las cuatro se fueron corriendo con una mezcla de susto y emoción en dirección de la iglesia. En el camino encontraron a una niña que les preguntó por qué iban tan pálidas y azoradas. Le respondieron: “¡Es que hemos visto al Ángel!” y siguieron su camino mientras ella iba a contar a sus amigas lo que le acababan de decir, corriéndose así la voz, ya desde los primeros momentos, de que algo fuera de lo común había sucedido en el hasta entonces apacible villorrio.
Al llegar a la iglesia, en vez de entrar de inmediato se fueron por detrás para desahogar la excitación que llevaban dentro. Otras niñas las vieron y les preguntaron el motivo de su llanto. Volvieron a dar la misma respuesta: “¡Es que hemos visto al Ángel!”. Y mientras las chicas partían a la carrera para contárselo a la maestra, las cuatro amigas, un poco más calmadas, entraron en la iglesia. Allí les dio alcance doña Serafina, que las interrogó sobre lo que decían haber visto. La buena maestra, que era como una segunda madre para sus alumnas, las conocía bien y sabía que se trataba de jovencitas normales, para nada dadas a exaltaciones de misticismo. Su hablar franco y llano la convenció de que no se inventaban la aparición que decían haber visto. Entonces les propuso rezar una estación al Santísimo Sacramento, lo que hicieron en medio de una mezcla de sollozos y de risas producto de la impresión que habían recibido. Acabada la devoción regresaron a sus respectivas casas.
Las cuatro fueron reñidas por llegar tarde, ya anochecido. Cada una contó a los suyos lo que les había acontecido. La madre de Conchita, después de mucho replicar con su hija acabó inclinándose a creerle después de haberse mostrado escéptica. Maricruz fue reñida por su madre al enterarse por una vecina de lo que se andaba diciendo por el pueblo por cuenta de su hija y sus amigas. Temía que hiciera el ridículo “con los ángeles y las cosas de la Iglesia”. A Mariloli tampoco le creyó su madre, que la envió como de costumbre a dormir a casa de su abuela para hacerle compañía. La anciana notó que, al rezar las oraciones de la noche, su nieta temblaba y le preguntó qué le pasaba. Después de escucharla hablarle de la aparición del Ángel, sin darle todavía crédito, la tranquilizó y rezó con ella el ofrecimiento del escapulario del Carmen antes de acostarse. En cuanto a Jacinta, ni su madre ni su hermano mayor le creyeron, pero su padre dijo que conocía bien a su hija y que la sabía incapaz de inventarse algo como lo que les contó. Así terminó el 18 de junio de hace cincuenta años.
Esta primera manifestación del que después se sabría que era el arcángel san Miguel, fue el preludio de un auténtico torrente de apariciones (más de dos mil entre 1961 y 1965). Las de la Santísima Virgen, bajo la advocación del Carmen, empezaron con la del 2 de julio del mismo año de 1961 en los Pinos. Conchita la describe así: “La Virgen viene con un vestido blanco, con flores blancas, manto azul, corona de estrellucas doradas, no se le ven los pies; las manos estiradas con el escapulario en la derecha; el escapulario es marrón; el pelo largo –casi hasta la cintura– cayéndole por los hombros y la espalda; color castaño obscuro, ondulado; la nariz alargada, fina; la boca muy bonita, con los labios un poquito grueso, el color de la cara es trigueño, más claro que el del ángel, diferente a la vez, muy bonita; una voz muy rara –extraordinaria– no sé cómo explicarlo –dulcísima– no hay mujer que se parezca a la Virgen, ni en la voz ni en nada –los ojos negros–. Estatura mediana un poco alta, cuerpo muy proporcionado”. Algunos quisieron ver una muestra de que las apariciones eran cosa de las niñas en el hecho de que se les apareciera la Virgen del Carmen vestida con manto azul y no de marrón, pero resulta que, al aparecérsele a san Simón Stock en el siglo XIII, la Madre de Dios se le mostró vestida tal como dice Conchita. El hábito marrón de Nuestra Señora del Carmelo es posterior.
En Garabandal, acompañando las apariciones, se dieron multitud de fenómenos que llamaríamos paranormales: impasibilidad de las videntes en éxtasis; insensibilidad de los ojos a los fogonazos de las cámaras fotográficas; marchas vertiginosas hacia adelante y en retroceso, sin fijarse en el trayecto y sin el mínimo tropiezo; caídas repentinas sobre las piedras hasta el punto de crujir las rodillas sin hacerse roce alguno; levitaciones; caídas de espaldas, escaleras abajo, sin sufrir daño ni faltar a la modestia en los vestidos; perfecta sincronización de los arrobamientos aun hallándose separadas y lejos unas de otras; hierognosis, es decir el reconocimiento de personas y objetos sagrados ocultos (como por ejemplo, el caso de algún sacerdote vestido de paisano para despistar –en una época en la que todos los ministros de la religión llevaban el hábito clerical– o el de una pitillera que después se supo que había servido para transportar a escondidas la santa comunión durante la Guerra Civil); percepción de pensamientos ajenos, de sucesos pasados o a distancia y futuros (que después se verificaron); luminosidad y aromatización de objetos presuntamente besados por la Virgen; curaciones inexplicables; la comunión visible de Conchita de manos del Ángel…
Las apariciones quedaron enmarcadas por dos mensajes al mundo dados al principio y al final de ellas respectivamente. El primero es del 18 de octubre de 1961:
“Hay que hacer muchos sacrificios, mucha penitencia. Tenemos que visitar al Santísimo con frecuencia. Pero antes tenemos que ser muy buenos. Si no lo hacemos nos vendrá un castigo. Ya se está llenando la copa, y si no cambiamos, nos vendrá un castigo muy grande”.
El segundo fue dado el 19 de junio de 1965 por intermedio del arcángel san Miguel. Conchita lo transmitió así por escrito:
“El mensaje que la Santísima Virgen ha dado al mundo por la intercesión de San Miguel. El Ángel ha dicho: Como no se ha cumplido y no se ha dado mucho a conocer mi mensaje del 18 de Octubre, os diré que este es el último. Antes la copa se estaba llenando, ahora está rebosando. Los Sacerdotes, Obispos y Cardenales van muchos por el camino de la perdición y con ellos llevan a muchas más almas. La Eucaristía cada vez se le da menos importancia. Debéis evitar la ira del Buen Dios sobre vosotros con vuestros esfuerzos. Si le pedís perdón con alma sincera El os perdonará. Yo, vuestra Madre, por intercesión del Ángel San Miguel, os quiero decir que os enmendéis. Ya estáis en los últimos avisos. Os quiero mucho y no quiero vuestra condenación. Pedidnos sinceramente y nosotros os lo daremos. Debéis sacrificaros mas, pensad en la Pasión de Jesús”.
Es muy significativo que el segundo mensaje, en 1965, dé en el clavo del núcleo de la crisis por la que la Iglesia Católica empezará a atravesar de ahí a poco, coincidiendo con la hermenéutica de ruptura en la aplicación del concilio ecuménico Vaticano II: la Eucaristía. La Eucaristía como sacrificio y como sacramento. Los inauditos abusos litúrgicos de los que era objeto la Misa eran los cambios más directamente percibidos por los fieles y la manifestación más visible de esa crisis fue precisamente la deserción de una gran proporción de católicos de la observancia dominical. La desacralización y “desmitificación” de la Eucaristía llevaron a una vacilación peligrosa de la fe en la Presencia Real, con el consiguiente descenso a mínimos del culto al Santísimo Sacramento. Y la menor importancia dada a la Eucaristía –como denunció Garabandal– llevó también a una pérdida de identidad de los sacerdotes, que ya no se consideraban como sacrificadores y santificadores, sino como animadores de asambleas y asistentes sociales. Bien decía Lutero que para destruir a la Iglesia Católica había que destruir la Misa, pues toda la estructura de aquélla se apoya sobre la Eucaristía, considerada como sacrificio propiciatorio y como el “magnum sacramentum”.
En el curso de sus diálogos con las niñas de Garabandal, la Virgen anunció tres hechos: un aviso, un milagro y un castigo. El aviso será como una advertencia y un llamado a la penitencia. El milagro, “mayor que el de Fátima”, se producirá para que la gente crea y se enmiende. El castigo sobrevendrá si el mundo no cambia sus derroteros de pecado. Este castigo parece una profecía condicional, pero tiene todos los visos de que acontecerá efectivamente dado que los hombres se hallan en tal estado de descreimiento que, como se dice la parábola del rico Epulón en el Evangelio: “ni aun cuando resucitare un muerto se convencerían”. El cumplimiento de al menos dos de estos tres anuncios debería ser la piedra de toque definitiva de las apariciones de Garabandal, la última de las cuales tuvo lugar el 13 de noviembre de 1965. Queda decir que cuanto hemos consignado en las líneas precedentes lo está bajo reserva del ulterior juicio de la Iglesia.
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