Presentamos a continuación nuestra traducción del excelente estudio que publicó en 2003 el Centre International d'Etudes Liturgiques (CIEL) sobre la cuestión relativa a la admisión de las mujeres al servicio del altar, que la reciente respuesta de la Pontificia Comisión Ecclesia Dei acaba de dilucidar por lo que a la forma extraordinaria del rito romano se refiere y de la que ya nos ocupamos en estas mismas líneas. El texto original francés se encuentra en el sitio (de todo punto recomendable) “Cérémoniaire”, siguiendo este enlace:
http://www.ceremoniaire.net/depuis1969/docs/servantes_2003.html.
¿Están autorizadas las « monaguillas » o « acólitas »
o las mujeres en general tienen libre acceso al altar?
Esta es la cuestión que se plantean muchos fieles que en Francia constatan la generalización de esta práctica, sobre todo desde 1994, año de una decisión de la Santa Sede sobre este asunto. La respuesta sería, pues: sí.
La respuesta es, en realidad: no, salvo si el obispo diocesano a dado explícitamente el permiso por razones particulares. Es más: incluso en este caso todo sacerdote responsable de una comunidad de fieles tiene siempre la posibilidad de rechazar el acceso de mujeres al servicio del altar, especialmente si fundamenta su decisión sobre la obligación de favorecer la existencia de grupos de chicos que aseguren el servicio del altar y que han permitido que se desarrolle un estímulo a las vocaciones sacerdotales.
Ahora bien, ¿qué es lo que ha pasado?
Se ha podido comprobar a la vez el desconocimiento más o menos voluntario de las normas tanto canónicas como litúrgicas de parte de los sacerdotes y también de los fieles y las consecuencias nefastas del silencio de los obispos, sobre los cuales descansaba la responsabilidad de la aplicación de estas normas. Aquellos que ya habían admitido el acceso de las mujeres al servicio del altar entendieron que su elección ya era legal; la mayoría de los demás entendieron que la Santa Sede había concedido plena libertad en la materia. Se encontraba así, detrás de estas tomas de posición, la influencia de la tesis de la “igualdad hombres-mujeres”, extrapolada a las realidades eclesiales. Los grupos de monaguillos mixtos se multiplicaron, pues, sin encontrar demasiadas resistencias; los sacerdotes recalcitrantes (y también los fieles en seguida calificados como “carcas” o “misóginos”) vieron cómo se les oponía el “derecho” de las chicas a servir en el altar en paridad con los chicos, así como la práctica, prácticamente generalizada, basada sobre una libertad –¡por fin!– reconocida por “Roma”: sin embargo, en muchos lugares, a causa de un fenómeno psicológico natural y bien conocido por los educadores, los grupos mixtos fueron siéndolo cada vez menos, habiéndose arrogado progresivamente el elemento femenino la exclusividad casi absoluta del servicio del altar.
Frente a esto se alza una doble tradición uniforme –canónica y litúrgica– que, hasta 1992-1994, se oponía absolutamente al acceso de las mujeres al servicio del altar.
1. La elaboración de la norma canónica y litúrgica durante los primeros siglos
La disciplina general de la Iglesia de los primeros siglos fue formulada en términos lapidarios por el canon 44 de la Colección de Laodicea, que data del siglo IV y que ha figurado en casi todas las colecciones canónicas de Oriente y Occidente:
“quod non opporteat ingredi mulieres ad altare”
(no conviene que las mujeres entren en el altar)
La existencia de diaconisas, tanto en Oriente como en Occidente, no tenía ninguna incidencia sobre esta norma y no puede ser invocada para legitimar el acceso de las mujeres al servicio del altar. En realidad, las diaconisas, que eran instituidas y no ordenadas (a diferencia de los diáconos), desempeñaban un papel litúrgico en el baptisterio, aportando su asistencia al obispo para el bautizo de las mujeres. Por regla general, no tenían ellas ninguna función en la asamblea. En la Iglesia latina fueron mantenidas hasta el siglo VI, aunque aún quedaban algunas en el IX. Nótese, no obstante, que existía una excepción concerniente, en el Oriente sirio y caldeo, a los monasterios femeninos, la mayoría de los cuales eran de estricta clausura y estaban situados en el desierto: la superiora era instituida diaconisa para dar la comunión eucarística a las religiosas en caso de ausencia de sacerdote y de diácono. Le estaba también permitido, a veces, en ausencia de diácono, entrar en el santuario, poner incienso (sin pronunciar la oración litúrgica correspondiente) y verter el vino y el agua en el cáliz, aunque no en el altar, sino en el diaconicón.
2. La permanencia de la tradición canónica y litúrgica
hasta el concilio Vaticano II
A. La norma canónica
Proviniendo esta tradición de los primeros siglos, ella se mantuvo a lo largo de toda la legislación medieval y moderna:
• Las Decretales de Gregorio IX (1234), que contienen, bajo el nombre de concilio de Maguncia, el canon 4 del concilio de Nantes de 895 (Decr. I. III, tit. II, c. 1).
• Inocencio IV: Carta Sub catholicae de 6 de marzo de 1254 (§3, n. 14).
• Benedicto XIV: Constitución Etsi pastoralis de 26 de mayo de 1742 (§ 6, n. 21) y Encíclica Allatae sunt de 26 de julio de 1755 (§ 29).
• El Código de Derecho Canónico de 1917 estipulaba en el canon 813 § 2: “Una mujer no puede servir como ministro en la misa; a falta de varón y con causa justa, la mujer responda desde lejos, sin que pueda acceder al altar de ninguna manera”.
B. La norma litúrgica
Paralelamente a la tradición canónica, la tradición litúrgica mantuvo la misma posición:
• El Misal de san Pío V, en sus diferentes ediciones (de 1570 a 1962), incluía el tratado De defectibus in celebratione misase occurrentibus. Uno de los defecti enumerado en el título X, n. 1, se refería a la prohibición de admitir a una mujer en el servicio del altar en defecto de un clérigo u otro sirviente: “También pueden ocurrir otros defectos en el mismo ministerio cuando algo falta de los requisitos para desempeñarlo, como […] que no haya un clérigo u otro sirviente en la misa o que haya alguien que no debe servir, como una mujer”.
C. Motivo de la doble norma canónica y litúrgica
El verdadero motivo por el que se ha apartado de manera constante a las mujeres del altar es el vínculo que une los ministerios inferiores al sacerdocio (entre ellos el acolitado) al punto que aquéllos son considerados las etapas normales de éste. En realidad, los teólogos de la Edad Media (entre ellos santo Tomás de Aquino) consideraban las órdenes menores como prolongaciones del diaconado. Así, desde los primeros siglos de la Iglesia, la tradición litúrgica y canónica establece un vínculo entre los ministerios inferiores del orden. La prohibición de que las mujeres reciban ministerios se extiende al servicio puntual (ad actum) que podrían ellas aportar en el cuadro de la liturgia.
3. La evolución de la norma
después del concilio Vaticano II
A. En el plan litúrgico: el mantenimiento con la introducción, sin embargo, de un cambio de perspectiva.
a) Mantenimiento:
• Una carta del cardenal Lercaro, presidente del Consilium ad exsequendam constitutionem de Sacra Liturgia, a los presidentes de las Conferencias episcopales, de fecha 25 de enero de 1966, recuerda la prohibición del servicio de mujeres (jóvenes, adultas, religiosas) en el altar, tanto en las iglesias como en las casas religiosas, conventos y colegios femeninos.
• En el Misal Romano de Pablo VI (Constitución apostólica Missale Romanum de 3 de abril de 1969; 2ª edición de 7 de diciembre de 1974), las concesiones, reafirmadas en la Tercera Instrucción Liturgicae instaurationes del Consilium de 5 de septiembre de 1970 (n. 7), no incluyen el acceso de mujeres al servicio del altar, lo cual sigue, pues, vedado.
• El motu proprio Ministeria quaedam de Pablo VI, de 15 de agosto de 1972, suprime las órdenes menores, no dejando subsistir sino dos ministerios: el de lector y el de acólito, los cuales se reservan a los hombres (viri). Nótese que este cambio de términos establece el principio de autonomía de estos ministerios respecto al orden sagrado, ya que en lo sucesivo un hombre puede ser instituido lector o acólito permaneciendo en su condición de fiel laico. Es lo que recuerda la exhortación apostólica Christifideles laici de Juan Pablo II de 30 de diciembre de 1988 (n. 23), que, no obstante, auspicia una revisión del motu proprio Ministeria quaedam con el objeto de precisar especialmente los criterios según los cuales deben ser escogidos los candidatos a cada ministerio. La comisión especial que debía establecerse a este propósito y, más ampliamente, para “estudiar los diferentes problemas teológicos, litúrgicos, jurídicos y pastorales planteados por la abundante floración de ministerios confiados a laicos” (n. 23), no ha emanado todavía sus conclusiones. En lo que respecta a los ministerios instituidos, especialmente el acolitado, podría pensarse que su nuevo carácter autónomo podría abrir el camino a la institución de mujeres “lectoras” y “acólitas”; nada de eso sin embargo, pues los dos ministerios litúrgicos, que tienen carácter público, aunque autónomas y estables, permanecen vinculadas al orden sagrado, reservado a los hombres, por una razón que será desarrollada en la conclusión del presente estudio.
• Las Normas relativas al culto del misterio eucarístico Inaestimabile donum de la Sagrada Congregación para los Sacramentos y el Culto Divino, de 17 de abril de 1980, prohíbe a las mujeres “las funciones de acólito (es decir, del que sirve en el altar)” (n. 18).
b) Introducción de un cambio de perspectiva:
La eclesiología renovada del concilio Vaticano II reafirma el sacerdocio común de los fieles en la constitución dogmática Lumen gentium (n. 10): “El sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial o jerárquico, aunque diferentes esencialmente y no sólo en grado, se ordenan, sin embargo, el uno al otro, pues ambos participan a su manera del único sacerdocio de Cristo” (en nota en el texto se cita de Pío XII: la alocución Magnificate Dominum de 2 de noviembre de 1954 y la encíclica Mediator Dei de 20 de noviembre de 1947). Esta afirmación tiene como consecuencia la participación de los fieles, hombres y mujeres, a título de su bautismo y de su confirmación, en el campo de la liturgia (Constitución sobre la Liturgia Sacrosanctum Concilium, nn. 30-31). Dicho principio abre el camino a la ayuda puntual de los fieles laicos, que se reflejará en las normas litúrgicas. Así, en lo que respecta a la participación de mujeres en la liturgia, el Misal Romano de Pablo VI, en sus dos primeras ediciones de 1969 y 1974 les reconocía la posibilidad de ejercer, a juicio del rector de la iglesia, los ministerios que se desempeñan al exterior del santuario, es decir, las moniciones, y también, si la Conferencia episcopal lo permite, las lecturas –a excepción del Evangelio– y la proclamación de las intenciones de la plegaria universal de los fieles.
B. En el plan canónico: una modificación y sus consecuencias en el campo litúrgico
a) El Código de Derecho Canónico de 1983
El Código de Derecho Canónico de 1983, teniendo en cuenta la eclesiología renovada del concilio Vaticano II, reúne en un mismo canon los tres modos de participación de los laicos en el munus sanctificandi (función de santificación), que se pone en práctica principalmente en el cuadro de la liturgia. Los tres incisos del canon 230 corresponden a tres campos bien distintos: el ministerio instituido, la asistencia puntual y la función de suplencia.
• El ministerio instituido: los ministerios de lector y acólito están reservados a los hombres (viri) (canon 230 § 1).
• La asistencia puntual (ad actum): el ejercicio, conforme a derecho y en virtud de una delegación temporal, de las funciones de lector, de comentador, de chantre y de otras funciones (canon 230 § 2).
• La función de suplencia: el ejercicio de las funciones de suplencia por falta de ministros sagrados (sacerdotes y diáconos) y allí donde la necesidad de la Iglesia lo pida. Incluso si los laicos no son ni lectores ni acólitos (cfr. canon 230 § 1), pueden, según las disposiciones del derecho, ejercer el ministerio de la Palabra, presidir las plegarias litúrgicas, administrar el bautismo y distribuir la sagrada comunión.
La cuestión del acceso de las mujeres al servicio del altar entra en la categoría de asistencia puntual o ad actum (canon 230 § 2), es decir para una determinada acción litúrgica (por ejemplo: para esta misa). Esta asistencia puntual puede ser ejercida tanto por hombres como por mujeres.
Ahora bien, la función de acólito (o de servicio del altar) no es específicamente mencionada al lado de las de lector, comentador o chantre (lo que parece significar una reserva, incluso una reticencia del legislador). Además, el Código de 1983 abolió el antiguo canon 813 § 2 del Código de 1917, que prohibía a las mujeres el servicio del altar. La cuestión que se plantea entonces es la siguiente: ¿está la función de acólito comprendida en la expresión “otras” del (canon 230 § 2)?
Hacía falta disipar la duda dando una interpretación auténtica del canon 230 § 2, es decir de la expresión “otras” referida a las funciones que pueden desempeñar por encargo temporal los laicos. Tal interpretación auténtica era de competencia del Consejo Pontificio para la Interpretación de los Textos Legislativos. Interpretación auténtica significa que las respuestas de dicho consejo, confirmadas por la autoridad papal, “tiene igual fuerza que la misma ley” (canon 16 § 2).
b) La novedad jurídica: la respuesta de 1992.
La cuestión planteada al Consejo Pontificio para la Interpretación de los Textos Legislativos fue la siguiente:
“Entre las funciones litúrgicas que los laicos, hombres o mujeres, pueden ejercer según el canon 230 § 2 del Código de Derecho Canónico, ¿puede incluirse igualmente el servicio del altar?”
La respuesta fue: “Afirmativamente y según las normas que dará la Sede Apostólica” (30 de junio de 1992, aprobada por el Romano Pontífice el 11 de julio de 1992).
Se trata de directivas que debía dar el dicasterio competente de la Curia Romana, es decir, la Congregación para el Culto Divino y la disciplina de los Sacramentos. El “sí” del Consejo es un “sí” de principio, que expresa un cambio de la norma canónica debido a la toma en consideración de los principios eclesiológicos del concilio Vaticano II. En realidad, en el plano estrictamente jurídico, el acceso de las mujeres al servicio del altar se inscribe en la participación de los fieles laicos en la liturgia a título de su bautismo y confirmación (o de su sacerdocio común), “según su condición propia” (canon 204 § 1), es decir sin riesgo de confusión con las funciones propias que competen a los ministros sagrados a título de su ordenación. De todos modos, la norma canónica remite a la norma litúrgica o, en otras palabras, el “sí” de principio (que no es una afirmación pura y simple, que abriría todas las “esclusas”) debe entenderse en el contexto de la tradición litúrgica fijada por la Santa Sede y, por lo tanto, por la Congregación para el Culto Divino y la disciplina de los Sacramentos.
c) La posisión litúrgica
• La Respuesta de 1994
La respuesta de la Congregación para el Culto Divino y la disciplina de los Sacramentos se halla contenida en la Carta del 15 de marzo de 1994, dirigida a los presidentes de las Conferencias episcopales. Comporta los siguientes puntos:
Corresponde a cada obispo tomar una decisión, si lo juzga oportuno, sobre la base “de un juicio prudencial sobre lo que conviene hacer para un desarrollo armonioso de la vida religiosa en su propia diócesis”. Lo que significa que si el obispo no dice nada por cualquier motivo (entre otros porque estima que no tiene nada que decir) la prohibición del acceso de las mujeres al servicio del altar se mantiene.
El obispo puede dar una autorización (que no constituye, por lo tanto, un precepto), pues el canon 230 § 2 sólo estipula “los laicos pueden”.
Después de haber oído el parecer de la Conferencia episcopal, cada obispo está llamado a tomar una decisión personal, si lo estima necesario: “la autorización dada en esta materia por algunos obispos no puede ser invocada como imponiendo una obligación a los demás obispos”. Nótese, pues: 1º mientras la Conferencia episcopal no dé su opinión, el obispo no puede tomar una decisión; 2º el parecer de la Conferencia episcopal, sea el que fuere, no se impone al obispo, y 3º el obispo no queda obligado por la eventual autorización positiva de otros obispos, especialmente los de la misma Conferencia episcopal o los más próximos en el plano geográfico.
“La Santa Sede recuerda que será oportuno continuar la noble tradición del servicio del altar confiado a jóvenes muchachos. Es sabido que este servicio ha permitido un desarrollo alentador de las vocaciones sacerdotales. La obligación de continuar favoreciendo la existencia de estos grupos de monaguillos se continuará, pues, manteniendo”.
Cuando el obispo, por razones particulares, autoriza el acceso de las mujeres al servicio del altar, “se deberá explicar claramente a los fieles, a la luz de la norma citada (el canon 230 § 2) y haciendo notar que dicha norma se encuentra ya ampliamente aplicada en el hecho de que las mujeres desempeñan a menudo la función de lectoras en la liturgia y pueden ser también llamadas a distribuir la sagrada comunión como ministros extraordinarios de la Eucaristía, así como a ejercer otras funciones, como está previsto en el canon 230 § 3”.
Estas funciones litúrgicas de los laicos son ejercidos “en virtud de una delegación temporal” (canon 230 § 2), según juicio del obispo, sin que se trate de un derecho a ejercerlas por parte de los laicos, sean hombres o mujeres.
De las normas litúrgicas se ha, pues, de retener:
1. la tradición litúrgica permanece invariable: la regla universal se mantiene inmutada, es decir que en principio las mujeres no tienen acceso al servicio del altar. Puede también observarse el poco entusiasmo de la congregación, que no anima ni de lejos a los obispos a dar una autorización en este terreno.
2. la innovación consiste en que se deja a cada obispo el cuidado de dar una autorización por razones particulares.
• La Carta de 2001
Gracias a la consulta de un obispo, se aportó una precisión importante en relación a la responsabilidad de los sacerdotes en la aplicación de la autorización temporal del acceso de las mujeres al servicio del altar. En una carta explícitamente normativa de 27 de julio de 2001, emanada por la Congregación para el Culto Divino y la disciplina de los Sacramentos y publicada en el Boletín oficial Notitiae de agosto-septiembre 2001 (421-422, pp. 397-399), en substancia se precisa, a causa de su “especial importancia” que, incluso en el caso en el que un obispo haya otorgado la autorización a las mujeres para servir en el altar, todo sacerdote responsable de una comunidad de fieles tiene siempre la posibilidad de no tener en consideración dicha autorización, especialmente si fundamenta su decisión sobre la obligación de favorecer la existencia de grupos de jóvenes muchachos que aseguren el servicio del altar, grupos que han permitido el desarrollo alentador de vocaciones sacerdotales. Compete a los párrocos, los capellanes o los asistentes eclesiásticos de comunidades asociativas y consejeros eclesiásticos de asociaciones privadas (escautismo movimientos de espiritualidad, de Acción Católica, etc.), lo mismo que a los capellanes o asistentes eclesiásticos de comunidades o grupos particulares de fieles (hospitalarios, penitenciarios y escolares) y a los rectores de iglesias (como, por ejemplo, en los lugares de peregrinación).
• El Misal Romano (3º edición típica, 2000)
En la tercera edición típica del Misal Romano de Pablo VI (2000), la decisión de 1994 ha sido tenida en cuenta, ya que en los Preliminares se estipula que “a falta de acólito instituido, pueden ser designados ministros laicos para el servicio del altar y para asistir al sacerdote y al diácono, sea llevando la cruz, los cirios, el incensario, el pan, el vino, el agua o incluso pueden ser delegados para distribuir la Sagrada Comunión como ministros extraordinarios” (n. 100) y que “en cuanto a la función de servir al sacerdote en el altar, se observarán las disposiciones adoptadas por el obispo en su diócesis” (n. 107). Nótese que en esta edición de los Preliminares, no se hace ya distinción entre hombres y mujeres en lo que se refiere a la función e lector (n. 101).
4. Motivo de la exclusión por principio de las mujeres en el servicio del altar
Hemos visto que la razón por la cual las mujeres están normalmente excluidas del servicio del altar, fuera de la autorización expresa del obispo diocesano, no es ya de orden estrictamente jurídico, puesto que el Consejo encargado de la interpretación auténtica de la ley innovó al conceder esta permisión. Queda todavía el motivo de orden litúrgico, que debemos ahora exponer. Observemos desde ya que vale tanto para la exclusión de la mujer del ministerio del acolitado (canon 230 § 1) como para la asistencia puntual del servicio del altar (canon 230 § 2). En el caso del acolitado, este motivo se añade a otro que ya ha sido antes expuesto, a saber: el vínculo existente entre este ministerio y las sacras órdenes, que están reservadas sólo a los hombres (viri), y ello a pesar de su carácter estable y autónomo, reconocido por el motu proprio Ministeria quaedam de 1972.
La exclusión de derecho común de las mujeres del servicio del altar, que pertenece a la tradición litúrgica inmemorial tanto en Oriente como en Occidente (y que, por consiguiente, tiene una dimensión ecuménica), proviene de la noción de clero (necesariamente masculino), ligada a la de santuario.
En las traducciones vernáculas de la primera edición de los Preliminares del Misal Romano de Pablo VI de 1969, se precisa que la palabra “santuario”, traducción del término latino presbyterium, debe entenderse en sentido lato: no como el entorno inmediato del altar, sino como el lugar destinado al clero, distinto del lugar destinado al pueblo (n. 27, nota 30). El santuario es, en efecto, el lugar donde se realiza el Sacrificio, celebrado por el sacerdote (que actúa in persona Christi), asistido eventualmente por un diácono. Conviene, pues, que los que rodean al celebrante en esta parte de la iglesia reservada al clero (sacerdotes y diáconos) sean también hombres (viri), a fin de no romper la dimensión “simbólica” del ministerio ordenado (entendido en el sentido específico de la antropología teológica).
Esta definición del santuario explica las reticencias que persistían en las dos primeras ediciones del Misal Romano de Pablo VI en lo referente a la admisión de mujeres en funciones de lector (véase arriba). La tercera edición típica (2000) abolió toda distinción entre hombres y mujeres, estimando, sin duda, que este servicio litúrgico del lectorado se ejerce puntualmente, no junto al altar al servicio inmediato del sacerdote que celebra el Sacrificio, sino a la entrada del santuario. Queda claro que la institución en los ministerios de lector y acólito que son llamados habitualmente a situarse en el santuario, se mantiene como siempre reservada a los viri laici, es decir personas de sexo masculino ((canon 230 § 1).
Centre International d'Etudes Liturgiques (CIEL)
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