viernes, 7 de agosto de 2009

Breve historia de la FIUV (II)


Años salvajes y heroicos

La imposición de la reforma litúrgica postconciliar fue un reto para la flamante organización de UNA VOCE. A principios de los años Setenta un antiguo arzobispo misionero francés iniciaba su batalla particular para preservar la tradición litúrgica romana y la antigua disciplina de la Iglesia: monseñor Marcel Lefebvre (1905-1991), que miró desde el principio con simpatía la iniciativa de aquellos laicos que se habían reunido en la primavera de 1966, bajo sus auspicios, en el Pontificio Seminario Francés de Roma gracias a la acogida del rector R.P. Roland Barq, C.S.Sp. Recuérdese que monseñor Lefebvre había sido hasta 1968 Superior General de los Misioneros del Espíritu Santo (Padres Blancos), en cuya condición había participado en el Vaticano II como padre conciliar. Es de aquella reunión romana (a la que habían asistido Eric de Saventhem y su esposa la condesa Elisabeth von Plettenberg, Albert Tinz, Elisabeth von Gerstner, Simone Wallon y Jacques Dhaussy, actual presidente honorario de la FIUV) de la que había surgido la idea de fundar la federación internacional (que, como se ha visto anteriormente, se llevó a cabo en 1967).

La FIUV apenas fundada (1967)

El primer consejo ejecutivo de la FIUV estuvo formado por el Dr. Eric Vehrmeren de Saventhem (presidente); el duque Filippo Caffarelli, embajador de la Soberana Orden de Malta, y el Dr. Kenworthy-Browne (vice-presidentes), Paul Poitevin (secretario); Jacques Dhaussy (tesorero); y el prof. Guerino Pacitti, N. Shwarzer y Carl Weinrich (vocales). Para 1970, cuando tuvo lugar la tercera asamblea general, ya eran catorce las asociaciones nacionales: Alemania, Austria, Bélgica, Canadá, Escocia, España, Francia, Inglaterra y Gales, Italia, Noruega, Nueva Zelanda, Países Bajos, Portugal y Uruguay. Ya se ha consignado cómo, gracias a la asociación inglesa (The Latin Mass Society) la misa no fue completamente proscrita, pero la defensa de la llamada “misa tridentina” en el resto del orbe católico fue dura.

Los que podemos llamar “años salvajes” del post-concilio (la década que va de 1970 a 1980) constituyeron la época heroica de UNA VOCE, que tuvo que luchar prácticamente sola (al menos en la primera mitad de los Setenta) contra la imposición arbitraria del Novus Ordo Missae y contra los graves e incontables abusos litúrgicos que se produjeron a vista y paciencia (y, a veces, hasta con la anuencia) de los obispos. El hecho de que numerosas personalidades del mundo cultural y artístico adhirieran a las iniciativas del movimiento a favor de la liturgia latino-gregoriana dio pretexto a que muchos de sus adversarios lo acusaran de diletantismo y desviaran así la atención del verdadero motivo de la resistencia a los cambios indiscriminados: la ambigüedad del rito de la misa, que lo hacía susceptible de una interpretación católica o protestante según se mirase, tal y como demostraban en sus escritos intelectuales católicos de la talla de Fabio Vidigal Xavier de Silveira, Louis Salleron y Jean Madiran.

A través de sus boletines, las distintas asociaciones documentaron la debacle litúrgica que se produjo entonces en el orbe católico y contribuyeron a divulgar los estudios más serios sobre sagrada liturgia. Curiosamente, UNA VOCE, con su paciente y difícil labor, dio cabal cumplimiento a uno de los propósitos del Vaticano II: el impulso del apostolado seglar en la Iglesia. Cuando la cuestión litúrgica saltó a la primera plana de la prensa internacional, gracias a la famosa “Misa de Lille” (29 de agosto de 1976) celebrada por monseñor Lefebvre, ya la federación llevaba prácticamente diez años de actividades. El mérito del que fue llamado “el arzobispo rebelde” fue atraer los focos de la actualidad sobre un problema que se venía arrastrando desde hacía años, lo cual provocó que la Jerarquía Católica ya no pudiese ignorarlo o silenciarlo. El triunfalismo de los fautores de la reforma litúrgica post-conciliar –triunfalismo que no reflejaba de ningún modo la realidad– quedaba así desacreditado de manera pública y dramática, aunque, como queda dicho, los seglares hubieran abierto el camino. Hay que decir que monseñor Lefebvre siempre simpatizó con UNA VOCE. De hecho, la asociación francesa organizó en cierta ocasión una visita al seminario de Ecône, siendo recibidos sus miembros muy afablemente por el ilustre arzobispo, a quien dedicaría una Apología en tres volúmenes el publicista galés Michael Davies.

Y ya que se le acaba de mencionar, ha llegado el momento de presentar al que sería el gran colaborador y sucesor del Dr. de Saventhem. Davies (1936-2004), era un convertido del anglicanismo, lo que le otorgaba un especial instinto para identificar las desviaciones protestantizantes de la reforma litúrgica postconciliar. Escrupuloso conocedor de la Historia en la mejor tradición de un Hilaire Belloc o un Christopher Dawson y con la agudeza de un Gilbert Keith Chesterton, se aplicó al estudio de la revolución religiosa que se operó en la Iglesia Católica en la segunda mitad del siglo XX, comparándola con la que tuvo lugar en Inglaterra y Gales en el siglo XVI. Fruto de ello fue su trilogía –ya clásica y de obligada referencia– llamada precisamente The Liturgical Revolution (La Revolución Litúrgica): Cranmer’s Godly Order (El ordo divino de Cranmer), Pope John’s Council (El Concilio del papa Juan) y Pope Paul’s New Mass (La nueva Misa del papa Pablo).

En ella demostró cómo el Concilio Vaticano II, ortodoxo en sus documentos, fue sembrado de “bombas de relojería” que se harían estallar convenientemente durante el período postconciliar mediante una interpretación rupturista con la Tradición de los textos conciliares para cambiar el culto católico y con él la teología y la visión de la Iglesia en un sentido modernista y ecumenista. Tal como sucedió en la Inglaterra de Enrique VIII y de Eduardo VI, el cambio postconciliar en la liturgia llevó al cambio en la fe y de ello se seguían consecuencias negativas: la galopante deserción de parte del clero y la progresiva disminución de la práctica religiosa entre los fieles. UNA VOCE había encontrado en Michael Davies a su gran teórico, tanto más valioso cuanto que se trataba de una persona ponderada y enemiga de los extremismos de otros tradicionalistas. Será célebre la controversia que mantuvo con el cingalés Rama Coomaraswamy, que sostenía la radical invalidez de todos los ritos salidos del Consilium. A esta postura extremista oponía Davies el argumento de la indefectibilidad de la Iglesia: en efecto, para él era impensable que Dios dejara sin la misa y sin sacramentos a toda la Iglesia durante décadas. La liturgia reformada era criticable, pero fundamentalmente válida, aunque algunas o muchas de sus realizaciones prácticas fueran de hecho inválidas.

Michael Davies (1936-2004)

Eric de Saventhem y Michael Davies (que se convirtió en su estrecho colaborador) coincidían en su común condición de conversos del protestantismo y se entendían perfectamente en todas las cuestiones planteadas por las reformas postconciliares. El presidente de la FIUV tampoco negaba por principio la validez del Misal de Pablo VI ni la potestad del Papa como supremo legislador en materia litúrgica; por eso siempre, por escrito y oralmente, pidió que se esclareciera si la voluntad del papa Montini al promulgar el Novus Ordo Missae había sido la de abrogar el Misal anterior. En 1976 recibió la ambigua respuesta del cardenal Benelli, sustituto de la Secretaría de Estado (y “eminencia gris” de Pablo VI), de que el Santo Padre “deseaba” que se celebrase el nuevo rito (o sea, se podía deducir que no había ninguna prohibición del plurisecular rito clásico, cosa que Benedicto XVI ratificaría de manera auténtica y definitiva décadas más tarde). En base a la convicción de su perfecta legitimidad, nunca dejó de insistir el Dr. de Saventhem en que se reconociera el Misal de 1962 (última edición típica de la liturgia tradicional de la misa antes de las mutilaciones conducentes a la reforma postconciliar) “aequo iure atque honore”, con igual derecho y honor que los demás ritos legítimamente establecidos en la Iglesia (según expresión de la constitución conciliar Sacrosanctum Concilium).

Mientras UNA VOCE se iba extendiendo poco a poco en el mundo, los obispos hacían oídos sordos a las demandas de sus feligreses. Los sacerdotes, fueran seculares o regulares, que deseaban continuar celebrando en paz la misa como lo habían hecho toda su vida fueron hostigados y relegados, cuando no doblegada su voluntad bajo pretexto de obediencia. A los más ancianos, considerados irrecuperables para la nueva liturgia, se les aisló para que nadie pudiera asistir a sus celebraciones. El tiempo hizo naturalmente el resto. Sin embargo, la resistencia católica no cejaba, aunque se manifestaba con mayor o menor vigor según los países. Es significativo que en aquellos donde el catolicismo había tenido que luchar para mantenerse (Francia), hacerse un lugar (Estados Unidos) o hasta sobrevivir (Alemania, Reino Unido) dicha resistencia era importante y consistente, mientras que en los que la Iglesia había gozado de una situación de ventaja o privilegio (España, Italia, Portugal e Hispanoamérica), era más débil. Y esto se reflejaba en las diferentes asociaciones de UNA VOCE. El caso de España es ilustrativo: en un país donde hasta los más conservadores obispos se desentendían totalmente de la cuestión de la misa y donde aún eran personajes influyentes social y políticamente, se acabó por abandonar la causa propiamente litúrgica para concentrarse en un simple interés filológico por el latín. A ello contribuyó también la falsa creencia que estaba en juego la autoridad del Papa (la que por entonces todavía era un pilar sagrado del catolicismo español).

Pablo VI, sin declarar nunca la abrogación del rito tradicional de la misa, se hizo cada vez menos proclive a permitir nuevas liberalizaciones del mismo, endurecido por la actitud de monseñor Lefebvre, que consideraba un desafío a su autoridad. Veía a la misa tridentina como una bandera enarbolada por el arzobispo como signo de su rebelión y esta impresión la agudizaban sus inmediatos colaboradores (especialmente su ceremoniero monseñor Virgilio Noè y su secretario monseñor John Magee, sucesor de Noè en la capilla papal), decididos partidarios de la reforma litúrgica. Juan Pablo II (tras el breve pontificado de Juan Pablo I, de quien se creía que se hubiese mostrado más flexible que su predecesor) se mostró desde principios de su pontificado sensible a las expectativas de los tradicionalistas. En su famosa carta Dominicae coenae de Jueves Santo de 1980 se leen estas palabras sin precedentes, que fueron la primera señal de que las cosas empezaban a cambiar:

“Llegando ya al término de mis reflexiones, quiero pedir perdón —en mi nombre y en el de todos vosotros, venerados y queridos Hermanos en el Episcopado— por todo lo que, por el motivo que sea y por cualquiera debilidad humana, impaciencia, negligencia, en virtud también de la aplicación a veces parcial, unilateral y errónea de las normas del Concilio Vaticano II, pueda haber causado escándalo y malestar acerca de la interpretación de la doctrina y la veneración debida a este gran Sacramento. Y pido al Señor Jesús para que en el futuro se evite, en nuestro modo de tratar este sagrado Misterio, lo que puede, de alguna manera, debilitar o desorientar el sentido de reverencia y amor en nuestros fieles”.

Ese mismo año de 1980, el Papa encomendó al cardenal James Robert Knox, prefecto de la Congregación para el Culto Divino, que efectuara un sondeo sobre la cuestión de la misa tridentina para averiguar en qué medida los fieles la querían. El purpurado envió un cuestionario a todos los obispos residenciales del mundo, que, por supuesto, fue contestado por la gran mayoría sin haber consultado a los interesados (a aquellos mismos a los que se exhortaba tanto a participar activamente en la vida de la Iglesia). El resultado fue tal que el boletín de la congregación Notitiae, se despachó con la conclusión de que la misa tridentina “no es un problema de toda la Iglesia”. El Dr. De Saventhem encargó entonces al prestigioso Instituto Demoscópico Allensbach una investigación de campo en Alemania, la que dio resultados muy distintos de los que reflejaba la « encuesta Knox »: cinco millones de católicos alemanes de mostraban favorables a la restauración de la misa antigua, de los cuales un millón asistiría a ella si se celebrase regularmente. Este mentís a la manipulación de los obispos abrió el camino a los indultos del papa Wojtyla. (Continuará…)

1 comentario:

  1. INTERESANTE CONSTATAR QUE A VECES LA JERARQUIA DE LA IGLESIA NO ESCUCHA CONVENIENTEMENTE A LOS FIELES LAICOS EN SUS ASPIRAVCIONES....LO QUE AYER PASO HOY ESTA SUCEDIENDO CON LA APLICACION DE MOTU PROPIO SUMMORUM PONTIFICUM:LOS SEGLARES ESTAN PRESIONANDO A LOS OBISPOS PARA QUE VUELVA LA MISA EN LATIN..Y ESTOS A NTE LA PRESION ESTAN CEDIENDO A REGAÑADIENTES....

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