martes, 4 de agosto de 2009

En el XXX aniversario de la muerte del cardenal Ottaviani (III). Biografía (segunda parte)


Años de fuego

El amado Oratorio de San Pedro

Los primeros años del pontificado pacelliano estuvieron lógicamente condicionados por la Segunda Guerra Mundial, que estalló a escasos seis meses de la elección de Pío XII, que, al igual que su predecesor Benedicto XV, intentó en vano detenerla hasta el último momento, sin que los grandes de este mundo prestaran atención a su conjuro: “Nada se pierde con la paz; todo puede perderse con la guerra”. La Secretaría de Estado tuvo que desarrollar un trabajo mucho más intenso que de ordinario para mantener la neutralidad de la Santa Sede y a la vez defender los intereses de los católicos en los países beligerantes y organizar la ayuda a las poblaciones afectadas a través de la red de las nunciaturas apostólicas, que demostrarían su utilidad y eficacia en un contexto de extrema precariedad.

Monseñor Ottaviani, en su calidad de asesor del Santo Oficio, era recibido regularmente por el Santo Padre en audiencia, por lo que fue un testigo de primera mano de todo lo que se vivió en el Palacio Apostólico en aquellos años trágicos, sobre todo del terrible dilema que tenía ante sí Pío XII de denunciar claramente a la barbarie nazista y provocar con ello, como represalia, su recrudecimiento, o bien mantener una actitud de indirecta censura –sin acusaciones estentóreas– que le permitiera continuar prestando y aumentar su valiosa ayuda concreta a las víctimas. Tanto Ottaviani como el cardenal Maglione, secretario de Estado, y sus colaboradores más inmediatos, los monseñores Tardini y Montini, se mostraron de acuerdo con la vía elegida por el Papa: la de actuar amparado en la discreción, lo cual a la postre resultó de mucho mayor provecho para los perseguidos.

En 1942, en pleno fragor bélico, celebró el Papa su jubileo episcopal. Se filmó para la ocasión un documental sobre él y sobre la vida cotidiana en el Vaticano. La dirección estuvo a cargo de Romolo Marcellini, que le puso por título el lema que en la profecía de san Malaquías correspondía a Pío XII: Pastor Angelicus. En diciembre se proyectó la película, justamente en el Pontificio Oratorio de San Pedro con la complacencia de monseñor Ottaviani, que la juzgó "óptima".


La conjura del peligro comunista


Acabada la terrible contienda quedaba todo por reconstruir. La Iglesia se alzaba entonces como la única autoridad moral incólume y el Romano Pontífice lanzó una cruzada para que el nuevo orden de Europa y del mundo se levantara sobre las bases de la civilización cristiana, tanto más necesaria cuanto que acechaba amenazante un peligro muy real: el del comunismo soviético, vencedor con los Aliados (después de haberse entendido con la Alemania nazi durante dos años) y que había cobrado su parte del botín invadiendo los países del Este de Europa y sojuzgándolos bajo su tiranía a vista y paciencia de un Occidente complaciente, que no quería ver que la ideología misma del marxismo era internacionalista y tenía vocación de expansionismo. Donde no podía plantar su bota de momento, el gigante soviético infiltraba su ideología deletérea a través de los partidos comunistas.

En Italia el riesgo de asalto al poder del comunismo era muy real como se vio durante la auténtica guerra civil que azotó la Emilia-Romaña en 1945 y 1946. Además, en las elecciones plebiscitarias de este último año el PCI de Palmiro Togliatti obtuvo un alarmante 19% de los votos. Pío XII creyó su deber apoyar con todo el peso de su autoridad a la Democracia Cristiana para contrarrestar el avance de los comunistas, cuyo sistema era responsable de los indecibles sufrimientos de la Iglesia del Silencio. Monseñor Ottaviani era de la misma idea. Era necesario, además, recordar a los creyentes sus deberes políticos y su obligación de no apoyar a ideologías o partidos contrarios a la doctrina cristiana. El asesor del Santo Oficio se puso entonces manos a la obra y elaboró el decreto de excomunión de los católicos que colaboraran con el comunismo, sea afiliándose al partido, que difundiendo su propaganda o votando a sus listas en las elecciones, considerándoselos como apóstatas de la fe. Pacelli aprobó la medida y mandó a Ottaviani que se publicase, lo cual hizo éste el 1º de julio de 1949. De esta manera, se hacía operativa la encíclica Divini Redemptoris de Pío XI, de la cual el decreto del Santo Oficio no era sino la lógica consecuencia.


Bajo la égida del Pastor Angelicus

Pío XII impone el birrete cardenalicio a Ottaviani

Un aspecto poco conocido del pontificado pacelliano fue el proyecto de un concilio ecuménico que completara el Vaticano I (suspendido por causa de la toma de Roma por los piamonteses en 1870), lo cual le fue sugerido al Papa por el cardenal Ernesto Ruffini a principios de 1948, siendo monseñor Ottaviani quien insistió ante aquél para que lo llevara a cabo con el objeto de condenar los errores modernos, especialmente el comunismo, actualizar el Derecho Canónico e impulsar el apostolado seglar y la Acción Católica. El concilio sería, además, el marco adecuado para la proclamación del dogma de la Asunción. Pío XII nombró una comisión presidida por Ottaviani para estudiar las posibilidades y alcances de la futura asamblea. La conclusión a la que se llegó fue que el trabajo era enorme y requería una preparación cuidadosa, que fue confiada a cinco comisiones nuevas (teológica, pastoral, canónico-litúrgica, misional y de cultura y acción cristiana) bajo la dirección de la comisión original convertida en central y presidida esta vez por monseñor Borgongini-Duca. El Santo Oficio y su asesor tuvieron parte importante en los trabajos, cuyos resultados fueron remitidos en enero de 1951 al Papa, quien, sintiéndose demasiado delicado de salud como para emprender una empresa de semejante envergadura, desistió de convocar el concilio. Fue quizás una oportunidad perdida, ya que si el Vaticano II hubiese tenido lugar en este momento en el que la autoridad de la Iglesia era firme y monolítica, no se hubieran dado las condiciones para una aplicación rupturista de sus decretos como pasó después.

Pío XII era muy consciente de que, a pesar de las apariencias, existía un movimiento de socavamiento en el interior de la Iglesia, llevado a cabo por los herederos de los modernistas: los partidarios de la llamada Nouvelle Théologie. Era necesario atajarlos y lo hizo mediante la encíclica Humani generis de 1950, para la que el Pontífice contó con el valioso asesoramiento de monseñor Ottaviani y el Santo Oficio. A éste, que era entonces el más importante dicasterio de la Curia Romana (hasta el punto que se le llamaba Suprema Sagrada Congregación o simplemente la Suprema), atribuía Pacelli una gran importancia, tanta que en cierta ocasión dijo a monseñor de Castro Mayer, obispo de Campos, estas clarividentes palabras: “El día que la sagrada congregación que vigila la Fe afloje la mano habrá llegado el momento del futuro ataque a la Iglesia perpetrado por aquellos elementos incrustados en su propio seno”.

Un asunto en el que intervino decisivamente Ottaviani fue la supervivencia de la Soberana Orden Militar de Malta, que, a principios de los años cincuenta, fue objeto de los ataques de dos poderosos cardenales de la Curia: Nicola Canali y Giuseppe Pizzardo. Se le negaba el carácter religioso, aduciendo que era tan sólo una orden caballeresca y se pretendía fusionarla con la Orden del Santo Sepulcro. La resistencia de Fra Angelo de Mojana di Cologna, sucesor –en calidad de Lugarteniente– del príncipe Ludovico Chigi della Rovere Albani, Gran Maestre (muerto en 1951), provocó la intervención del Papa, que hizo instruir un proceso en el que monseñor Ottaviani fue el promotor de Justicia. Su ardiente defensa, basada en una apología histórico-jurídica de la benemérita Orden Sanjuanista, fue determinante en la salvación de ésta y el 24 de junio de 1952, el Tribunal compuesto de cardenales y prelados dio su dictamen positivo a favor de los Caballeros de Malta.

En el consistorio del 12 de enero de 1953, Ottaviani fue creado cardenal por Pío XII, quien le asignó la diaconía de Santa María in Domnica. Una vez en posesión del rojo capelo, fue promovido a pro-secretario del Santo Oficio (de hecho era él quien llevaba el peso de esta congregación desde hacía tiempo). De esta manera se convertía en uno de los personajes más influyentes y con más predicamento de la Curia. Pero no se crea que el nuevo príncipe de la Iglesia olvidó su humanidad con la púrpura. De su mensa cardenalicia pagaba las pensiones y los estudios de no pocos muchachos de su amado Oratorio de San Pedro, del que se constituyó en protector y al que favoreció cuanto pudo, atrayendo hacia él, además, el interés de otros benefactores, como el cardenal Francis Spellman, amigo de Pío XII, y que disponía de importantes recursos financieros gracias a la caridad de los católicos estadounidenses.


Los tiempos comienzan a cambiar

Al morir Pío XII el 9 de octubre de 1958, se abría una difícil sucesión. Muchos veían en el cardenal Siri de Génova, que le era absolutamente devoto, al que aseguraría la herencia pacelliana, pero su extrema juventud para la época hizo temer un pontificado demasiado largo y se barajaron otros nombres como el armenio Agagianian, prefecto de Propaganda Fide (al que primero apoyó Ottaviani), y Elia Dalla Costa, el combativo arzobispo de Florencia. El ala más a la izquierda del cónclave quería papa al arzobispo de Milán, monseñor Montini, antiguo y estrecho colaborador de Pío XII y de formación liberal y democrática, pero el problema de su elección consistía en que no era cardenal y desde 1378 no se había hecho papa a ninguno fuera del Sacro Colegio. El cardenal Ottaviani se fijó entonces en el patriarca de Venecia, el cardenal Roncalli y le dio su apoyo, convirtiéndose así en el gran elector de Juan XXIII, en quien todos vieron a un ideal papa de transición.

Pero el bueno de Roncalli sorprendió a todos con una inusitada energía. El 25 de enero de 1959 anunció en la basílica de San Pablo Extramuros la convocación de un concilio ecuménico que no sería la continuación del Vaticano I, sino una asamblea pastoral para poner al día la Iglesia (lo que se llamó el aggiornamento), a fin de que respondiera a los retos planteados por la sociedad moderna. El cardenal Ottaviani habló entonces al Papa del proyecto elaborado bajo Pío XII, convenciendo al Papa de la necesidad de que la Curia Romana preparase los trabajos conciliares, en lo cual Roncalli estuvo de acuerdo. Se formó una comisión anteprepatoria presidida por el cardenal Tardini, secretario de Estado, y con monseñor Pericle Felici como secretario, ambos amigos del pro-secretario del Santo Oficio, que fue promovido a secretario en noviembre de aquel año. La comisión se encargó de ordenar la inmensa documentación que llegó de la consulta hecha a los obispos de todo el mundo sobre los temas a tratar y sentó las bases del trabajo de la comisión preparatoria que la substituyó en noviembre de 1960. Se confeccionaron setenta esquemas que se presentarían a la discusión en el aula conciliar, todos satisfactorios desde el punto de vista del Santo Oficio aunque no para el ala liberal de la Iglesia, capitaneada por el cardenal Joseph Frings de Colonia (que se había llevado como peritus a un teólogo bávaro llamado Joseph Ratzinger).

El beato Juan XXIII es tenido como un papa de vanguardia y como precursor de la revolución post-conciliar. Nada más desacertado. Su preparación teológica era tradicional y su estilo muy conservador, incluso en las formas. Como su predecesor en la sede patriarcal de Venecia y en el solio de Pedro san Pío X, era una persona de gran humildad y sencillez, pero no quiso prescindir del boato de la corte pontificia porque sabía distinguir a la persona de la función y tenía una alta idea de su investidura como Vicario de Cristo. En 1960 quiso hacer una especie de ensayo de lo que debía ser el concilio ecuménico y convocó el Sínodo Romano (cosa que no se hacía desde 1725), cuyas actas son todo menos revolucionarias. El Papa estaba tan satisfecho de los resultados que mandó encuadernar lujosamente de su propio peculio el libro con los documentos sinodales para regalarlo a sus visitantes. También Juan XXIII quiso impulsar el estudio del latín (que empezaba a ser contestado) mediante una solemne constitución apostólica Veterum sapientia de 1962. El Papa de la paz y de la distensión, que recibía a la hija y al yerno de Kruschev y contribuía a conjurar la crisis de los misiles era el mismo que en 1959 había renovado, con gran satisfacción de Ottaviani, el decreto del Santo Oficio de 1949 contra el comunismo. Y aunque se consideraba a sí mismo más pastor que teólogo, sabía reconocer el peligro de la Nueva Teología y puso su firma en el monitum que había preparado el cardenal de la Suprema por el que se condenaba las obras del P. Teilhard de Chardin (imbuidas de un extraño evolucionismo).

El 15 de abril de 1962, mediante el motu proprio Cum gravissima, el Papa dispuso que todos los cardenales del Sacro Colegio debían ser obispos y procedió personalmente a la consagración episcopal de doce de ellos, entre los cuales se contaron Alfredo Ottaviani y el gran latinista Antonio Bacci, que iban a tener juntos un papel protagónico en el futuro en uno de los episodios más controvertidos del post-concilio. Pero no adelantemos hechos. Ottaviani recibió la plenitud del sacerdocio el 19 de abril de 1962 en la basílica de San Juan de Letrán, habiendo sido precedentemente preconizado arzobispo titular de Berrea en Macedonia. Co-consagrantes suyos fueron los cardenales Pizzardo y Aloisi Masella. Ahora era cuestión de aprestarse a participar en el Concilio del papa Juan y sólo Dios sabía las batallas que le estaban deparadas al secretario del Santo Oficio. (Continuará...)

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