Una vez sobre el sacro solio, san Pío V dio inmediatas muestras de su voluntad de poner en práctica el nuevo espíritu de auténtica reforma de la Iglesia, in capite et in membris. Por de pronto, las sumas de dinero destinadas a los festejos de su elección las hizo distribuir entre los pobres y despidió al bufón de corte de su predecesor (resabio del aseglaramiento que llegó a invadir el entorno del Papado de Roma, en el que habían triunfado ciertos usos del Bajo Imperio). Formó asimismo una comisión presidida por los cardenales Borromeo, Sirleto, Alciati y Savelli para acabar con la relajación del clero secular romano e imponer la nueva disciplina tridentina. En lo personal, no cambió sus morigeradas costumbres: siguió durmiendo sobre un jergón de paja y conservó sus hábitos dominicos bajo los ropajes pontificales (esta decisión personal, dicho sea de paso y como dato curioso, influenció en lo sucesivo el atuendo de los Papas, cuya sotana conservó desde entonces el color blanco de los frailes predicadores, que reemplazó al rojo, el propio de los Romanos Pontífices). El programa del nuevo reinado había quedado plasmado en la alocución del 12 de enero al Sacro Colegio: aplicar a la letra el Concilio de Trento (que había sido clausurado el 4 de diciembre de 1563), combatir la herejía, mantener la concordia entre los príncipes cristianos y organizar la resistencia contra la amenaza turca.
La primera disposición importante del papa Ghislieri relativa a la puesta por obra de los decretos tridentinos fue la publicación en 1566 del Catecismo Romano (Catechismus Romanus ad parochos), en el que se ofrecía a todos los sacerdotes con cura de almas un compendio de la doctrina católica, tal como había sido expuesta y definida en el concilio ecuménico, para que la expusieran al pueblo. Su importancia es tal que hasta la aparición del Catecismo de la Iglesia Católica en 1992 gozó de la máxima autoridad como manual y guía de teología. En realidad, el texto había sido encargado por Pío IV a una comisión de teólogos de renombre bajo la supervisión del cardenal nepote Borromeo, el cual, una vez terminada la versión italiana y revisada por el cardenal Sirleto, dispuso que fuera traducida al latín clásico por los humanistas Julius Pogianus y Paolo Manuzio (hijo del célebre impresor Aldo Manuzio, que publicó las obras de Erasmo). La estructura del catecismo dio la pauta, en lo sucesivo, para todos los libros de esta clase, hallándose dividido en cuatro partes: 1) el estudio del Credo o Símbolo de los Apóstoles (lo que hay que creer), 2) el estudio de los siete Sacramentos (lo que hay que recibir), 3) el estudio del Decálogo (lo que hay que obrar) y 4) el estudio de la Oración dominical o Pater noster (lo que hay que esperar). En resumen, la fe (1), en virtud de la gracia (2), se hace operativa por la caridad (3) y da fundamento a la esperanza (4).
Pero no sólo en lo doctrinal actuó san Pío V lo establecido en Trento: especial relieve cobra su obra de codificación litúrgica, tanto más necesaria cuanto que el Protestantismo estaba consiguiendo imponer sus herejías mediante la modificación de la manera pública de orar. En la Iglesia Católica siempre hubo variedad de ritos, pero así como en el Oriente se conservó su multiplicidad, en Occidente se fue tendiendo poco a poco a la unidad, gracias sobre todo al carácter universal del latín. Por la época anterior a la Reforma existían al lado del rito romano (ampliamente difundido por la orden franciscana en la mayor parte de la Cristiandad occidental) otros usos propios de ciertas diócesis y órdenes religiosas. El paso del tiempo había introducido muchos elementos espurios en los diferentes libros litúrgicos y el gusto por la Antigüedad clásica –a veces excesivo– había llegado a contaminar la pureza del culto cristiano con adherencias paganizantes, especialmente en el rezo del oficio divino.
Pero no sólo en lo doctrinal actuó san Pío V lo establecido en Trento: especial relieve cobra su obra de codificación litúrgica, tanto más necesaria cuanto que el Protestantismo estaba consiguiendo imponer sus herejías mediante la modificación de la manera pública de orar. En la Iglesia Católica siempre hubo variedad de ritos, pero así como en el Oriente se conservó su multiplicidad, en Occidente se fue tendiendo poco a poco a la unidad, gracias sobre todo al carácter universal del latín. Por la época anterior a la Reforma existían al lado del rito romano (ampliamente difundido por la orden franciscana en la mayor parte de la Cristiandad occidental) otros usos propios de ciertas diócesis y órdenes religiosas. El paso del tiempo había introducido muchos elementos espurios en los diferentes libros litúrgicos y el gusto por la Antigüedad clásica –a veces excesivo– había llegado a contaminar la pureza del culto cristiano con adherencias paganizantes, especialmente en el rezo del oficio divino.
Un primer intento de reforma de éste fue el del cardenal Quiñones, franciscano español, que compuso por orden de Clemente VII el Breviarium Sanctae Crucis, que conoció un grandísimo éxito entre el clero, aunque hay que decir que, sobre todo, porque se trató de una radical e implacable poda de todos los elementos corales y una reducción drástica del tiempo dedicado a las horas canónicas. Pío V, pues, renovó la comisión tridentina para la reforma del breviario (que se hallaba trabajando en ello desde el pontificado de su predecesor) y estableció como principio que no se debía hacer tabla rasa de la tradición litúrgica de la Iglesia, sino conservar lo que era herencia cierta de los Padres y los aportes de los siglos anteriores que valía la pena mantener, así como corregir y extirpar los elementos inauténticos que se habían deslizado dentro de la liturgia del oficio. Así pues, mediante la bula Quod a Nobis de 9 de julio de 1568, Pío V publicaba la primera edición típica del Breviarium Romanum, que establecía de modo estable para lo sucesivo la regla del oficio divino en el ámbito del rito romano.
Con los mismos criterios de respeto a la venerable tradición litúrgica de la Iglesia de Roma y afán de unidad en la plegaria emprendió el Papa también la revisión del Misal, que se imponía una vez publicado el Breviario por el principio de conformidad de la misa y el oficio. El Santo Padre convocó a los sabios más diligentes y eruditos para que estudiaran los códices de sacramentarios y misales disponibles entonces en la Biblioteca Apostólica Vaticana. Su labor fue encomiable y dio por resultado una edición del Missale Romanum que era básicamente la misma de la primera del misal de la Curia Romana que dio la imprenta en 1474 (Mediolanense), la cual a su vez podía rastrearse hasta el misal de la época de Inocencio III y el Concilio IV de Letrán (siglo XIII), que era deudor de los sacramentarios más antiguos (entre ellos el gregoriano). De esta manera, puede concluirse que san Pío V de ningún modo se inventó la misa comúnmente conocida con su nombre: simplemente codificó y canonizó el rito romano transmitido y en uso en la curia papal desde la Antigüedad y expurgado de los añadidos abusivos de la Edad Media (tropos, prosas, etc.). Y ello hizo con respeto de ciertos usos particulares que pudieran acreditar una cierta antigüedad (doscientos años) y continuidad, los cuales podrían coexistir con su misal. Éste fue promulgado mediante la celebérrima bula Quo primum tempore de 14 de julio de 1570, en la cual, además, hizo constar un indulto perpetuo para que cualquier sacerdote pudiera rezar o cantar la misa con arreglo al rito establecido por aquélla y que reinaría incontestado en el ámbito latino por exactamente cuatrocientos años.
Con los mismos criterios de respeto a la venerable tradición litúrgica de la Iglesia de Roma y afán de unidad en la plegaria emprendió el Papa también la revisión del Misal, que se imponía una vez publicado el Breviario por el principio de conformidad de la misa y el oficio. El Santo Padre convocó a los sabios más diligentes y eruditos para que estudiaran los códices de sacramentarios y misales disponibles entonces en la Biblioteca Apostólica Vaticana. Su labor fue encomiable y dio por resultado una edición del Missale Romanum que era básicamente la misma de la primera del misal de la Curia Romana que dio la imprenta en 1474 (Mediolanense), la cual a su vez podía rastrearse hasta el misal de la época de Inocencio III y el Concilio IV de Letrán (siglo XIII), que era deudor de los sacramentarios más antiguos (entre ellos el gregoriano). De esta manera, puede concluirse que san Pío V de ningún modo se inventó la misa comúnmente conocida con su nombre: simplemente codificó y canonizó el rito romano transmitido y en uso en la curia papal desde la Antigüedad y expurgado de los añadidos abusivos de la Edad Media (tropos, prosas, etc.). Y ello hizo con respeto de ciertos usos particulares que pudieran acreditar una cierta antigüedad (doscientos años) y continuidad, los cuales podrían coexistir con su misal. Éste fue promulgado mediante la celebérrima bula Quo primum tempore de 14 de julio de 1570, en la cual, además, hizo constar un indulto perpetuo para que cualquier sacerdote pudiera rezar o cantar la misa con arreglo al rito establecido por aquélla y que reinaría incontestado en el ámbito latino por exactamente cuatrocientos años.
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