
Una vez papa, a Benedicto XVI se le plantearon varios retos. El primero de todos, la reforma de la Curia Romana. Se le ha reprochado que los pasos dados en este sentido han sido, de todo punto, insuficientes y en algunos casos poco afortunados. Pero no es cosa fácil ni mucho menos enfrentarse con la Curia, ni aun siendo papa. Para que las cosas cambiaran el Santo Padre tendría que dar un golpe de mano y llevar a cabo una revolución de palacio, cosa que no beneficiaría en nada a la Iglesia y le crearía más enemigos de los que ya tiene. La Curia Romana actual es un organismo diseñado y blindado por Pablo VI con su radical reforma de 1967, que dio una preponderancia capital a la Secretaría de Estado a costa del antiguo Santo Oficio, objeto de una verdadera capitis deminutio mediante la supresión de su carácter de “suprema” sagrada congregación y el cambio de denominación. En pocas palabras, a partir de entonces el criterio doctrinal fue supeditado al político y los principios lo fueron al pragmatismo. La troika Benelli-Silvestrini-Casaroli dirigió no sólo la diplomacia pontificia, sino también el gobierno de la Iglesia. Todo asunto debía pasar absolutamente por la todopoderosa Secretaría de Estado (como sigue, por otra parte, ocurriendo hoy). El venerable Juan Pablo II reformó, a su vez, la Curia Romana en 1985, pero no se atrevió a modificar el planteamiento básico de la reforma de Pablo VI. Por lo demás, para sus planes de evangelización personal a gran escala, al papa Wojtyla le convenía que otros le descargaran de la mayor parte de preocupaciones propias del gobierno cotidiano de la Iglesia.
Benedicto XVI ha formado parte de esa Curia durante un cuarto de siglo y conoce perfectamente sus mecanismos: es consciente de la necesidad de proceder con suma prudencia y con medidas a largo alcance, aunque a corto plazo sus decisiones parezcan desacertadas. Sabe muy bien que no basta con cambiar el vértice de los dicasterios porque “los prefectos pasan, pero los oficiales permanecen”. Por muy emprendedor que sea un cardenal, sus decisiones pueden ser minimizadas, neutralizadas o hasta boicoteadas por sus subalternos (como más de una vez ha sucedido). Además está la interferencia de la Secretaria de Estado, con capacidad para bloquear cualquier expediente (como pasa, por ejemplo, con el tan esperado documento clarificador del motu proprio Ecclesia Dei, listo para la firma del Papa desde 2008, pero que duerme el sueño de los justos en algún rincón del tercer piso del Palacio Apostólico). El poder efectivo del establishment de la Curia quedó demostrado con el práctico extrañamiento de Mons. Ranjith de Roma por dos veces a pesar de la confianza puesta en él por los papas Juan Pablo II y Benedicto XVI. El primero lo nombró secretario adjunto de la importantísima Congregación para la Evangelización de los Pueblos (la antigua Propaganda fide) en 2001. La Secretaría de Estado logró enviarlo como nuncio al sudeste asiático en abril de 2004. El papa Ratzinger lo llamó nuevamente a Roma en diciembre de 2005 como secretario de la Congregación para el Culto Divino. Dada su valiente postura a favor de la liturgia romana clásica, se volvió incómodo y desde la Secretaría de Estado volvieron a mandarlo fuera, esta vez de arzobispo a Colombo (en su Sri Lanka natal). El cardenal Cañizares, que lo quería mantener como secretario de la congregación que preside, no pudo hacer nada para evitar su partida. Es sólo un ejemplo, pero muy ilustrativo, de cómo están las cosas en Roma. Se comprende entonces que el Santo Padre prefiera proceder pacientemente, realizando cambios de a poco y a largo plazo en lugar de romper las hostilidades con la Curia Romana mediante una acción contundente e inmediata. Es la sabia estrategia expresada en el adagio latino:
“gutta cavat lapidem non vi sed saepe cadendo”.
Un importantísimo aporte del pontificado de Benedicto XVI lo constituye su relectura del Concilio Vaticano II a la luz de la Tradición, según una hermenéutica de continuidad y no de ruptura. El Papa detesta la idea de que haya dos iglesias: una, anterior al Concilio; la otra, fruto de éste. La Iglesia es una y la misma, tanto antes como después del Vaticano II. Ha habido ciertamente una adaptación de sus instituciones a las exigencias de los nuevos tiempos, pero ello no implica de ningún modo una Iglesia nueva. Hay que reconocer, sin embargo, que algunos aspectos de esta adaptación fueron más allá de la letra y de la mente del Concilio en nombre de un supuesto “espíritu conciliar” (que no es otra cosa que la hermenéutica de la ruptura). Por primera vez en décadas se reconoce que no todo ha sido ideal en la aplicación de las reformas conciliares y que, sin retroceder en los logros legítimos, se deben replantear algunas de ellas aplicando la hermenéutica de la continuidad. Ello se refleja especialmente en el empeño puesto por el Santo Padre en el actual movimiento de renovación litúrgica y el redimensionamiento de la noción del sacerdocio católico, cosas ambas íntimamente relacionadas entre sí (como lo demuestra el hecho de la indicción del año sacerdotal 2009-2010, proponiendo a San Juan María Vianney, el Santo Cura de Ars, como modelo de sacerdote, cuya vida está centrada en la misa y la administración de los sacramentos, es decir considerado ante todo como sacrificador y santificador).
Quizás el fruto más visible en este sentido sea el de la “reforma de la reforma” litúrgica. Es innegable que en la Iglesia se había llegado a cotas muy bajas en el respeto y la dignidad del culto divino, depauperado y desacralizado, conllevando algunas veces la puesta en tela de juicio de los dogmas católicos expresados en los ritos de la Iglesia. En realidad, la reforma litúrgica postconciliar había ido mucho más allá de lo que la constitución
Sacrosanctum Concilium realmente había establecido y permitía. El elemento de creatividad introducido en las celebraciones quebró la necesaria unidad de la liturgia y dio pie a toda clase de abusos. La nueva forma de la misa romana
(Novus Ordo), en sí misma ortodoxa y exenta de error (aunque menos rica y expresiva que la tradicional), fue manipulada de manera que en muchos casos dejó de expresar la fe católica, dejó de ser manifestación apta de la lex credendi. Por otra parte, el antiguo y venerable Misal tradicional fue indebidamente proscrito en la práctica (que no en la ley), generando ello una verdadera guerra litúrgica que nunca habría debido tener lugar, pero que provocó dolorosas situaciones y dramáticas escisiones entre los fieles al exasperarse los ánimos. Benedicto XVI quiso poner fin a este estado de cosas y promulgó el 7 de julio de 2007 su motu proprio
Summorum Pontificum, en el que se establecen claramente tres puntos fundamentales: 1) la liturgia romana constituye un solo rito bajo dos formas (ordinaria o moderna y extraordinaria o clásica), siendo ambas expresiones legítimas de la lex credendi de la Iglesia; 2) la forma extraordinaria o clásica del rito romano de la misa nunca fue abrogada y estuvo, en principio, siempre en vigor; 3) la forma ordinaria o moderna del rito romano está dotada de “riqueza espiritual y profundidad teológica”. Así pues, el Papa ha establecido la pax litúrgica, mediante la coexistencia pacífica de las dos formas del rito romano, que, incluso, pueden enriquecerse mutuamente. De hecho, el propio Romano Pontífice ha dado el ejemplo mediante la introducción en los oficios papales de elementos que contribuyen a un sentido más profundo de lo sagrado y a una mayor reverencia (celebración
ad Orientem, supresión de la comunión en la mano, belleza de los ornamentos y del mobiliario litúrgico, etc.). En esto ha sido un acierto indudable el nombramiento de Mons. Guido Marini como maestro de las ceremonias litúrgicas pontificias.

Otro aspecto relevante está dado por la importancia dada por el Santo Padre a la ilustración de los fieles en la doctrina católica. Y ello no sólo a través de sus grandes documentos (las encíclicas
Deus caritas est,
Spe salvi y
Caritas in veritate y la exhortación apostólica post-sinodal
Sacramentum caritatis), sino también de las alocuciones con motivo de las audiencias generales, en las que se revela su vocación de teólogo y su talento como maestro. De manera profunda y sencilla va desgranando cada miércoles, siguiendo el hilo de la Historia, los personajes y las ideas que han influido en la Iglesia. Este papa culto desea que sus hijos participen y se beneficien de la riqueza espiritual que da el conocimiento. Cada homilía suya es una página magistral de pensamiento religioso. Ningún otro pontífice dispone de un corpus bibliográfico anterior a su elección como el que posee Benedicto XVI. Y su actividad intelectual y científica prosigue en medio de sus responsabilidades universales para con la Cristiandad. Prueba de ello: su libro
Jesús de Nazaret, magnífico tratado de Cristología, cuya primera parte fue publicada en 2007. Este docto papa puede con justicia ser enumerado entre los grandes amigos del saber: un Gregorio Magno, un Nicolás V, un Pío II, un Benedicto XIV, un Pío XI y un Pío XII.
En el plano ecuménico destaca también Joseph Ratzinger por dos grandes logros: el regreso de un importante sector del Anglicanismo a Roma (organizado a través de ordinariatos personales) y la reanudación del diálogo con la Ortodoxia rusa (signo de buena voluntad del Papa fue el abandono del título de “patriarca de Occidente”). Benedicto XVI, sin abandonar la voluntad de acercamiento a las denominaciones de confesión protestante, está potenciando la unión con aquellas iglesias y comunidades que tienen más en común con el Catolicismo. Su ecumenismo no es irenista ni claudicante, pero sí caritativo y prudente. En relación con las otras religiones monoteístas, aunque ha habido tensiones puntuales, hay que destacar la habilidad del Romano Pontífice para sacar provecho de las mismas. Recuérdese la polémica de 2006 en torno a la lección magistral de Ratisbona, en la que, citando un texto referente a las relaciones de Bizancio y el Islam, insistió en la necesidad del empleo de la razón y no de la fuerza en el diálogo religioso. Se acusó al Papa de provocar a los musulmanes, pero al final el hecho fue que un nutrido grupo de intelectuales islámicos le dieron la razón y se inauguró una nueva etapa en el intento de comprensión mutua de ambas religiones. En lo que se refiere al hebraísmo, tres han sido los capítulos de queja: la modificación de la oración solemne de Viernes Santo por los judíos, la continuación del proceso para la beatificación de Pío XII (acusado injustamente de silencio cómplice del nazismo) y el levantamiento de la excomunión al obispo Williamson (partidario de las teorías revisionistas sobre el holocausto). Benedicto XVI aguantó estoicamente las tormentas mediáticas que se le vinieron encima y, con cordura, paciencia y energía, supo sacar provecho de las incómodas situaciones. El diálogo con los judíos no sólo sigue adelante (a pesar de las inevitables dificultades), sino que un buen sector de las asociaciones judías alrededor del mundo ha comenzado, por ejemplo, a manifestar su abierto rechazo a la propaganda maliciosa contra Pío XII, mostrando así que el sentir antipacelliano no es unánime, ni mucho menos, en la comunidad judía mundial (véase, si no, a este respecto la obra de la fundación judía Pave the Way).
Los desvelos del Papa por preservar y restaurar en lo posible la unidad de la Iglesia se pusieron de manifiesto especialmente en ocasión del levantamiento de las excomuniones en las que habían incurrido latae sententiae los cuatro obispos de la Fraternidad Sacerdotal de San Pío X (FSSPX) consagrados en 1988 por Monseñor Lefebvbre y que dieron lugar a una situación material de cisma. En carta del 10 de marzo de 2009, el Santo Padre anunció a los obispos del mundo entero esta decisión, que fue como una mano tendida generosamente a una porción de creyentes católicos con un no desdeñable clero que podía hacer mucho bien en plena comunión con la Iglesia. Ya se ha citado el caso concreto del obispo Williamson, que, debido a sus posturas revisionistas sobre el holocausto, hizo distraer el interés general de lo verdaderamente importante, que es la reconciliación interna de la Iglesia. Para evitar toda confusión o suspicacia y, a la vez, mostrar que el levantamiento de las excomuniones no era sino un primer gesto, al que debían seguir otros de parte también de los directamente interesados, Benedicto XVI reorganizó la Pontificia Comisión
Ecclesia Dei (PCED), haciéndola depender de la Congregación para la doctrina de la Fe, de modo que se viera claro que, una vez resuelta la cuestión litúrgica, quedaban por esclarecer problemas de índole doctrinal, especialmente en lo relativo a la recepción del Concilio Vaticano II. Dichos problemas debían discutirse bilateralmente entre representantes de la FSSPX y la PCED, como de hecho se están discutiendo en la actualidad. Ello podría y debería redundar en beneficio de toda la Iglesia, posibilitando una clarificación y mejor comprensión del Concilio (cuya legitimidad y vigencia en el marco de una hermenéutica de la continuidad son innegociables).

Benedicto XVI tiene un estilo completamente diferente al de su predecesor el venerable Juan Pablo II (con quien, sin embargo, estaba en gran sintonía). Karol Wojtyla, a fuer de buen actor, estaba convencido de que se debía a su público y se prodigaba a los fieles, multiplicando las audiencias, las apariciones en público, las grandes ceremonias multitudinarias y los viajes apostólicos. Fue tal el convencimiento que tenía de la necesidad de catequizar con su persona, que no se dio respiro ni aun a las puertas de la muerte. Joseph Ratzinger, en cambio, es consciente de sus limitaciones y de que su primer deber es cuidarse para poder seguir sirviendo a la Iglesia. Por eso prefiere dosificar sus intervenciones públicas, disminuyendo el ritmo de las audiencias y de los viajes apostólicos al que tenía acostumbrados a todos Juan Pablo II y reduciendo las capillas papales limitándolas a las principales festividades del calendario litúrgico y a las canonizaciones (las beatificaciones tienen lugar ahora en las diócesis donde se halla establecido el culto del nuevo beato y no en Roma). Lo curioso es que, contra los que afirmaban que el papa Benedicto no era carismático y profetizaban unas relaciones frías y distantes con su auditorio, el hecho es que despierta también el entusiasmo de éste, al que se ha sabido ganar, no con la campechanía, las tablas y el gran sentido del espectáculo de su predecesor, sino con su tímida modestia y gran amabilidad. Tímido era también Pablo VI pero solemne; por eso no concitaba la euforia de las masas. Ratzinger, como buen hijo del pueblo de Baviera, es, en cambio, mucho menos formal, lo cual le da ventaja a la hora de conectar con aquéllas.
Dejamos para el final el tristísimo asunto que ha empeñado este quinto aniversario de la elección de Benedicto XVI: el de la pederastia y los abusos sexuales por parte de algunos miembros del clero. Se trata de un fenómeno terrible que fue objeto en el pasado de un tratamiento no siempre adecuado por parte de los responsables del gobierno en la Iglesia, incluyendo cardenales y obispos. Algunos llegan a incluir en esta consideración al mismo papa Juan Pablo II, que se mostró siempre escéptico acerca de estas imputaciones. Pero esto tiene su explicación: el papa Wojtyla conocía los métodos de los comisarios comunistas, que atribuían falsamente a los sacerdotes y religiosos toda clase de aberraciones sexuales para intentar desprestigiar al clero católico a los ojos del pueblo. Por tal motivo no era propenso a creer en acusaciones del género, especialmente si se dirigían contra personas que él creía por encima de toda sospecha y víctimas de envidias y afanes de revancha, como el P. Marcial Maciel, fundador de los Legionarios de Cristo, a quien el papa Juan Pablo protegía y favorecía. Precisamente, hacia finales de su pontificado fue cuando el entonces cardenal Ratzinger, alarmado por la consistencia que empezaban a adquirir las denuncias contra el P. Maciel, quiso actuar en consecuencia y obtuvo la autorización del Papa para reabrir su proceso (que había sido abierto y archivado por falta de pruebas). A la sazón, en 2001, el prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe había acertadamente unificado la legislación y los criterios para tratar los casos contemplados bajo el nombre genérico de
crimen sollicitationis. Ya como Benedicto XVI fue quien sentó en la Iglesia el principio de “tolerancia cero” para este tipo de conductas. Su ejecutoria al respecto ha sido, pues, siempre impecable y sólo se explica el escándalo mediático en torno a su persona por una obscura voluntad de desprestigio personal. El Papa ha dado sobradas muestras de su honda sensibilidad frente a la desgracia de las víctimas y al escándalo de los fieles suscitados por las abominables conductas de sacerdotes y religiosos indignos. Su alocución a los obispos estadounidenses, su carta a los católicos de Irlanda y su encuentro con afectados durante su estancia en Malta son pruebas clarísimas de su compromiso con la verdad, la justicia y la caridad.
Podríamos abordar muchos otros puntos del ya rico pontificado de Benedicto XVI, pero con lo dicho basta para esbozar un balance francamente positivo. Sólo añadamos el valiente acto por el que proclamó venerable en diciembre del año pasado a Pío XII (juntamente con Juan Pablo II). La Iglesia Católica tiene un timonel que ha sabido salvar su nave de los más peligrosos escollos y que, a pesar de las tempestades, la llevará a buen puerto. Tenemos un papa santo, sapiente y sabio, un don que Dios, en su misericordia, ha querido ofrecernos a sus hijos. Deber nuestro de piedad filial es rezar para que nos lo conserve muchos años, le dé la fuerza necesaria para conjurar la adversidad y las insidias de sus enemigos y la gracia de la perseverancia hasta el fin. No sabemos los misteriosos designios que tiene el Señor sobre este Vicario suyo a quien el enigmático san Malaquías atribuye el lema
“De gloria olivae”, cuyo significado parece aludir al martirio. En todo caso, si no mártir material, Joseph Ratzinger es ya como aquello en lo que el venerable Pío XII, siendo niño, soñaba en convertirse: un “mártir sin clavos”. Benedicto XVI atraviesa su personal Getsemaní casi desde el día mismo de su aceptación de la máxima responsabilidad que puede recaer en un hombre en este mundo. Que la Santísima Virgen, Madre de la Iglesia, a cuya imagen sagrada de Alttöting solía ir a venerar piadosamente en su Baviera natal, lo sostenga y lo proteja.
