En esta segunda parte de nuestra serie sobre la actual situación del latín en el ámbito eclesial hemos querido reproducir las páginas que el gran teólogo Romano Amerio dedica a la cuestión en su inestimable libro Iota unum, texto de referencia para quien quiera comprender el período postconciliar. Con su habitual maestría expone primero las razones por las cuales convenía que el latín se conservase en el uso de la Iglesia –como, por otra parte, quería el Concilio– para, a continuación poner el dedo en la llaga de lo que sucedió en la práctica. Ello explica cómo se llegó al punto que denunciaban los latinistas salesianos PP. Pavanetto y Amata, cuyas palabras reproducíamos la semana pasada. Hemos prescindido de las notas y de ciertos apartados más técnicos del Prof. Amerio para dar ligereza al discurso y por no ser necesarios a la comprensión del mismo. También se ha omitido la numeración de los capítulos y apartados en pro de la homogeneidad del tema. De todos modos, para quien esté interesado, la versión íntegra en Iota unum puede consultarse en el vínculo de esta obra en este mismo blog. Conviene hacer notar que, aunque escrito hace ya un cuarto de siglo, todo lo que se dice sobre el latín mantiene una triste actualidad, que esperemos haya empezado ya a disiparse merced a la reforma del papa Benedicto y a la actitud de apertura a ella por parte del clero joven y laicos en los que no pesen los lastres del pasado inmediato.
ROMANO AMERIO HABLA SOBRE EL LATÍN
Y LA DESLATINIZACIÓN EN LA IGLESIA
La reforma litúrgica
Siendo uno el objeto real y múltiple la aprehensión subjetiva, la primera manifestación de la mentalidad conciliar fue el abandono de la unidad en beneficio del pluralismo; y puesto que la Iglesia latina tuvo casi desde el principio unidad de idioma en el uso del latín, el espíritu pluralista rompió preliminarmente la unidad idiomática proclamando el abandono del latín como lengua propia de la Iglesia.
La supresión del latín de la liturgia contradice en primer lugar el artículo 36 de la constitución conciliar sobre liturgia, que ordenaba: "Lingua latinae usus in ritibus latinis servetur". Sin embargo, dicho uso se restringió desde el principio a la recitación del Canon, y fue luego totalmente abrogado con la vulgarización integral de la Misa. Contradice la Mediator Dei de Pío XII, que reafirmaba "las serias razones de la Iglesia para conservar firmemente la obligación incondicionada para el celebrante de usar la lengua latina". Contradice la Veterum sapientia de Juan XXIII: "Que ningún innovador se atreva a escribir contra el uso de la lengua latina en los sagrados ritos (...) ni lleguen en su engreimiento a minimizar en esto la voluntad de la Sede Apostólica" (ver § 32). Contradice finalmente la carta apostólica Sacrificium laudis de Pablo VI mismo contra la deslatinización, la cual "no sólo atenta contra este manantial fecundísimo de civilización y contra este riquísimo tesoro de piedad, sino también contra el decoro, la belleza y el vigor originario de la oración y de los cantos de la liturgia".
No observaré, como fue observado y con verdad, que la exterminación del latín contradice también al espíritu democratizador que informa al mundo contemporáneo y, por acomodación, a la Iglesia. Este espíritu mira a la elevación cultural de las multitudes, mientras en el abandono del latín se respira una especie de desprecio hacia el pueblo de Dios, considerado indigno por su crasitud de ser elevado a la percepción de valores excelentes, incluso poéticos; y condenado por el contrario a abandonar esos mismos valores.
Latinidad y popularidad en la liturgia
Suele objetarse que en el rito latino el pueblo estaba desvinculado de la acción de culto y faltaba esa participación activa y personal constituida en intención de la reforma. Pero contra dicha objeción milita el hecho de que la mentalidad popular estuvo durante siglos marcada por la liturgia, y el lenguaje del vulgo recogía del latín cantidad de locuciones, metáforas, y solecismos. Quien lee esa vivísima pintura de la vida popular que es el Candelaio de Giordano Bruno se sorprende del conocimiento que los más bajos fondos tenían de las fórmulas y de los actos de los ritos sagrados: no siempre (es obvio) en la semántica legítima, y a menudo llevados a sentidos deformes, pero siempre atestiguando el influjo de los ritos sobre el ánimo popular. Por el contrario, hoy tal influencia se ha apagado del todo y el lenguaje toma sus formas de otros campos, sobre todo del deporte. El más importante fenómeno lingüístico por el cual quinientos millones de personas han cambiado su lenguaje de culto, no ha dejado hoy la más mínima sombra en el lenguaje popular.
Los valores de la latinidad en la Iglesia. Universalidad
No queremos aquí retroceder hasta la Auctorem fidei de Pío VI, que reprobó la propuesta del Sínodo de Pistoya de realizar los ritos en lengua vernácula (Denzinger, 1566). No nos extenderemos ni siquiera sobre la doctrina de Rosmini en Cinque piaghe, cuando consideraba que el justo remedio a la desvinculación del pueblo de la acción sagrada no residía (como hoy erróneamente se le atribuye) en la abolición de la lengua latina, sino en el desarrollo de la instrucción vital del pueblo fiel.
Si decimos que el latín es connatural a la religión católica, ciertamente no nos referimos a una connaturalidad metafísica coincidente con la esencia de la cosa misma (como si el catolicismo no pudiese subsistir sin el latín), sino a una connaturalidad histórica: un hábito adquirido históricamente por una peculiar aptitud y conveniencia que el idoma latino tiene con la religión. El catolicismo nació, por así decirlo, aramaico; fue durante mucho tiempo griego; se hizo pronto latino, y el latín se le hizo connatural. De entre las muchas adaptaciones posibles de un lenguaje a la religión, la connaturalidad histórica es la que mejor responde a las propiedades de ésta, modelándose perfectamente sobre los caracteres de la Iglesia.
En primer lugar la Iglesia es universal, pero su universalidad no es puramente geográfica ni consiste, como se dice en el nuevo Canon, en estar difundida por toda la tierra. Dicha universalidad deriva de la vocación (están llamados todos los hombres) y de su nexo con Cristo, que ata y reúne en Sí a todo el género humano. La Iglesia ha educado a las naciones de Europa y creado los alfabetos nacionales (eslavo, armenio), dando origen a los primeros textos escritos. En consonancia con la accion civilizadora de los Estados europeos, ha educado a las naciones de Africa. Sin embargo, no puede adoptar el idioma de un pueblo particular, perjudicando a los demás. A pesar de la disgregación postconciliar, a la Iglesia católica parece escapársele lo mucho que la unidad de la lengua aporta a la unidad de un cuerpo colectivo: no ocurre así con el Islam, que usa en sus ritos el paleoárabe incluso en los países no árabes; ni con los hebreos, que usan para la religión el paleohebraico; tampoco se les escapa a los Estados que han alcanzado después de la guerra su unidad nacional, pues ninguno de ellos ha adoptado como lengua oficial una de las lenguas nacionales, sino el inglés o el francés, lenguas de sus colonizadores y civilizadores.
En segundo lugar, la Iglesia es substancialmente inmutable, y por ello se expresa con una lengua en cierto modo inmutable, sustraída (relativamente y más que cualquier otra) a las alteraciones de las lenguas usuales: alteraciones tan rápidas que todos los idiomas hablados hoy tienen necesidad de glosarios para poder entender las obras literarias de sus primeros tiempos. La Iglesia tiene necesidad de una lengua que responda a su condición intemporal y esté privada de dimensión diacrónica. Ahora bien, siendo imposible que una lengua de hombres escape al devenir, la Iglesia se acomoda a un lenguaje que elude cuanto es posible la evolución de la palabra. Hablo en términos prudentes porque, coincidiendo el devenir con la vida de un idioma, sé bien que también el latín de la Iglesia va cambiando con el correr del tiempo. Incluso prescindiendo de la presente decadencia de la latinidad, tanto profana como eclesial, basta confrontar las encíclicas del siglo XIX con las de los últimos pontificados para advertir la diferencia.
Inmutabilidad relativa. Carácter selecto del idioma latino
En conclusión, los caracteres del latín de la Iglesia se fundan en una supra-historicidad que instaura, más que impide, la comunicación entre los hombres, del mismo modo que el elemento de la vida sobrenatural instaura, más que impide, la comunión de todos aquéllos que participan de la naturaleza humana. Lorenzo el Magnífico, discurriendo de las diversas excelencias de las lenguas, atribuye la universalidad del latín a la "prosperidad de la fortuna". No hace falta creer con los medievales que, al igual que el Imperio, así la lengua de Roma haya estado establecida "por lugar santo, donde mora el que a Pedro ha sucedido" (Dante: Inf. II, 23-24). Se puede rechazar tal sentencia y no desconocer sin embargo la eminencia y el idiotropion de la latinidad de la Iglesia.
No conviene concluir este discurso sin recordar que el latín constituía hasta hace poco tiempo la más vasta koiné [lengua común] del mundo de la cultura. Si espíritus de renuncia y de flaqueza no hubiesen frustrado la restauración ordenada por Juan XXIII, esta koiné podría haberse conservado dentro de la Iglesia Católica en la enseñanza, en los ritos y en el gobierno. Mayor fuerza moral que la Iglesia mostraron esos gobiernos civiles de nuestra época que consiguieron imponer a poblaciones enteras una lengua desconocida o extraña para ellos: así ocurrió en Israel, que hizo nuevo el antiguo idioma, en la República Popular China y en muchos Estados africanos.
Derrota absoluta del latín
Este aspecto de rebajamiento religioso y del culto es sin embargo pasado por alto por el Consilium para la ejecución de la reforma litúrgica en la Instrucción de septiembre de 1964. Con el habitual estilo serpénteo se prescribe que la recitación del Oficio divino en el coro se haga siempre en latín, pero inmediatamente después se abre la vía a las dispensas; y la razón de las dispensas es que "el uso de la lengua latina constituye para algunos un grave impedimento para la recitación del oficio divino". Por tanto, según ese documento el latín no solamente es superfluo y anticuado, sino que directamente impide la oración. Sin embargo el Concilio, tratando de los estudios eclesiásticos, ordenaba aprender el latín necesario (decía) para comprender los documentos de la Iglesia (Optatam totius, 13).
La inmensa calamidad provocada por la Iglesia con el rechazo del latín y del gregoriano fue percibida y luctuosamente deplorada en un memorable discurso de Pablo VI (OR, 27 de noviembre de 1969). Sin embargo, la gravedad de la desgracia no pude prevalecer sobre las esperadas ventajas de la deslatinización, ni desligarla de la reforma, ni detenerla en su precipitada realización, ni siquiera moderar mediante la antigua sabiduría romana sus efectos más funestos y malhadados. El Pontífice, por tanto, tratando del paso a la lengua hablada (como dice impropiamente, ya que el latín era lengua hablada, y en modo eminente, en la liturgia), reconoce ser la renuncia al latín "un gran sacrificio" y lamenta agudamente la ruptura de la tradición. El nuevo rito rechaza la antigüedad transmitida durante siglos para aferrarse fragmentariamente a lo antiguo que no fue transmitido, y así separa a unas generaciones de cristianos de otras. Tampoco se le escapa al Papa la inestimable riqueza de la latinidad litúrgica. "Perdemos, de este modo, el lenguaje de los siglos cristianos, nos convertimos casi en unos intrusos y profanos en el recinto literario del lenguaje sagrado, perderemos incluso gran parte del estupendo e incomparable tesoro artístico y espiritual que es el canto gregoriano. Tenemos, pues, motivos para lamentarnos y hasta turbarnos. ¿Con qué sustituiremos esta lengua angelical? Se trata de un sacrificio de inestimable valor". El Papa dice que el latín "debería traer a nuestros labios la oración de nuestros antecesores y de nuestros santos, y ofrecernos la seguridad de que permaneceremos fieles a nuestro pasado espiritual que continuamente actualizamos para transmitirlo después a las generaciones futuras". Pero si lo hacían actual (se puede observar) cae la necesidad de la reforma, que se dice introducida para actualizar la liturgia. "En esta coyuntura conocemos mejor el valor de la tradición": estas palabras del Papa pueden querer decir solamente que comprendamos mejor, en el momento de abandonarla, que el valor de la tradición es menor de lo que pensábamos.
Finalmente el Pontífice justifica el abandono de todos estos inestimables valores. Este precio merece ser pagado porque "vale mucho más entender el contenido de la plegaria que conservar los viejos y regios ropajes con los que se había revestido; vale mucho más la participación del pueblo, de este pueblo moderno ávido de la palabra clara, inteligible, traducible a la conversación profana". Y cita I Cor. 14, 19: "pero en la Iglesia quiero más bien hablar cinco palabras con mi inteligencia, para instruir también a otros, que diez mil palabras en lenguas".
EL PROBLEMA CON EL LATIN,EL GRIEGO,EL CANTO GREGORIANO,LA LITURGIA CLASICA ES QUE NO HA BAJADO A CADA DIOCESIS EN FORMA DE COMISION,INSTITUTO,EQUIPO PROMOTOR DIOCESANO.SI SE DEJA TODO A LOS OBISPOS PUES AMEN.O COMO DICEN:apaga y vamonos.
ResponderEliminarMuy justa apreciación. Y además está la pereza y la indolencia de los buenos, quizás más perniciosa que la abierta oposición de los otros.
ResponderEliminaro latim é necessário. é um alingua que nos leva até deus. faz falta o latim nas igrejas e em nós mesmos. amar o latim é amar a santidade... amar a tradição da santa igreja católca apostólica romana!
ResponderEliminarabraço,
olga