viernes, 12 de febrero de 2010

El esplendor del Renacimiento en Valencia de manos del papa Borgia

La Caída de Constantinopla, punto crucial en la
historia de la Cristiandad y tránsito de épocas


Desde la caída de Constantinopla el 29 de mayo de 1453 el avance islámico constituía una amenaza inmediata para la Cristiandad. La cruzada contra el Turco fue una constante preocupación de los sucesivos papas de la segunda mitad del siglo XV, empezando por el humanista Nicolás V (1447-1555), que la predicó para liberar a la antigua capital bizantina del yugo otomano. La convocatoria del valenciano Calixto III (1455-1458) permitió la liberación de la asediada Belgrado (Nándorfehérvár en antiguo húngaro), puerta del reino de Hungría ambicionado por el sultán Mehmet II. Este triunfo de las armas cristianas (del que queda recuerdo hoy en el toque del ángelus) se debió a la predicación de san Juan de Capistrano y del legado papal Juan de Carvajal, así como al empuje militar del rey magiar Juan Húnyadi. Pío II (1458-1464) se prodigó en su afán de cruzada, apoyando al héroe albanés Jorge Castriota, llamado Skanderbeg, cuyo único aliado seguro era el rey de Aragón y Nápoles Alfonso el Magnánimo. El gran Eneas Silvio murió en Ancona, a punto de embarcarse en la flota pontificia y decepcionado por la escasa respuesta de los príncipes cristianos a su llamado. Bajo su sucesor Pablo II (1464-1471) no pudo llevarse adelante la causa de la cruzada por la sospecha de herejía que recaía sobre el rey de Bohemia Jorge de Poděbrady, el único del que se podía esperar un auxilio efectivo.

La corte de Sixto IV, príncipe renacentista
y, a la vez, preocupado por la Cruzada


La frustración por el poco empeño contra el Turco hizo plantearse a Sixto IV (1471-1484) la necesidad de una predicación de la cruzada a gran escala, comprometiendo seriamente en ella a los príncipes de la Cristiandad. Así, en el consistorio del 23 de diciembre de 1471 nombró a este fin cinco legados pontificios: el cardenal Bessarión que sería enviado a Francia, Borgoña e Inglaterra; el cardenal Rodrigo de Borja, a Castilla y Aragón; el cardenal Capránica, a los principados italianos; el cardenal Barbo, a Alemania, Hungría y Bohemia, y el cardenal Carafa, a Nápoles, de donde debía partir la escuadra que él comandaría. Bessarión fracasó en su cometido al encontrarse Francia y Borgoña enfrentadas e Inglaterra enfrascada en la Guerra de las Dos Rosas. De los principados italianos, sólo Venecia se mostró receptiva, aun cuando fuera en propio interés (pues su comercio en el Mediterráneo oriental peligraba). La legación de Barbo fue tan brillante como nula en resultados efectivos. España tenía la cruzada en casa. Nápoles sí se comprometió, al igual que Venecia. La iniciativa del Papa no obtuvo la general acogida que se esperaba.

El momento histórico no era el más adecuado, ya que en esta época se hallaba en plena gestación el Estado moderno, nacional y centralizado, y los soberanos europeos se hallaban enfrascados en la consolidación de su poder y en sus manejos políticos. No les entusiasmaba, pues, la idea de cruzada (que otrora había llevado a sus mayores a Tierra Santa), también porque ello implicaba el pago de subsidios y esto significaba la merma del tesoro regio y la dependencia de los parlamentos y la nobleza. En los territorios del Imperio, los más interesados en el asunto por ser los que más en peligro estaban de una invasión turca, reinaba la discordia sin que el débil emperador Federico III fuera capaz de aunar las voluntades. Además, los príncipes germánicos, tanto seculares como eclesiásticos, se mostraban renuentes a la hora de pagar nuevos tributos. Con todo, Sixto IV consiguió reunir una flota de ochenta y dos galeras que se hizo a la mar, pero que acabó disolviéndose un año más tarde debido a las disensiones entre venecianos, napolitanos y pontificios. El único logro de la expedición fue pacificar a los Caballeros de Rodas, que se hallaban divididos, lo cual permitió que pudieran resistir en su isla hasta 1522.


El cardenal Rodrigo de Borja representado por Botticelli
(a la derecha) en El castigo de Coré (Capilla Sixtina)

Aquí nos interesa la legación del cardenal Rodrigo de Borja a los Reinos Hispánicos, aunque no precisamente por su propósito principal, sino por una circunstancia del todo colateral, pero que constituye un hito importante y hasta hace poco desconocido en la Historia del Arte en España. Diremos tan sólo que la visita del legado de Sixto IV fue recibida con todos los honores por Isabel de Castilla y Fernando de Aragón (que entonces aún no ostentaban el poder). Y es que el sobrino de Calixto III venía a traerles la ansiada convalidación papal de su matrimonio, irregular por vicio de parentesco (los príncipes eran primos en grado prohibido por la ley canónica). Se dio, pues, al arzobispo de Toledo las facultades necesarias para proceder a la sanatio in radice de su unión conyugal, lo cual, a la larga, fue determinante para la unidad peninsular. En cuanto al cometido de la predicación de la cruzada y la recaudación de los diezmos de los eclesiásticos no tuvo el cardenal demasiado buena fortuna, pues recabó una cifra inferior a la que reclamaba el Romano Pontífice. Desde el punto de vista estrictamente religioso, en cambio, puede decirse que la legación fue fructífera, ya que Rodrigo de Borja presidió la asamblea de obispos en Madrid de 1472 y asistió al concilio provincial de Aranda de Duero de 1473, pudiendo ambas reuniones considerarse como antecedentes de la reforma cisneriana, que anticipó Trento en España.

Por lo que hace a nuestro tema, hay que decir que el cardenal legado había partido de Roma a mediados de mayo de 1472, desembarcando en Valencia el 18 de junio siguiente. Debe recordarse que Rodrigo de Borja no sólo era valenciano de nacimiento (natural de Játiva), sino obispo valentino desde que fuera preconizado en 1458 por su tío Calixto III (que lo había creado cardenal en 1456), aunque no recibió las sagradas órdenes y la consagración episcopal hasta 1471. De allí su interés por detenerse en tierras levantinas (visitaría dos veces su ciudad natal en el curso de este viaje, siendo recibido con todos los honores por el capítulo colegial y el pueblo). Su séquito era fastuoso, como correspondía al gran príncipe renacentista que ya era. En él venían algunos artistas, entre los cuales destacaban tres: el emiliano Paolo di San Leocadio (1447-1520), el napolitano Francesco Pagano o Neapoli (activo aún en 1506) y el siciliano Riccardo Quartararo (1443-1506), conocido este último como el Mestre Riquart. Con ellos quiso el cardenal-obispo introducir el Renacimiento italiano en España, encomendándoles la decoración al fresco de las paredes de la capilla mayor de la Seo, que había resultado seriamente dañada en 1462 por un incendio, en el que perecieron las pinturas del siglo XV de gusto hispano-flamenco.


Angeli musicanti de Melozzo da Forlì para
la basílica romana de los Doce Apóstoles


Firmado el contrato (cuyo original se conserva en el archivo catedralicio) entre el cardenal y el cabildo por un lado, y Paolo di San Leocadio y Francesco Pagano (Quartararo no vuelve aparecer) por el otro el 26 de julio de 1472, se iniciaron de inmediato los trabajos, para terminar los cuales se dio un plazo de seis años. La bóveda de la capilla mayor es septipartita, es decir, dividida por siete nervaduras que parten desde el punto de arranque, formando siete entrepaños, que eran los que tenían que decorar los pintores. La obra fue, en su mayor parte, ejecutada por San Leocadio y sin duda, una vez acabada en 1481, suscitaría la admiración general, siendo la primera gran expresión de la pintura renacentista en España. Consistió en una serie de ángeles músicos distribuidos en los entrepaños de la bóveda y otra de apóstoles bajo las ventanas. Es curioso que contemporáneamente en Roma, en la basílica de los Doce apóstoles, realizó un trabajo semejante Melozzo da Forlì, pictor papalis al servicio de Sixto IV, que decoró su ábside con la misma disposición de ángeles y apóstoles. Tanto Melozzo como San Leocadio habían sido influenciados por Andrea Mantegna, lo cual queda patente en sus frescos respectivos.

Desgraciadamente, el paralelo entre la obra de uno y la del otro puede trazarse también por lo que respecta a la suerte corrida por ellas, siendo la del ábside de Melozzo la más trágica, puesto que, con motivo de una remodelación de la basílica romana en 1711, aquél fue destruido, aunque al menos se salvaron parcialmente los frescos, al separarlos de su soporte arquitectónico y dividirlos en 16 fragmentos, que se pueden admirar en la Pinacoteca Vaticana (excepto uno de ellos que se conserva en el Museo del Prado). En cuanto a la bóveda valenciana, el arzobispo Luis Alfonso de los Cameros (imagen) decidió la transformación barroca del altar mayor, encomendándola al arquitecto Juan Pérez Castiel, el cual trabajó en ello entre 1674 y 1682, exactamente dos siglos después de la ejecución de los frescos de Paolo di San Leocadio. Éstos, a diferencia de los de Melozzo, no fueron removidos, sino que quedaron cubiertos por una obra de mampostería sobrepuesta a modo de segunda bóveda sobre la original gótica, que hizo que se perdiera el recuerdo de su existencia. Esta circunstancia fue providencial porque durante más de trescientos años quedaron al abrigo de la degradación y de los avatares iconoclastas de la persecución religiosa.

El 22 de junio de 2004, cuando aún no se habían apagado los ecos del quinto centenario del papa Alejandro VI (1503-2003), en el curso de unos trabajos de restauración en la Seo por encargo de la Conselleria de la Cultura de la Generalitat Valenciana a través de la Fundación La Luz de las Imágenes, salieron a la luz los maravillosos frescos renacentistas que aquél había encargado como cardenal legado. Fue esa una fecha digna de figurar en los anales de la cultura humana, semejante a la conmoción que produjo en la Roma de Julio II el descubrimiento del Laocoonte. Convenientemente restaurados por los mismos especialistas que los descubrieron, desde 2007 pueden ser vistos por el público. Desde ROMA AETERNA recomendamos vivamente la visita a la catedral valentina, que, al atractivo de hallarse en ella la importantísima reliquia del Santo Cáliz, añade ahora el de contener una de las más importantes manifestaciones artísticas del Renacimiento, huella duradera del paso de Rodrigo de Borja, que pasaría a la Historia envuelto en las brumas de una leyenda malévola aunque la verdad es que fue uno de los grandes protagonistas del difícil tránsito entre la Edad Media y los tiempos modernos. Los magníficos ángeles de la Seo de Valencia bastan para cimentar su intuición de mecenas y de gran señor y para hacer olvidar los venenos, las simonías y los incestos que se han relacionado injustamente al nombre de esa gran dinastía valenciana que supo conquistar Roma: los Borgia.


Borgia: un nombre glorioso
del Renacimiento



EL CIELO EN LA CATEDRAL

La bóveda antes de la restauración
con el añadido barroco


Estado en que fueron descubiertos los frescos


Ángel con trompeta


Ángel agitando la pandereta


Ángel pulsando la cítara


Ángel percutiendo la dulcema


Ángel tañendo el órgano


Ángel pulsando la viola de mano


Ángel tocando la viola de arco


Ángel rasgueando el arpa


Ángel pulsando el laúd


Ángel tocando la chirimía


Ángel tocando la flauta doble


Ángel tocando trompeta


La bóveda en su actual esplendor

Ilustraciones: © Cabildo metropolitano de Valencia

1 comentario:

  1. Gracias a Roma Aeterna y al Cabildo por poner a disposición de todos tan estupendas fotografías. Son una maravilla.

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