lunes, 2 de noviembre de 2009

La tradición antigua de la conmemoración de los fieles difuntos



La conmemoración de los difuntos

Del cuerpo al alma

Por Carlos Carletti


El origen de la conmemoración anual del 2 de noviembre dedicada a los difuntos data del final del primer milenio en el ámbito del monacato benedictino cluniacense. En efecto, fue en el año 998 cuando Odilón de Mercoeur, quinto abad de Cluny (ca 961-1049), dispuso la inserción en el calendario litúrgico cluniacense de una conmemoración para los difuntos “de todo el mundo y de todos los tiempos” a celebrarse el segundo día del mes de noviembre: “Se decreta por mandato de nuestro padre Odilón, a pedido y con el consenso de todos los hermanos cluniacenses, que como en todas las iglesias de Dios en todo el mundo se celebra la festividad de Todos los Santos el primero de noviembre, así entre nosotros sea celebrada la conmemoración de todos los difuntos de este modo: en el día de Todos los Santos, después del capítulo, el decano y el despensero harán una limosna de pan y de vino a todos los pobres que se presentarán, como en la cena del Señor; (…) el mismo día, después de vísperas, se tañerán las campanas y se celebrará el oficio de difuntos; la misa matutina (la del 2 de noviembre) será oficiada solemnemente y con tañido de campanas; serán celebradas misas en privado y públicamente por el reposo de las almas de todos los fieles y se ofrecerá comida a doce pobres” (Statutum sancti Odilonis de defunctis, Migne, PL, 142, col. 1037-1038). La extensión a la Iglesia universal de esta conmemoración parece remontarse al Ordo Romanus del siglo XIV, en el que el 2 de noviembre está indicado como “anniversarium omnium animarum” (Ildefonso Schuster, Liber Sacramentorum, IV, Torino 1932, pág. 85).

En la Antigüedad –sea entre los paganos que entre los cristianos– la conmemoración de los difuntos seguía coordenadas temporales diferentes, circunscritas al ámbito privado y más precisamente doméstico. El calendario era movible porque correspondía al aniversario de los difuntos individuales, que para los paganos era el día del nacimiento (dies natalis) y para los cristianos era el de la muerte, también definido dies natalis, pero entendido –con “deslizamiento semántico”– como el nacimiento a la vida eterna. La celebración en Roma de los parentalia, como evento público celebrato entre el 13 y el 21 de febrero, no substituye a la práctica secular de las conmemoraciones gentilicias y familiares (parentatio), sino que la integra, haciendo partícipe de ella a toda la comunidad a través de una serie de rituales que preveían la visita a los sepulcros –sobre los cuales se esparcían flores (rosalia, violatio)– y, sobre todo, la consumición de una comida “comunitaria”, reservada a los parientes y amigos del difunto, que tenía lugar el 22 de febrero (caristie).

La ofrenda de flores y la celebración del convite son expresamente recordadas en una inscripción ravenesa del siglo III secolo: un colegio funerario dona una suma para la celebración anual, pero pone la condición (“sub hac condicione”) que "cada año se esparzan rosas sobre el sepulcro y que allí (o sea, junto al sepulcro) se desarrolle el banquete: quotannis rosas ad monumentum ei spargant et ibi epulentur” (Corpus Inscriptionum Latinarum, XI, 132). En Roma, de modo semejante, un difunto llamado Caius Turius Lollianus, hablando en primera persona a través de su epitafio, pide a los colegas de su corporación (“peto vobis collegae”), que el 12 de marzo –día de su nacimiento– se destinen sumas adecuadas para la celebración: 25 denarios por los parentalia, 11 denarios y medio para la compra de las rosas (Corpus Inscriptionum Latinarum, VI, 9626).

Parentalia

Una vívida y realista "instantánea" de estos ritos funerarios es la que se lee en una inscripción pagana en verso de Safatis en la Mauretania Caesarensis (hoy Aïn el Kebira en Argelia). Se trata de la crónica de un banquete fúnebre celebrado para honrar la memoria de una querida pariente, Aelia Secundula, madre de la que dedica oficialmente la inscripción, una cierta Estatulenia Julia (Corpus Inscriptionum Latinarum, VIII, 20277): "En memoria de Elia Secundula. Todos nosotros hemos ya provisto que se disponga lo necesario para el rito funerario sobre el altar de nuestra madre Secundula, que aquí yace. Hemos cuidado que se prepare la mesa de piedra, en torno a la cual recordar sus numerosas obras virtuosas, mientras son dispuestos y ofrecidos alimentos y cálices y manteles para cubrir la mesa, a fin de que pueda cicatrizar la cruel herida que lacera nuestro corazón cuando en las horas tardías evocamos de buena gana los recuerdos y las alabanzas de nuestra buena y piadosa madre, nuestra dulce viejecita. Vivió setenta y cinco años. En el 260 de la provincia Estatulenia Julia lo hizo”. Este banquete estrechamente doméstico –como lo indica la dedicatoria supletoria “los hijos a su dulce madre” que se obtiene de la lectura secuencial de las letras iniciales (acróstico) y las finales (teléostico) de cada línea– tuvo lugar el año 260 de la era local de la Mauritania (que comienza el 39 de la era cristiana), correspondiente al año consular 299. Es obvio imaginar que alrededor de la mesa estuvieran los klinai ("divanes triclinares"), sobre los cuales se colocaban recostados los comensales, los cuales se entretenían hasta tarde recordando las virtudes de la “viejecita” (vetula) y los acontecimientos que marcaron su vida: “in qua magna eius memorantes plurima facta (...) libenter fabulas dum sera reddimus hora / castae matri bonae laudesque”.

La inscripción de Aelia Secundula debe ser puesta en relación con un mosaico funerario escrito que se halla sobre una mensa inserta en el centro de un diván triclinar en la acostumbrada forma de medialuna (sigma): la construcción fue realizada hacia finales del siglo IV, en la vasta área funeraria de Matarés, próxima a la ciudad de Timgad en la Mauretania Caesarensis (hoy Argelia). Sobre el fondo del epígrafe –en conexión con la funcionalidad de una construcción destinada a banquetes– se rerpresenta un variado y realista “muestrario” de fauna marina más que apetitoso, en el que se distinguen fácilmente: un serrano, una breca, una sardina, una langosta y un mero. La inscripción, mientras representa la realidad de un banquete funerario, muestra en términos inequívocos la identidad de los que encargaron la inscripción en la fórmula inicial “in Chr(isto) Deo, pax et concordia sit convivio nostro”: "En (el nombre) de Cristo Dios, la paz y la concordia reinen en nuestro banquete” (L'Année épigraphique, 1979, n. 682).

La concordia y la pax evocadas en el mosaico de Timgad (foto) hacen de inemdiato recordar un extraordinario (entre otras cosas, por su excepcional estado de conservación) complejo figurativo-epigráfico del cementerio romano de los santos Marcelino y Pedro en la Vía Labicana. Se trata de escrituras trazadas a pincel que acompañan y “dan voz” a una serie de personajes representados mientras participan de un banquete, se diría que con alegre compostura. Los convidados (sólo hombres), reclinados en los divanes triclinares, piden “de beber” a las esclavas (sólo mujeres) llamándolas siempre con los nombres de Irene y Ágape: “Agape misce nobis” ("Ágape, escáncianos”), “Irene por(ri)ge calda” ("Irene, pon agua caliente") (Inscriptiones Christianae Urbis Romae, VI, 15942-1594). La repetición doce veces de los mismos nombres (Ágape e Irene) induce legítimamente a suponer que estas formas onomásticas –por otra parte muy difundidas en la Antigüedad tardía– revisten la doble función de designar (genéricamente sin embargo) a las servidoras y al mismo tiempo de evocar los conceptos expresados en los dos nombres, es decir “paz” y “caridad”. Los comensales se dirigen a las esclavas con expresiones típicamente conviviales que, aunque elípticas, permiten descifrar el tipo y la calidad de la bebida consumida: la mención del adjetivo substantivado “calda” (síncope por calidam) traduce exactamente la práctica habitual de los romanos, que bebían vino rebajado con agua caliente o fría, mezcla que, en el lenguaje común, era denominada justamente mixtio, como indica, por ejemplo, un grafito pompeyano (Corpus Inscriptionum Latinarum, IV, 1292) y, todavía con mayor detalle, la dedicatoria de un collegium fabrorum que, en ocasión del aniversario del nacimiento del emperador Adriano, provee a la distribución gratuita de pan y vino (las sportulae) y al servicio relativo: “panem et vinum et caldam praestari placuit” (Corpus Inscriptionum Latinarum, VI, 33885). En época romana el vino puro (merum), si no se lo mezclaba con agua caliente o fría y a veces con miel (mulsum), era prácticamente imbebible por resultar denso, amargo y excesivamente alcohólico.

Las parejas léxico-onomásticas concordia-pax y Agape-Irene tienen la función, tanto en Timgad como en Roma, de evocar la atmósfera que envolvía o debía envolver el desarrollo de un banquete funerario, pero en Roma no pasa inobservada la presencia del término identitario agape (caritas) en lugar de concordia, menos ideológicamente connotado. No es, pues, pura casualidad que en las inscripciones funerarias de Roma, junto a las normativas y difundidísimas in pace / en eirene, se lean las aclamaciones griegas èis agàpen, en agàpe, metà agàpes, así como la versión latina calcada del griego in agape (Inscriptiones Christianae Urbis Romae, I, 2976; VI, 15869; IV, 12185; I, 3025, 3426, 3781; IV, 12469; V, 14282) y que en la onomástica de Roma se observe una notabilísima difusión de los nombres Irene y Ágape (técnicamente se trata de cognomina): el primero ampliamente empleado desde el siglo I (incluso en ambiente pagano) y el segundo casi exclusivo de los cristianos; uno y otro (sobretodo Irene) especialmente extendido en el ámbito de esclavos y libertos. (Die Griechischen Personennamen in Rom. Ein Namenbuch, I-III, von Heikki Solin, Berlin - New York, 2003, págs. 458-463, 1277-1278).

Estos testimonios constituyen sólo ejemplos de un fenómeno de enorme relevancia que, sobre todo entre los siglos III y VI, se manifiesta en toda el área mediterránea, con una importante documentación que se extiende desde datos arqueológicos a evidencias de carácter epigráfico y figurativo. El epicentro de estas prácticas funerarias se localiza sobre todo en África, desde donde, al parecer, se difunden rápidamente por toda el área del Mediterráneo con especial incidencia en España (Cartagena, Itálica, Tarragona), en Malta, en Cerdeña (Cornus y Turris Libisonis), y en Roma (en las catacumbas y la necrópolis de la Isola Sacra).


Una lectura histórico-cultural de este fenómeno epocal permite que emerja una interrelación indisoluble entre la conmemoración privada del dies mortis y la relativa práctica del banquete funerario. Dos momentos –complementarios entre sí– de un evento conmemorativo periódico, definido y regulado por códigos rituales que, en el curso de la Antigüedad tardía y en particular en la cuenca mediterránea, es compartido y practicado sea por el componente pagano que por el cristiano de la sociedad de aquel tiempo. El terreno sobre el que se desarrolla y del cual se nutre no es el específicamente “religioso”, sino más bien el de la “memoria compartida”, en el que se sedimentan los vínculos familiares y sociales, comunes a las diversas identidades. Existe en el fondo –para decirlo con Gabriel Sanders– esa “sincronía de las creencias sobre la muerte”, cuyo ingrediente determinante y cohesivo es el rechazo institntivo que la vida opone a la irrupción, siempre humanamente traumática, del acontecimiento definitivo.

Pero estas prácticas no perduran indefinidamente: hacia el final de la Antigüedad tardía son progresivamente abandonadas y al inicio de la alta Edad Media tienden a desaparecer o, por lo menos, a transformarse. Las causas próximas de este cambio se pueden rastrear en dos factores concomitantes. En primer lugar está el abandono de los cementerios suburbanos y la vuelta de los muertos al ámbito mismo de la ciudad, donde los entierros se concentran en el interior mismo de las iglesias o en sus proximidades, creando una unidad inquebrantable entre cementerio y edificio de culto. A los grandes espacios funerarios de las afueras suceden las superficies angostas y sin embargo bien delimitadas de las iglesias y este aspecto produce una gradual mutación del comportamiento en lo que se refiere al respeto mismo de los sepulcros, que son cada vez con mayor frecuencia profanados y reutilizados. Incluso el uso de las inscripcions funerarias se reduce sensiblemente y termina por ser monopolizado por las élites ciudadanas laicas y eclesiásticas, que a veces manifiestan su preocupación por la intangibilidad de sus sepulturas lanzando terribles amenazas hacia los potenciales violadores. En segundo lugar existe un progresivo cambio de mentalidad, una más consciente percepción del misterio de la muerte, ya planteada por figuras de gran talla como Agustín y Gregorio: la sollicitas hacia los difuntos se desplaza poco a poco de la consideración del sepulcro y del cuerpo corruptible a la del alma.

San Agustín indica, precisamente en su África natal, el lugar donde, con ocasión de los rituales funerarios, se manifiestan, más que en ningún otro sitio, excesos incompatibles con la identidad vocacional de los cristianos: "Si el África procurase eliminar sobre todo semejantes desórdenes (es decir las borracheras y la disolución en los banquetes), merecería ser digna de imitación por parte de todas las demás naciones, pero en cambio nosotros, mientras en la mayor parte de Italia y en todas o casi todas las otras Iglesias de ultramar no existen tales cosas (…), ¿cómo podemos aún vacilar en corregir usanzas tan abominables?” (Epistolae, XXII, 1, 4). La respuesta de Agustín es la que con sólida coherencia expone en su tratado De cura pro mortuis gerenda, escrito expresamente para responder los preocupados interrogantes que le planteaba Paulino de Nola acreca de la licitud y la utilidad de las sepulturas ad sanctos: "En definitiva nosotros pensamos que podemos ser de ayuda a los muertos solamente auxiliándolos devotamente mediante el sacrificio eucarístico, con las plegarias, con las limosnas (...). Respecto a las honras al cuerpo, no importa lo que se haga, no producen ninguna ventaja para la salvación, pero constituyen un deber de humanidad por causa del afecto natural en virtud del cual –como decía Pablo (Ephes. V, 29)– nadie ha tenido nunca odio a su propia carne” (XVIII, 22).

De igual modo –y quizás todavía más que san Agustín– san Gregorio Magno insistía en la importancia fundamental de la celebración eucarística. No es casual que su nombre se vincule a la práctica de las “treinta misas” que han de celebrarse en treinta días consecutivos y que han pasado a la Historia justamente como “misas gregorianas". El origen y las motivaciones de esta iniciativa son referidos con tonos vivos y muy gráficos en un pasaje de los Diálogos (4, 57, 14): "Habían ya pasado treinta días desde la muerte de Justo (un monje de la comunidad de Gregorio) y comencé a sentir compasión por él (...) y me preguntaba si habría algún medio para librarlo (alusión al Purgatorio). Entonces, llamando a Precioso, el prior de nuestro monasterio, le dije apenado: hace mucho tiempo que aquel hermano nuestro padece el tormento de fuego. Le debemos un acto de caridad. (...) Ve, pues, y desde hoy y durante treinta días consecutivos preocúpate de ofrecer el Santo Sacrificio por él”.

La progresiva prevalencia de prácticas específicamente cristianas –oración, sacrificio eucarístico, limosnas– abría nuevas perspectivas espirituales, mentales y comportamentales, diferentes respecto de las costumbres ancestrales. Sobre todo por iniciativa de las comunidades monásticas maduró un nuevo “modelo”, que ponía a la comunidad cristiana (y a la Jerarquía desempeñando un papel prevalente) en el centro de la conmemoración de los difuntos, junto a la familia o hasta en substitución de ella: la Eucaristía, celebrada en ocasión de los funerales y de los aniversarios de la muerte, la evocación de todos los difuntos durante la misa (el memento), la distribución de limosnas a los pobres en nombre de los muertos, contribuyeron a “espiritualizar” un culto que durante siglos se había movido en los límites no siempre definidos entre lo sagrado y lo profano. De estas transformaciones derivan inducciones colaterales que conocerán una secular fortuna.

En torno al siglo VIII es cuando comienzan a constituirse las primeras formas asociativas –de las cuales proceden las cofradías– constituidas por obispos y abades con el objeto de asegurar el consuelo religioso a los “miembros” difuntos, mediante la celebración de misas “especiales” y la recitación del Salterio. Una asociación de este tipo es la que, por ejemplo, se constituye en Attigny en 762 por iniciativa de eclesiásticos (obispos y abades) que acogen, sin embargo, también a laicos: los primeros se comprometen a hacer recitar cien veces el Salterio y a celebrar personalmente treinta misas a la muerte de cada miembro; los segundos contribuyen con donaciones a las distintas comunidades religiosas representadas en la asociación. El número de los adherentes a estas pías hermandades se eleva tanto con el tiempo que durante las celebraciones sus nombres, en lugar de ser pronunciados, son tácitamente recordados depositando sobre el altar los libri memoriales o libri vitae, listas de difuntos a veces larguísimas, como la del monasterio de Reichenau (iglesia de Niederzell, dedicada a san Pedro y san Pablo), que llegó con el tiempo a contener más de cuarenta mil nombres. Generalmente transcritos sobre pergamino, las listas eran a veces grabadas en las lastras del altar (siempre en Reichenau) o detrás de los dípticos de marfil de la Antigüedad tardía, como en el caso de la reutilización de un célebre ejemplar producido en Constantinopla en e l siglo V, que fue vuelto a emplear en Provenza en el siglo VII para acoger también en este caso una larga lista que se abre con una serie de más de trescientos nombres de obsipos y se cierra con la mención de los soberanos merovingios que se sucedieron entre el 575 y el 662.


En la sociedad cristiana altomedieval –apaciguados los debates sobre el más allá y las formas de la suerte inmediata de las almas– se iba imponiendo el principio de que la única muerte que había que temer era la del alma y que, por lo tanto, sólo a ella debía dirigirse la sollicitas de los vivos por los muertos. En este nuevo orden de “ideas”, la angustia por la muerte física y el temor del juicio al que estaba destinada el alma fueron reorientados hacia una perspectiva penitencial, mientras la “experiencia visible” de la ineluctable consunción del cuerpo se proponía como elemento de fuerte impacto que servía para la denuncia y el desprecio de las realidades mundanas y, al mismo tiempo, como motivo de reflexión con vistas a la “conversión”.

Las admoniciones de san Agustín habían ya penetrado en profundidad en la Iglesia occidental. La grandiosidad de las exequias y la práctica de las conmemoraciones pueden consolar a los que quedan, pero no son de ningún provecho para aquellos que se van" (“magis sunt vivorum solatia, quam subsidia mortuorum”). Y en esta nueva perspectiva el obispo de Hipona había evocado la parábola del rico Epulón y el pobre Lázaro (Luc.XVI, 19-22): "si para el rico vestido de púrpura toda parentela organizó un funeral espléndido a los ojos de los hombres (in cospectu hominum), mucho más espléndido a los ojos de Dios (sed multo clariores in cospectu Domini) fue el preparado para aquel pobre lleno de llagas por los Ángeles, los cuales no lo depositaron en un mausoleo de mármol, sino que lo llevaron al seno de Abraham” (De cura, II, 4).


(©L'Osservatore Romano - 1 novembre 2009)

Traducción española de ROMA AETERNA

1 comentario:

  1. Ha sido muy interesante tu artículo, me gustaría saber más sobre la festividad del 2 de Noviembre ya que estoy muy interesado, ¿me podrías facilitar alguna fuente donde poder saber más?
    Gracias

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