Hace dos años entraba en vigor el motu proprio Summorum Pontificum del papa Benedicto XVI, publicado el 7 de julio de 2007. Documento esperadísimo, su génesis y puesta a punto fue cosa laboriosa. El Papa tuvo que vencer muchas resistencias (algunas inveteradas y rocosas), sobre todo de parte de obispos que no querían saber nada de una “restauración litúrgica” tradicional y, por supuesto, de los herederos de la reforma litúrgica postconciliar, las criaturas de monseñor Annibale Bugnini que aún gozaban de un poder casi omnímodo en la Curia Romana y en la mismísima Capilla Papal. También hubo de correr el riesgo de ser malinterpretado (y de hecho se llegó a decir que su acto significaba una desautorización de sus predecesores y un intento de imponer la misa llamada tridentina a la Iglesia). El Santo Padre asumió todo ello con valentía, pero no dio el paso inconsideradamente, sino después de una profunda reflexión y una concienzuda y paciente labor de persuasión mediante el diálogo con los obispos. Primó el bien de las almas, que no debían seguir siendo privadas de las riquezas de la tradición litúrgica romana ni debían continuar divididas y enfrentadas precisamente por aquello que debía ser el vínculo más poderoso de su unidad: la misa.
El motu proprio fue para la misa clásica (y para los demás ritos de la liturgia anterior a la reforma postconciliar) algo así como el Edicto de Milán de 313 para los cristianos: el reconocimiento del derecho a la libertad. No se trató de restaurar nada: no había nada que restaurar porque el Missale Romanum tradicional, canonizado por san Pío V y nuevamente editado por el beato Juan XXIII (con el que se celebró durante el Concilio Vaticano II), “no ha sido nunca jurídicamente abrogado y, por consiguiente, en principio, ha quedado siempre permitido” (cfr. Carta a los Obispos que acompaña el motu proprio Summorum Pontificum). Estas meridianas palabras del papa Ratzinger zanjaban definitivamente una cuestión que había sido muy debatida desde el momento mismo de la promulgación del Novus Ordo Missae en 1969. Los partidarios de la reforma litúrgica postconciliar aducían que la intención de Pablo VI era la de substituir su misal al tridentino, con total exclusión de éste. Pero su constitución Missale Romanum no contenía ninguna cláusula abrogatoria que justificara tal convicción. Sin embargo, tanto a nivel de la Curia Romana como del episcopado mundial se obró en la suposición de la abrogación.
Después de Summorum Pontificum ha quedado claro que la proscripción de facto de la que fue objeto la misa clásica fue una injusticia, producto de un abuso de autoridad. A Pablo VI, que no dudó en corregir la Institutio Generalis de su misal ante las graves objeciones del Breve Examen Crítico que le presentaron los cardenales Ottaviani y Bacci, le hubiera sido muy fácil, para disipar las dudas suscitadas sobre el alcance de la vigencia de su reforma, añadir una cláusula abrogatoria del rito anterior. No lo hizo. Quizás porque era consciente de que no se podía eliminar de un plumazo un milenio y medio de tradición litúrgica de la Iglesia para imponer una reforma salida, por así decirlo, de laboratorio. En cambio –y lo decimos desde el mayor respeto a su augusta persona, de venerada memoria– sí jugó a la ambigüedad, dando por hecha la obligatoriedad de su misal en el curso de audiencias públicas (que no eran, por supuesto, la sede más adecuada para establecer un hecho jurídico). Podemos decir que para el papa Montini, si su reforma no era vinculante legalmente, sí era moralmente obligatoria. Y actuó en consecuencia. El llamado “indulto inglés” es significativo a este respecto. Juan Pablo II, al conceder los sucesivos indultos de 1984 y 1988, obró en la misma línea, aunque con una mayor largueza.
Así pues, al promulgar su motu proprio de 2007 y declarar en él que la misa tradicional nunca fue abrogada ni estuvo, por lo tanto prohibida (ni podía estarlo), ¿pretendía Benedicto XVI enmendarle la plana a sus predecesores en el sacro solio? Creemos que no. Pablo VI esperaba que su reforma fuera recibida por los fieles como “medio para testimoniar y afirmar la unidad de todos”. De lo que se deduce del texto original latino de su Constitución Apostólica Missale Romanum (que acaba de citarse), el Papa expresaba un deseo no una imposición. En su mentalidad liberal, pensaba que el pueblo fiel se adheriría con entusiasmo a la nueva liturgia por propia convicción y sin necesidad de decretos. Pero no fue así. De ahí que dejara hacer a la nueva Sagrada Congregación para el Culto Divino, en la que había confluido desde 1970 el Consilium ad exsequendam constitutionem de Sacra Liturgia de monseñor Bugnini. Pablo VI, sin prohibir explícitamente la misa clásica, permitió que lo fuera de facto bajo el argumento de autoridad y la apelación a la obediencia (¿a qué precepto?), que esgrimían los funcionarios vaticanos y los obispos. Se creó así una situación falsa que se recrudeció cuando salió a la palestra monseñor Marcel Lefebvre, el cual vinculaba la cuestión e la misa a su contestación más general del Concilio Vaticano II y de las reformas salidas de él. Entonces se identificó a todos los defensores de la misa clásica con una supuesta actitud de rebeldía al Papa.
Juan Pablo II se encontró con un panorama litúrgico desolador, lo que motivó su Carta Apostólica Dominicae Coenae del Jueves Santo de 1980. Fue el primer atisbo de su voluntad de poner orden en una difícil situación de hecho, que le venía ya dada desde el pontificado anterior, “difícil y pesada herencia” en palabras del cardenal Alfons Maria Stickler. El papa Wojtyla no podía ignorar la evolución de los acontecimientos de la última década y actuar haciendo tabula rasa de ella. Cierto es que la misa tradicional no había sido nunca jurídicamente abrogada, pero el convencimiento oficial era que sí y el estado de las cosas era el de una proscripción de hecho, imposible de cambiar de la noche a la mañana. Había que obrar con la prudencia y la sabiduría milenarias de la Iglesia demostrada en situaciones semejantes y eso fue lo que hizo Juan Pablo II cuando aprobó el decreto Quattuor abhinc annos (1984) y promulgó el motu proprio Ecclesia Dei adflicta (1988). Entre ambas disposiciones, en 1986, había reunido una comisión cardenalicia para estudiar la posibilidad de una más amplia liberalización del rito clásico. De ella formó parte el entonces cardenal Ratzinger, futuro Benedicto XVI. Las conclusiones a las que llegó la comisión pueden considerarse un anticipo del motu proprio Summorum Pontificum, aunque no se les dio curso entonces quizás por considerarse que era todavía prematuro y porque se interpuso el asunto de las consagraciones episcopales de Ecône (que fue lo que motivó la dación de Ecclesia Dei adflicta).
Después de Summorum Pontificum ha quedado claro que la proscripción de facto de la que fue objeto la misa clásica fue una injusticia, producto de un abuso de autoridad. A Pablo VI, que no dudó en corregir la Institutio Generalis de su misal ante las graves objeciones del Breve Examen Crítico que le presentaron los cardenales Ottaviani y Bacci, le hubiera sido muy fácil, para disipar las dudas suscitadas sobre el alcance de la vigencia de su reforma, añadir una cláusula abrogatoria del rito anterior. No lo hizo. Quizás porque era consciente de que no se podía eliminar de un plumazo un milenio y medio de tradición litúrgica de la Iglesia para imponer una reforma salida, por así decirlo, de laboratorio. En cambio –y lo decimos desde el mayor respeto a su augusta persona, de venerada memoria– sí jugó a la ambigüedad, dando por hecha la obligatoriedad de su misal en el curso de audiencias públicas (que no eran, por supuesto, la sede más adecuada para establecer un hecho jurídico). Podemos decir que para el papa Montini, si su reforma no era vinculante legalmente, sí era moralmente obligatoria. Y actuó en consecuencia. El llamado “indulto inglés” es significativo a este respecto. Juan Pablo II, al conceder los sucesivos indultos de 1984 y 1988, obró en la misma línea, aunque con una mayor largueza.
Así pues, al promulgar su motu proprio de 2007 y declarar en él que la misa tradicional nunca fue abrogada ni estuvo, por lo tanto prohibida (ni podía estarlo), ¿pretendía Benedicto XVI enmendarle la plana a sus predecesores en el sacro solio? Creemos que no. Pablo VI esperaba que su reforma fuera recibida por los fieles como “medio para testimoniar y afirmar la unidad de todos”. De lo que se deduce del texto original latino de su Constitución Apostólica Missale Romanum (que acaba de citarse), el Papa expresaba un deseo no una imposición. En su mentalidad liberal, pensaba que el pueblo fiel se adheriría con entusiasmo a la nueva liturgia por propia convicción y sin necesidad de decretos. Pero no fue así. De ahí que dejara hacer a la nueva Sagrada Congregación para el Culto Divino, en la que había confluido desde 1970 el Consilium ad exsequendam constitutionem de Sacra Liturgia de monseñor Bugnini. Pablo VI, sin prohibir explícitamente la misa clásica, permitió que lo fuera de facto bajo el argumento de autoridad y la apelación a la obediencia (¿a qué precepto?), que esgrimían los funcionarios vaticanos y los obispos. Se creó así una situación falsa que se recrudeció cuando salió a la palestra monseñor Marcel Lefebvre, el cual vinculaba la cuestión e la misa a su contestación más general del Concilio Vaticano II y de las reformas salidas de él. Entonces se identificó a todos los defensores de la misa clásica con una supuesta actitud de rebeldía al Papa.
Juan Pablo II se encontró con un panorama litúrgico desolador, lo que motivó su Carta Apostólica Dominicae Coenae del Jueves Santo de 1980. Fue el primer atisbo de su voluntad de poner orden en una difícil situación de hecho, que le venía ya dada desde el pontificado anterior, “difícil y pesada herencia” en palabras del cardenal Alfons Maria Stickler. El papa Wojtyla no podía ignorar la evolución de los acontecimientos de la última década y actuar haciendo tabula rasa de ella. Cierto es que la misa tradicional no había sido nunca jurídicamente abrogada, pero el convencimiento oficial era que sí y el estado de las cosas era el de una proscripción de hecho, imposible de cambiar de la noche a la mañana. Había que obrar con la prudencia y la sabiduría milenarias de la Iglesia demostrada en situaciones semejantes y eso fue lo que hizo Juan Pablo II cuando aprobó el decreto Quattuor abhinc annos (1984) y promulgó el motu proprio Ecclesia Dei adflicta (1988). Entre ambas disposiciones, en 1986, había reunido una comisión cardenalicia para estudiar la posibilidad de una más amplia liberalización del rito clásico. De ella formó parte el entonces cardenal Ratzinger, futuro Benedicto XVI. Las conclusiones a las que llegó la comisión pueden considerarse un anticipo del motu proprio Summorum Pontificum, aunque no se les dio curso entonces quizás por considerarse que era todavía prematuro y porque se interpuso el asunto de las consagraciones episcopales de Ecône (que fue lo que motivó la dación de Ecclesia Dei adflicta).
Dos décadas después, Benedicto XVI consideró que las circunstancias habían ya madurado y era llegado el tiempo de acabar con una situación a todas luces injusta. La “generación salvaje” del postconcilio, con toda su prepotencia y triunfalismo, había cedido el paso a una más moderada y mejor dispuesta a la autocrítica (gracias en parte al pontificado de Juan Pablo II). La elección del cardenal Ratzinger –cuyo pensamiento no se ocultaba a nadie, especialmente en materia litúrgica– al trono de Pedro indicaba asimismo una voluntad en el seno de la Iglesia de reencauzar las cosas en el sentido de una continuidad con la corriente de la Tradición Católica. Fue lo que Benedicto XVI definió como “hermenéutica de la continuidad”. El espíritu de rupturismo que se había manifestado en los últimos tiempos había quedado desacreditado por los frutos acerbos de las reformas postconciliares. Así pues, el Papa estimó oportuno liberalizar el misal romano clásico (y con él los demás libros litúrgicos anteriores a la reforma bugniniana), acabando así con una arbitrariedad que había durado demasiado y cortando por lo sano y definitivamente con toda controversia. Tanto el motu proprio como la aneja carta a los obispos reflejan un gran respeto de Benedicto XVI hacia sus predecesores. Como se ve, pues, no hay ninguna desautorización de los mismos. Además, observando una exquisita prudencia, al mismo tiempo que declaraba la perfecta legalidad del rito romano que él llama extraordinario, puso unos marcos para que éste se normalizara teniendo en cuenta los antecedentes históricos, la realidad fáctica y la necesidad de no exacerbar los ánimos. Se trataba de instaurar la pax litúrgica y acabar así de una vez por todas con la “guerra de misales”.
A dos años desde su entrada en vigor puede decirse que el motu proprio Summorum Pontificum ha sido muy positivo para la Iglesia, aunque su aplicación deje todavía bastante que desear. Por lo que respecta a los fieles, ha contribuido poderosamente a suscitar y reavivar en ellos el interés por la Sagrada Liturgia, como lo demuestran: el hecho del gran incremento experimentado en los últimos tiempos por las asociaciones dedicadas a la difusión del rito romano clásico –especialmente UNA VOCE– y la prodigiosa multiplicación de los foros dedicados al tema del culto católico, sea en los distintos medios de comunicación como en las redes sociales. Ello contrasta con la indiferencia de hace algunos años, cuando la liturgia se hallaba recluida en los comités episcopales y diocesanos y en los centros pastorales especializados. La participación de los laicos en la vida de la Iglesia –tan deseada por el Concilio Vaticano II– no ha podido tener una mejor manifestación.
A nivel jerárquico, en cambio, el panorama no se presenta excesivamente alentador, aunque hay signos de una evolución favorable a medida que se nombran nuevos obispos con menos prevenciones y condicionamientos que sus predecesores. En un primer momento hubo reacciones muy negativas de parte de algunos –felizmente pocos aunque influyentes– prelados. También hubo en contrapartida algunas manifestaciones de apoyo filial al Papa, entre las cuales cabe destacar como modélica la del que fue obispo de Frosinone-Veroli-Ferentino, monseñor Salvatore Boccaccio (muerto el año pasado, en la foto), quien dio gracias a Benedicto XVI por el motu proprio Summorum Pontificum, declarándose dispuesto a ponerlo por obra en su diócesis. En general hay que decir que sigue habiendo una excesiva timidez y hasta una resistencia pasiva de la mayor parte del episcopado para aplicar el documento papal. Lo han dicho claramente los hermanos Paolo y Giovanni Gandolfo Lambruschini, responsables del sitio católico Maranatha-Italia, en carta abierta al Papa: muchos obispos y sacerdotes, tanto en Italia como fuera de ella, obstaculizan deliberadamente la aplicación del motu proprio.
En la mayor parte de los casos el problema consiste en la persistencia de lo que podemos llamar una “mentalidad de indulto”, es decir, que se piensa y actúa como si todavía estuviese vigente el motu proprio Ecclesia Dei adflicta o incluso, el más restrictivo decreto Quattuor abhinc annos, cuando la realidad es que dejaron de ser efectivos a partir de la medianoche de hace exactamente dos años por lo que a la celebración de la misa se refiere. Aún se cree que la misa clásica es algo a tolerar, que sólo puede subsistir en condiciones de semi-clandestinidad o catacumbales, cuando en realidad forma parte del patrimonio litúrgico de la Iglesia y es una riqueza a la que tienen derecho los fieles, toda vez que es uno de los ritos legítimamente reconocidos a los que el Concilio quiso honrar “aequo iure et honore” (“con igual derecho y honor”). Debe quedar absolutamente claro, pues, que no se pide un privilegio, como si de la excepción a una ley se tratara: se solicita el derecho, basado en la ley (interpretada auténticamente por el supremo legislador en la Iglesia), a un rito que nunca fue jurídicamente abrogado y que ha estado en principio siempre vigente.
A veces, por desgracia, hasta los mismos fieles contribuyen a que la mentalidad de indulto prosiga. Acuden directamente a los obispos, como si la decisión de aplicar el motu proprio les correspondiera a ellos, siendo así que Benedicto XVI se la ha dado a los párrocos y rectores de iglesias. También es verdad que hay que comprender que éstos, muchas veces, no se atreven a contrariar la voluntad adversa conocida de sus prelados y se inhiben o consultan a sus respectivas curias episcopales antes de dar una respuesta, sabiendo de antemano la mayor parte de las veces que ésta será negativa. Los fieles deben ser conscientes que el proprio ordinario es sólo una segunda instancia, a la que el Papa pide expresamente condescender a las peticiones a las que los párrocos y rectores de iglesia no hayan podido o querido acceder. Si el obispo, a su vez, considera que no puede satisfacerlas, siempre queda el recurso a la Pontificia Comisión Ecclesia Dei. Es necesario que no se den las cosas por supuestas y se siga exactamente el trámite establecido por Summorum Pontificum.
Este año que hay por delante hasta que se cumpla el trienio establecido por el Santo Padre para que los obispos de todo el mundo le informen sobre la aplicación del motu proprio va a ser decisivo. Ya en tiempos de la encuesta Knox (1980) se vio cómo se pueden manipular datos y no debería ocurrir lo mismo en 2010. Dado que, como consecuencia del impacto mediático del levantamiento de las excomuniones a los obispos de la Fraternidad Sacerdotal de San Pío X, Benedicto XVI dijo que la Santa Sede iba a prestar más atención a las fuentes de noticias accesibles por la red virtual, es de suponer que ahora será mucho más difícil maquillar los informes. Pero el trabajo se presenta ingente. Lejos de todo fanatismo y espíritu de discordia y desde una actitud de lealtad y acatamiento a la autoridad de la Iglesia, todos los católicos adherentes al rito romano tradicional deberíamos trabajar unidos en la causa de recuperar en la mayor medida de lo posible ese gran tesoro, fuente de santificación y de enriquecimiento personal humano y sobrenatural. Es el reto que se nos presenta en este segundo aniversario de vigencia del motu proprio Summorum Pontificum, por el que no cesamos de dar gracias a Dios, rogándole que conserve al Papa muchos años para el mayor bien de su Iglesia.
En la mayor parte de los casos el problema consiste en la persistencia de lo que podemos llamar una “mentalidad de indulto”, es decir, que se piensa y actúa como si todavía estuviese vigente el motu proprio Ecclesia Dei adflicta o incluso, el más restrictivo decreto Quattuor abhinc annos, cuando la realidad es que dejaron de ser efectivos a partir de la medianoche de hace exactamente dos años por lo que a la celebración de la misa se refiere. Aún se cree que la misa clásica es algo a tolerar, que sólo puede subsistir en condiciones de semi-clandestinidad o catacumbales, cuando en realidad forma parte del patrimonio litúrgico de la Iglesia y es una riqueza a la que tienen derecho los fieles, toda vez que es uno de los ritos legítimamente reconocidos a los que el Concilio quiso honrar “aequo iure et honore” (“con igual derecho y honor”). Debe quedar absolutamente claro, pues, que no se pide un privilegio, como si de la excepción a una ley se tratara: se solicita el derecho, basado en la ley (interpretada auténticamente por el supremo legislador en la Iglesia), a un rito que nunca fue jurídicamente abrogado y que ha estado en principio siempre vigente.
A veces, por desgracia, hasta los mismos fieles contribuyen a que la mentalidad de indulto prosiga. Acuden directamente a los obispos, como si la decisión de aplicar el motu proprio les correspondiera a ellos, siendo así que Benedicto XVI se la ha dado a los párrocos y rectores de iglesias. También es verdad que hay que comprender que éstos, muchas veces, no se atreven a contrariar la voluntad adversa conocida de sus prelados y se inhiben o consultan a sus respectivas curias episcopales antes de dar una respuesta, sabiendo de antemano la mayor parte de las veces que ésta será negativa. Los fieles deben ser conscientes que el proprio ordinario es sólo una segunda instancia, a la que el Papa pide expresamente condescender a las peticiones a las que los párrocos y rectores de iglesia no hayan podido o querido acceder. Si el obispo, a su vez, considera que no puede satisfacerlas, siempre queda el recurso a la Pontificia Comisión Ecclesia Dei. Es necesario que no se den las cosas por supuestas y se siga exactamente el trámite establecido por Summorum Pontificum.
Este año que hay por delante hasta que se cumpla el trienio establecido por el Santo Padre para que los obispos de todo el mundo le informen sobre la aplicación del motu proprio va a ser decisivo. Ya en tiempos de la encuesta Knox (1980) se vio cómo se pueden manipular datos y no debería ocurrir lo mismo en 2010. Dado que, como consecuencia del impacto mediático del levantamiento de las excomuniones a los obispos de la Fraternidad Sacerdotal de San Pío X, Benedicto XVI dijo que la Santa Sede iba a prestar más atención a las fuentes de noticias accesibles por la red virtual, es de suponer que ahora será mucho más difícil maquillar los informes. Pero el trabajo se presenta ingente. Lejos de todo fanatismo y espíritu de discordia y desde una actitud de lealtad y acatamiento a la autoridad de la Iglesia, todos los católicos adherentes al rito romano tradicional deberíamos trabajar unidos en la causa de recuperar en la mayor medida de lo posible ese gran tesoro, fuente de santificación y de enriquecimiento personal humano y sobrenatural. Es el reto que se nos presenta en este segundo aniversario de vigencia del motu proprio Summorum Pontificum, por el que no cesamos de dar gracias a Dios, rogándole que conserve al Papa muchos años para el mayor bien de su Iglesia.
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